Las empresas más osadas han de vivirse con el ánimo más sencillo.
El barón rampante,
Italo Calvino
Primera parte
(1914)
1
Jules About se había sumergido desde la infancia en la industria de su padre, y para
la adolescencia ya era un experto. Aunque entonces comenzó a gastar las mejores horas
del día en la fábrica, todos sabían que no tenía el corazón allí, sino en casa, con
las palomas que criaba. Si le preguntaban a qué se dedicaba, él decía que al terciopelo.
Pero si le preguntaban qué era lo que amaba, se refería a las palomas.
Naturalmente, nadie nunca le preguntaba lo segundo.
En el verano de 1914, al estallar la Gran Guerra, Jules About tenía diecisiete años.
Semanas más tarde, por sus méritos en el campo de la colombofilia, él y su padre fueron
reclutados por el Ejército francés.
Jules About operaba una fábrica de terciopelo y adiestraba palomas. Estaba convencido
de que ambas ocupaciones tenían algo en común.
La textura.
2
El entorno, de gran riqueza ecológica, le permitía a Jules About gozar a plenitud
de su afán desmesurado por la naturaleza. Todo comenzaba con remar. En los ratos libres
solía subirse en un bote y remar río arriba, hasta dejar atrás cualquier rastro de
presencia humana. Entonces se empleaba en el arte de la observación. Montes, flores
o fieras, todo lo miraba y reflexionaba, y todo lo apuntaba y dibujaba en un cuaderno.
El rigor lo había aprendido de los naturalistas a los que admiraba, y era tan estricto
que en cuanto volvía a casa corregía las imperfecciones del lápiz. Su dormitorio estaba
decorado con las rocas y los minerales que recolectaba en largas caminatas por los
campos a las afueras de Amiens.
Pero todo comenzaba con el acto de remar. Entre más se alejaba de casa, mejor podía
hablar consigo mismo. A veces, en las tardes muertas de tedio, solo remaba por remar.
Los canales de los Hortillonnages eran un recurso para despejarse la cabeza. Aparte
de una musculatura formidable, la costumbre del ejercicio le había aportado a sus
diecisiete años cierto sosiego monástico.
La incursión de Jules About en las ciencias de la naturaleza contrarrestaba la otra
mitad de su vida: la operación de la fábrica de su padre.
3
Sucedía por temporadas. En unas lo embestía un ímpetu de labor y progreso que lo hacía
levantarse por la madrugada y partir hacia la fábrica, río abajo, cerca del cementerio.
En el silencio del amanecer, antes de que llegaran los trabajadores, Maurice About
se sentaba en la oficina y se ocupaba en la innovación de diseños textiles y la optimización
de utilidades; pensaba en potenciales clientes, hacía el balance de la solvencia de
la empresa y, si le alcanzaba el tiempo, se ponía a barrer el polvo. Durante la jornada
supervisaba el proceso de producción junto a su hijo Jules, que se encargaba del control
de calidad, y a mediodía, a la hora del almuerzo, Maurice About les dirigía a los
trabajadores unas palabras de aliento.
—Desde luego que esto es un negocio —decía—. Hay ganancias para ustedes y hay ganancias
para mí. Pero lo que nos debe mover no es eso, sino el arte de fabricar terciopelo.
En esa tela hay siglos de tradición de nuestra región. Y en la eficacia de nuestro
trabajo está nuestro legado.
A veces los trabajadores aplaudían y el comedor se llenaba de emoción y compañerismo.
A las pocas semanas de haber iniciado la temporada industriosa del patrón, el rendimiento
de la fábrica alcanzaba un punto máximo. Era como tener las calderas de un barco a
todo vapor. Codo a codo, los trabajadores y Maurice trabajaban como una tripulación
hermanada; atendían las imperfecciones de manufactura y se daban ánimos los unos a
los otros. Las semanas se volvían una sucesión de olas de avance y mejora. El terciopelo
brotaba de las máquinas como un torrente interminable.
Pero meses después, de súbito, el impulso llegaba a su fin y el barco se estrellaba
contra un muro de agotamiento. Al principio Maurice About, convertido de la noche
a la mañana en un hombre de pesimismos, se negaba a salir de la cama y a probar bocado.
Perseguía la oscuridad como si huyera del fuego y se dejaba crecer la barba.
Luego ingresaba a una rutina doméstica repleta de ocio y recuperaba el ánimo poco
a poco. Lo que no se corregía era su desinterés por la fábrica: no volvía a tocar
el tema ni por equivocación.
—Queda prohibida la palabra terciopelo.
Desprendido de toda responsabilidad y hechizado por la calma permanente del islote,
se refugiaba en la lectura de todo tipo de libros, desde tratados de mecánica clásica
hasta novelas contemporáneas. También hallaba refugio en su mujer, Claire, a quien
le reintegraba las atenciones que había omitido durante la temporada de laboriosidad.
Ella estaba acostumbrada al humor pendular de su marido y se divertía con el regreso
a la vida conyugal. Porque, entre otras cosas, el arranque de la temporada en casa
figuraba el redescubrimiento de un amor pasado, como el de dos viejos amantes.
Siempre se habían producido así los arrebatos de Maurice, incluso antes del nacimiento
de su hijo. Cada cierto tiempo se retiraba a casa para dejarse vencer por la ilusión
de vivir en una isla lejana y abandonaba la fábrica a la suerte de los trabajadores.
Las más de las veces el negocio sobrevivía, aunque en sus décadas de historia había
habido casos de hurto, de levantamiento obrero y de incendios. Ahora, en cambio, cuando
a Maurice le daba por ausentarse, Jules se quedaba al frente de la empresa y la producción
seguía mejor que de costumbre.
4
—Los de ese señor no eran ojos, eran lupas —había dicho Jules la tarde en que su padre
terminó de leer, al otro lado de la biblioteca y en el inglés original, la última
página del libro.
Cuando no estaban leyendo, Maurice y su hijo estaban explorando algún campo remoto.
Siempre remaban a contracorriente, alejándose de la ciudad, y averiguaban el recorrido
incalculable de las ramificaciones del Somme. Conquistaban cimas, trepaban árboles
y examinaban cuevas.
En casa, a su regreso, Claire los recibía con una ansiedad genuina por escuchar las
aventuras del día. Como en la juventud había cantado en varios espectáculos, ella
sabía lo que se esperaba de un buen público. A la luz de las velas, la mesa de la
cena se volvía un escenario lleno de exageraciones y risas.
Una mañana en que cosechaba rábanos en la huerta del islote, Maurice About tuvo un
percance que lo condujo al hallazgo del pasatiempo que había de convertirse en su
segunda ocupación. Encorvado sobre la tierra, sintió de pronto una punzada en la espalda
baja que lo hizo aullar de dolor. Como no pudo rectificar su postura, tuvo que esperar
a que los trabajadores de la huerta lo asistieran.
—Vaya manera de recibir los treinta y cinco, cariño —dijo Claire mientras le sobaba
la espalda, al atardecer—. Ahora tienes que buscarte otra actividad. No tolero personal
en baja forma en mi huerta.
Tumbado sobre el pecho y con el rostro enterrado en las sábanas de la cama, Maurice
About se convenció de que era verdad: necesitaba un nuevo pasatiempo. Permaneció horas
sin moverse, con la espalda transfigurada en porcelana, pensando en sus opciones.
Por fin, a medianoche, afectado por una epifanía, levantó la cabeza y se incorporó
de un brinco. Claire, que dormía a un costado, se despertó con el crujido encadenado
de los huesos de su espalda.
—¿Qué pasa? —dijo ella sin abrir los ojos.
—Lo tengo —respondió Maurice—. Voy a criar palomas.
El rumbo de la vida de Jules About, que tenía nueve años y dormía en la habitación
contigua, se había alterado.
5
Lo que había vislumbrado Maurice el día de la punzada era criar palomas mensajeras.
No pensaba en ningún uso práctico; tan solo la idea de tener algo de su propiedad
volando por los cielos picardos le parecía un lujo fascinante. Animado por aprender,
buscó textos y manuales por los medios más competentes a su disposición, pero no pudo
hacerse de ninguno especializado en la materia. Hubo de resignarse con las entradas
de las enciclopedias y con el pasaje bíblico en que el Espíritu Santo desciende a
la tierra. Como muestra de que su interés iba en serio, hizo llamar a un renombrado
colombófilo belga para que lo ayudara a montar el palomar y le revelara los secretos
de la domesticación de la paloma.
Jules no se despegó de su padre durante los días en que el experto visitó el islote.
Juntos aprendieron sobre las distintas razas de palomas y su anatomía, el modo correcto
de alimentarlas y aparearlas, las señales de enfermedad y las curaciones y, lo primordial,
la ciencia del entrenamiento. El experto era un hombre de oraciones contundentes y
claras, y Jules registró en un cuaderno la totalidad de lo que dijo. En general, se
trataba de información muy útil, como la técnica para tratar un ala rota o la forma
de ilustrar la genealogía de las aves. Pero también había datos de insólita naturaleza,
como, por ejemplo, aquel que se le quedó grabado a Jules de por vida: «Todas las especies
de paloma son comestibles».
Antes de partir, el experto les dejó a Maurice y a Jules dos cosas. La primera, una
serie de revistas del club colombófilo al que pertenecía. La segunda, tres palomas
que había llevado desde Bélgica; una era un regalo y las otras dos habían de soltarlas,
en las próximas semanas, para comunicarle su progreso.
Así se iniciaron los About en el deporte, en la pasión de la crianza de palomas. Invirtieron
una meticulosidad artesana en las técnicas de entrenamiento y se apegaron a las recomendaciones.
Al fin y al cabo, el manejo del palomar no debía de variar mucho de la entrega y disciplina
con que se dirigía la fábrica.
A diario liberaban la veintena de palomas, que volaban en círculos sobre el islote.
El primer día en que bajaron del cielo, atendiendo el llamado de una lata con semillas,
Maurice experimentó una explosión de alegría que lo condenaba a trabajar con ellas
hasta la muerte. En cambio, el logro no representó para Jules más satisfacción que
la de apuntar en su cuaderno lo que observaba: se había hecho la silenciosa promesa
de escribir un estudio científico sobre la paloma.
Semanas más tarde, sin embargo, Jules no pudo disimular una clara felicidad cuando
realizó con su padre la primera suelta. En unas canastas de viaje que habían confeccionado,
aislaron a las cinco palomas que juzgaron como las más dóciles y remaron río arriba,
hasta un campo que conocían. Antes de soltarlas, ambos admitieron tener la sensación
de que no volverían a verlas. Las palomas salieron volando en direcciones distintas,
y el batido de las alas sonó como una colección de libros hojeados por el viento.
Al volver a casa, para su sorpresa, las cinco palomas estaban allí. Habían entrado
al palomar por la trampa que les impedía volver a salir y se habían acomodado en las
perchas. Claire, que las había visto llegar, dijo que había sido algo tan natural
como cuando un gato se introduce por la ventana.
6
Por un lado, Maurice seguía profesando una devoción por las palomas que volvían a
casa, y les brindaba a estas un esmero especial. Tras casi una década de afición,
el único uso que les había encontrado era el de recibir mensajes de un primo que vendía
en Cambrai el terciopelo de la familia; de este modo, se despachaban los pedidos.
Con dicha salvedad, la crianza era regocijo puro.
Al cabo de los años, Maurice había llegado al punto en que lo agobiaba la faena de
realizar desplazamientos para soltar a las palomas. Había resuelto buscar a personas
en Amiens que estuvieran por emprender un viaje y les consultaba si estarían dispuestas
a sumar un par de aves a su equipaje. Sin falta ofrecía una gratificación y sin falta
las personas miraban con desconfianza las monedas, incrédulas por que alguien gastara
así el dinero. Maurice les solicitaba que liberaran a las palomas por la mañana, no
sin antes escribir en un papel la hora y el lugar exactos e introducirlo en el cilindro
que llevaban en una pata. El vuelo más largo que había registrado había sido de ochocientos
kilómetros.
Tras llegar a un acuerdo con los viajeros, Maurice no podía pensar en otra cosa más
que en sus aves. Esperaba durante días con inquietud, alerta a la campanilla de la
trampa del palomar; en cuanto la oía, se apresuraba a revisar la condición de las
aves y a deducir la velocidad de su vuelo. Desde hacía mucho tiempo se podía decir
que tenía dos ocupaciones porque ni siquiera en las temporadas de trabajo más arduas
de la fábrica descuidaba las tareas del palomar.
Jules, por otro lado, se encargaba del entrenamiento de las palomas volteadoras y
las de alto vuelo. Había sido él quien se había enterado de su existencia y quien
había organizado las gestiones para trasladarlas al islote desde tierras lejanas.
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