Solo puede haber un detective, es decir, solo un protagonista de la deducción, solo
un deus ex machina. Aplicar las mentes de tres, cuatro o incluso a veces una cuadrilla de detectives
a un problema no solo supone dispersar el interés y romper con el hilo directo de
la lógica, sino tomarse una ventaja injusta con respecto al lector. Si hay más de
un detective, el lector no sabe con quién comparte las tareas de deducción. Es como
obligarlo a competir en una carrera contra un equipo de relevos.
Norma novena de las «Veinte normas
para escribir historias de detectives»,
S. S. Van Dine, 1928
Escribir una secuela es reconocer que te has visto reducido a imitarte a ti mismo.
Wolfgang: Ganador del Premio Literario de la Commonwealth, 2012; finalista del Premio de los
Libreros, 2012; accésit del Premio de los Lectores de Goodreads en su modalidad de
Ficción Literaria, 2012; finalista de Los Mejores de Amazon, 2012; finalista del Premio Justicia en la Literatura, en su categoría femenina (se le concedió una mención especial), 2003; preseleccionado para el Premio Miles
Franklin, 2015; preseleccionado para el Premio de las Bibliotecas Independientes,
2015; Premio Archibald de los Embaladores, 2018; mención de honor en el Premio Internacional
de Poesía para Oceanía, 2020. Su próxima iniciativa es un proyecto artístico interactivo
titulado La muerte de la literatura.
De: ECunninghamWrites221@gmail.com
Para: <tachado>@penguinrandomhouse.com.au
Asunto: Prólogo
Hola, <tachado>:
Lo siento, pero es un no rotundo para el prólogo. Ya sé que lo típico en las novelas
de asesinatos es enganchar al lector con estas cosas, pero me parece que aquí sería
una solución un poco cutre.
Evidentemente, sabría hacerlo, sé cómo escribir la escena que me pides. Un ojo omnisciente
revisaría la destrucción del compartimento, demorándose en los indicios de una pelea:
las sábanas desgarradas, el colchón volcado, la huella de una mano ensangrentada en
la puerta del cuarto de baño. Añadir a la receta unas pistas atisbadas fugazmente:
tres palabras garabateadas a toda prisa en tinta azul sobre un manuscrito, en contraste
con la punta chorreante, rojo carmesí, del arma del crimen; elementos suficientes
para seducir al lector, pero al mismo tiempo lo bastante genéricos para no echarle
a perder el interés en la historia.
La imagen final sería la del cadáver. Sin rostro, evidentemente. La víctima hay que
mantenerla al margen del lector al principio. Quizá salpimentar con algún detalle,
un objeto personal como una prenda de ropa (la bufanda azul, o algo así, no lo tengo
claro) que el lector espere encontrar más adelante, en el desarrollo de la trama.
Y ya está: el libro, la sangre, el cadáver. Poner zanahorias. Prólogo terminado.
No es que desconfíe de tu criterio editorial. Lo que pasa es que me parece de todo
punto innecesario recrear con el mero objetivo de crear suspense una escena que el
lector encontrará más adelante. Es como decir: «Eh, sabemos que a este libro le cuesta
un poco arrancar, pero descuida, lo hará». Luego, al pobre lector solo le queda seguir
paso a paso la trama hasta que lleguemos al crimen.
Bueno, de todos modos, esa escena es el segundo asesinato, pero supongo que entiendes
lo que quiero decir.
Lo que me preocupa es revelar demasiadas cosas. Así que prólogo descartado. ¿Te parece
bien?
Cuídate,
Ernest
P. D.: Después de lo que ha pasado, creo que es bastante obvio que tendré que buscarme
un nuevo agente literario. Ya hablaremos de eso en otro momento.
P. P. D.: Sí, debemos incluir el programa del festival. Creo que hay pistas importantes
en el texto.
P. P. P. D.: Duda: Me parece divertido que Asesinato en el Orient Express se titule así, dado que las primeras muertes, que son las que dan origen a la historia,
no se producen en el tren, sino muchos años antes y en otro continente. Muerte en el Nilo tampoco es que sea muy preciso como título, dado que nadie se ahoga en el río. Como
me gusta ser minucioso a la hora de indicar en qué sitio ocurren las cosas, no tengo
del todo claro qué preposición debo emplear en el título del libro. Es verdad que
todos viajamos «en» el tren y que la mayoría de los asesinatos se cometen «en» el
tren, a excepción, claro está, de lo que ocurre encima del tren, que nos obligaría
a emplear la preposición «sobre». Y a excepción de lo que pasa con la pareja del viejales
y de todos los que murieron con él, pero eso es un flashback. ¿Entiendes lo que digo?
Unas memorias
Capítulo 1
Estas primeras líneas las escribo desde mi cabina en el tren, porque quiero poner
negro sobre blanco algunas cosas antes de que las olvide o las exagere en el recuerdo.
Nos hemos parado, aunque no en una estación. El tren espera en las vías, a una hora
de Adelaida más o menos. El extenso desierto rojo de los últimos cuatro días ha dado
paso a un cinturón de trigo dorado, primero, y luego a los pastos verdes y abundantes
de las granjas lecheras. El horizonte llano de esas primeras jornadas es ahora un
océano ondulante de hierba en el que destaca el giro lento y acompasado de docenas
de aerogeneradores repartidos por el paisaje. A estas horas ya deberíamos haber llegado
a Adelaida, pero hemos tenido que detenernos para que la policía recupere los cadáveres.
Digo «recuperar», pero creo que el retraso se debe principalmente a que les está costando
encontrarlos. O por lo menos todos los trozos.
Así que aquí estoy, aprovechando el parón para ponerme a escribir.
Mi editorial me ha avisado de que las secuelas las carga el diablo. Hay ciertas normas
que es preciso seguir, como poner en antecedentes tanto a quienes ya me han leído
como a quienes no han oído hablar nunca de mí. Me dicen que no hay que aburrir a los
repetidores, pero que tampoco conviene confundir a los recién llegados omitiendo algún
detalle. No estoy seguro de a qué grupo perteneces tú, querido lector, así que empezaremos
con lo siguiente:
Me llamo Ernest Cunningham y no es la primera vez que hago esto. Me refiero a escribir
un libro. Pero también a resolver una serie de crímenes.
En su momento todo ocurrió de la manera más natural. Escribir, no las muertes, cuyas
causas no pudieron ser menos naturales, desde luego. De los supervivientes, me consideré
el más competente para contar la historia, ya que tenía a mis espaldas lo que cabría
llamar, siendo generosos, una «carrera» literaria. Antes escribía libros sobre cómo
escribir libros: las normas para crear novelas de misterio, para ser más exactos.
En realidad, más que libros, lo que escribía eran panfletos, si insistes en que te
sea sincero. Autopublicados, a un dólar la pieza en internet. No es el sueño de todo
escritor, pero me daba para vivir. Entonces, cuando se lio gorda el año pasado, en
las montañas nevadas, y los periodistas empezaron a llamar a mi puerta, pensé que
tampoco era mala idea aprovechar parte de lo que había aprendido y ver qué tal se
me daba escribir la historia. Encontré ayuda, por supuesto, en los principios rectores
de la edad de oro de las novelas de crímenes, unos principios que sentaron escritores
como Agatha Christie, Arthur Conan Doyle y, en particular, un tipo llamado Ronald
Knox, que escribió el «Decálogo de mandamientos de la ficción detectivesca». Knox
no es el único que ha creado una preceptiva: a lo largo de la historia, son varios
los escritores que han tratado de descomponer un relato de asesinatos y convertirlo
en un esquema. Incluso Henry McTavish propuso su conjunto de reglas.
Si piensas que no conoces todavía las normas para escribir una historia de crímenes,
te equivocas, créeme. Todo es intuitivo. Voy a ponerte un ejemplo, con tu permiso.
Estoy escribiendo en primera persona. Como no cabe duda de que me he sentado físicamente
a escribir esto, de ello se deduce que he sobrevivido a los hechos descritos en el
libro. La primera persona significa supervivencia. Así pues, vayan mis disculpas de
antemano por la falta de suspense cuando casi muerdo el polvo en el capítulo 28.
Las normas son sencillas: nada de acontecimientos sobrenaturales; nada de gemelos
idénticos que aparecen por sorpresa; el asesino debe salir a escena al principio del
libro (en realidad, ya lo ha hecho, y eso que ni siquiera hemos terminado el primer
capítulo, aunque tampoco me sorprendería que te hubieras saltado los preliminares)
y ser un personaje lo bastante destacado como para tener incidencia en el desarrollo
de la trama. Esto último es importante. Quedan lejos los días en los que el mayordomo
era el malvado: si se quiere jugar limpio con el lector, el asesino debe tener nombre
y ese nombre debe aparecer a menudo. Para muestra, un botón: el nombre del asesino,
en todas sus variantes, aparece exactamente 106 veces a partir de aquí. Y, lo más
importante, en esencia todas estas normas pueden resumirse así: no esconder verdades
evidentes al lector bajo ningún concepto.
Por eso me dirijo a ti de esta forma. Supongo que ya te habrás dado cuenta, pero soy
un poco más hablador que el detective habitual en este tipo de libros. Lo soy porque
no pienso ocultarte nada. A fin de cuentas, en este libro de misterio se juega limpio
con el lector.
Por ello te prometo que voy a ser una raraavis en las novelas de asesinatos actuales: un narrador fiable. Puedes contar con que
te voy a decir la verdad en cada giro de la historia. Nada de juegos de trilero. También
te prometo que solo voy a emplear la tan detestable frase «todo había sido un sueño»
en una sola ocasión y, de todos modos, me parece que es permisible en su contexto.
Es una lástima que ningún escritor se dignara a garrapatear algunas normas concretas
para las secuelas (de todos es sabido que Conan Doyle se deleitó matando a Sherlock
Holmes y que luego, muy a pesar suyo, lo devolvió a la vida por dinero), así que en
esta travesía navegaré en solitario. La única ayuda con la que puedo contar es la
que me brinda mi editora, cuyos consejos parecen llegar a través del Departamento
de Marketing.
Su primer consejo fue que evitara las repeticiones. Tiene sentido: a nadie le apetece
leer un refrito del mismo argumento de siempre. Su segundo consejo, en cambio, era
que no me sacara de la manga un libro en todo distinto del primero, ya que los lectores
esperarían más de lo mismo. Que quede claro aun a riesgo de hacerme pesado: no tengo
ningún control sobre los hechos narrados en este libro. Solo escribo lo que ocurrió,
así que no es fácil respetar esas dos normas. Me permito señalar que un paralelismo
involuntario se debe a la curiosa coincidencia de que los dos casos se resuelvan gracias
a un signo de puntuación. El año pasado fue un punto. Esta vez es una coma la que
nos saca las castañas del fuego.
¿Y qué clase de libro de misterio sería este si no tuviéramos por lo menos un anagrama,
un código o un rompecabezas? El lector también encontrará uno en estas páginas.
Por otro lado, mi editora me rogó que introdujera un número suficiente de referencias
fascinantes al libro anterior para que el público lector también quiera comprarlo,
pero sin chafarles el final. A eso lo llama «marketing natural». Las secuelas, según
parece, consisten en hacer dos cosas al mismo tiempo: ser nuevo y reconocible a la
vez.
Ya estoy saltándome una de las reglas que comenté. S. S. Van Dine, uno de los autores
de la edad de oro de la novela de misterio, recomienda que el crimen lo resuelva una
sola persona. Esta vez, en cambio, tenemos a cinco aspirantes a detective. Pero supongo
que eso es lo que pasa cuando metes a seis escritores de novela negra en una habitación.
Digo «seis escritores y cinco detectives» porque, de los primeros, uno es la víctima
del crimen. No es el que lleva la bufanda azul; ese es el otro que muerde el polvo.
Ya me imagino a Van Dine revolviéndose en su tumba, aunque eso sería saltarse una
de las normas generales acerca de lo sobrenatural. Así que Van Dine estará muy quietecito
en su tumba, pero igual de enfadado.
Aun a riesgo de repetirme, insisto en que no depende de mí saltarme las normas cuando
en realidad no hago más que inventariar lo que ocurrió. Quién sabe cómo me las apañé
para toparme con otro misterio laberíntico, y las mismas personas que me acusaron
de aprovecharme económicamente de que un asesino en serie fuera liquidando de uno
en uno a mis parientes en el último libro (marketing natural, ya lo veis) seguramente
me acusarán aquí de lo mismo. Ojalá no hubiera pasado nada de todo esto, ni entonces,
ni ahora.
Además, todo el mundo detesta las secuelas: a menudo se las acusa de no ser más que
un remedo descolorido de lo que vino antes. Habida cuenta de que los últimos asesinatos
se produjeron en una montaña nevada y estos se han cometido en un desierto, el chiste
se cuenta solo, y es a costa de mis detractores: aquí no tendremos un remedo descolorido,
porque por lo menos he salido de esta con un bonito bronceado.
Ya es hora de que haga honor a mis credenciales como narrador fiable. El inventario
de los delitos cometidos en este libro incluye asesinato, tentativa de homicidio,
violación, hurto, allanamiento de morada, manipulación de pruebas, asociación ilícita,
extorsión, fumar en un medio de transporte público, propinar un cabezazo (supongo
que el concepto legal es «agresión»), robo (sí, es un delito distinto del de hurto)
y uso inadecuado de adverbios.
Ahí van unas cuantas verdades más. Siete escritores suben a un tren. Al final del
trayecto, cinco se apean con vida. Uno baja esposado.
Número de bajas: nueve. Un poco menos que el año pasado.
¿Y yo? Esta vez no mato a nadie.
Empecemos. De nuevo.
Capítulo 2
Simone Morrison era la última persona que esperaba ver en la terminal de Berrimah,
en Darwin, dado que su agencia tiene la sede a cuatro mil kilómetros de distancia.
Llevaba Melbourne encima, en forma de un abrigo que era una mezcla ridícula de trenca
y plumas extragrande. Pero, bueno, iba mejor vestida que yo, como siempre. Yo iba
en bermudas y con una camisa de manga corta que me habían vendido en una tienda de
pesca diciéndome que era «transpirable». A ver, siempre he pensado que ese era el
requisito mínimo para cualquier prenda de ropa, no asarte en tu propio jugo, pero
la compré de todos modos. El problema fue que, aun a pesar de que habían anunciado
que el tren «saldría con el sol», yo di por supuesto que el clima tropical del Territorio
del Norte valdría para todas las horas del día, incluido el amanecer.
Y no fue así.
Aunque ya había luz, estábamos en el lado oeste del tren, una serpiente de acero deslizadora
que tapaba todo el horizonte, de modo que quedarse a media asta no le iba a ser suficiente
al sol para darnos calor; tendría que esforzarse un poco más. La única parte de mi
cuerpo que estaba caliente era mi mano derecha —que se me había despellejado durante
los asesinatos del año anterior y solo estaba curada a medias, gracias a un generoso
donativo de mi nalga izquierda—, en la que llevaba un guante acolchado para proteger
mi piel sensible. Visto lo cual, mi atuendo era más adecuado para Jurassic Park que para un viaje en tren, y me vi rogándole al sol que se diera prisa al mismo tiempo
que me corroía la envidia al ver la abrigada bufanda de lana azul que Simone llevaba
al cuello.
Digo que la oficina de Simone está en Melbourne, aunque nunca la he visto: en mi opinión,
el tinglado lo lleva principalmente desde el reservado de un italiano en la ciudad.
Ayudó al chef del restaurante a publicar un libro de cocina que tuvo el éxito suficiente
para granjearle un trabajito en la tele, y la doble recompensa que ella recibió fue
una mesa reservada a perpetuidad y una adicción al alcohol. Cada vez que me deslizaba
sobre el vinilo rojo del banco corrido para sentarme frente a ella, Simone levantaba
el dedo mientras terminaba de escribir un email en su portátil (sus uñas de manicura
claqueteaban con tanta furia sobre el teclado que siempre me apiadaba de la persona
que debía recibir el correo), tomaba un sorbo de su café negro como el alquitrán con
un chorrito de alcohol (una mancha de pintalabios fucsia sobre el borde de la cerámica,
lo que constituía una pista inquietante acerca de los hábitos de limpieza del local,
pues ella siempre se los pinta de rojo) y luego me decía, ignorando olímpicamente
el hecho de que solía ser ella la que me convocaba: «Por favor, dime que traes buenas
noticias». Simone es adicta a las hombreras, el blanqueamiento dental, los suspiros
profundos y los pendientes de aro, no por ese orden.
Dicho esto, no puedo reprocharle nada en cuanto a habilidad se refiere. Nos conocimos
después de firmar yo el contrato de Todos en mi familia han matado a alguien. Me había invitado a comer pidiéndome que llevara el contrato. Me senté en silencio
mientras ella hojeaba las cláusulas, subrayando cosas y murmurando varios sinónimos
distintos de «increíble» antes de acordarse de que yo estaba ahí también, ir a la
última hoja del contrato y decir: «¿Esta es tu firma? ¿Es posible que alguien, no
sé, la haya falsificado por casualidad? ¿Has leído y aceptado —agitó las hojas, arqueó
las cejas— esto?».
Asentí.
—Me sorprende que sepas escribir un libro, porque lo que es leer, no tienes ni idea.
Cobro el quince por ciento.
No supe si era una oferta o un insulto. Volvió a concentrarse en el portátil, de modo
que me di por despedido y con el consabido rechinar de plástico salí del banco corrido
completamente seguro de que no tendría noticias suyas nunca más. Una semana después,
aterrizó en mi buzón un documento en el que se me informaba de que una editorial alemana
había mostrado interés en el libro e incluso que cierta gente quería convertirlo en
una serie de televisión. También había una oferta para un nuevo libro de misterio.
Ficción, esta vez.
Ella no me lo había pedido y yo no había manifestado el menor interés por escribir
una novela; tampoco es que tuviera la menor idea del tema sobre el que hablaría. La
pega es que me pedían que lo escribiera a toda pastilla. Pero lo cierto es que el
anticipo prometido me cegó —era muy superior a lo que me habían pagado anteriormente—,
así que acepté. Además, eso fue lo que razoné entonces, sería agradable dejar de escribir
sobre personas reales que se mataban las unas a las otras.
Evidentemente, me las prometía muy felices.
Sabía que Simone se tomaba muy en serio su trabajo, quizá demasiado y todo, pero siempre
he pensado que, si a los editores les infunde la mitad de miedo que a mí, debería
darme con un canto en los dientes por tenerla de mi parte. Y, desde luego, me había
pasado un par de meses esquivando sus llamadas y mensajes, en los que me pedía que
le adelantara algo de mi novela. Pero seguirme hasta Darwin me pareció una exageración.
En cualquier caso, preguntarle a un escritor qué tal avanza su libro es como señalarle
una marca de pintalabios en el cuello de la camisa. No tiene sentido: nadie contesta
con sinceridad a una pregunta así.
—Bastante bien —dije.
—Muy mal, ¿eh? —contestó ella.
Juliette, que es mi novia y estaba a mi lado en el andén, me apretó el brazo en señal
de compasión.
—La ficción es... más difícil de lo que había imaginado.
—Pues aceptaste el dinero. Aceptamos su dinero, tú y yo. —Simone hurgó en su bolso
como si buscara petróleo, sacó un cigarrillo electrónico y dio una calada—. No devuelvo
las comisiones, ya lo sabes.
La verdad es que no lo sabía.
—Entonces ¿has hecho todo este camino para apretarme las clavijas?
—A ver, no eres el centro del mundo, Ern. —Exhaló una fragante bocanada de arándanos—.
La ocasión la pintan calva. Ahí tienes la respuesta.
—Y qué mejor sitio que este andurrial en medio del desierto para sobrevolar la carroña
—intervino Juliette.
Simone soltó una carcajada perruna que parecía más alegre que ofendida. Le gustaba
que la retaran, solo que a mí me faltaba el coraje para hacerlo. Juliette, en cambio,
siempre le había dado las réplicas combativas que tanto la hacían disfrutar. Simone
se inclinó hacia delante y le dio uno de esos abrazos en los que mantienes al abrazado
a la distancia que te dan los brazos, como si estuvieras sosteniendo a un crío que
hace pis, a lo que añadió un par de besos al aire, sin rozarle las mejillas.
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