Sumario
Introducción. Una crisis detrás de otra, y cada una más complicada que la anterior: una economía de vértigo
¿Qué está ocurriendo en la economía mundial? El análisis de quienes toman las grandes decisiones
Errores de la teoría convencional
y de los bancos centrales sobre la naturaleza de la inflación y sus remedios
Las causas reales de la inflación actual
Cambio de posición: es inflación y está originada por la
invasión de Ucrania22
El consenso generalizado: un problema principal
y prioritario (la inflación) que se resuelve con subidas
de los tipos de interés27
La inflación va en serio, y eso no es poco, pero ni es
lo que parece ni lo es todo28
Una explicación teórica de la inflación a corto plazo
que ya no puede mantenerse34
Los hechos han refutado la explicación monetarista
de la inflación34
Tesis erróneas y políticas infundadas contra
la inflación38
Evidencias de la inflación que no se tienen en cuenta45
El error interesado se paga: desaciertos flagrantes ante
la inflación actual y sobre la crisis que viene53
La inflación actual se inició tras la pandemia, no con
la invasión de Ucrania58
Los programas de gasto frente a la pandemia: la presión
de la demanda59
Confinamientos, cierres y cuellos de botella: la escasez
de oferta63
El efecto inflacionario de la falta de competencia
y del poder empresarial en los mercados73
Cambio climático: el gran coste de provocarlo,
el alto precio de hacerle frente85
Especulación financiera: matar de hambre sube
los precios89
Sin tratamiento de conjunto, el remedio es peor que
la enfermedad95
Otras respuestas a corto plazo para frenar la inflación
actual104
La Gran Recesión, la COVID-19 o la guerra de Ucrania
no han sido «cisnes negros»110
Cambio climático sin compromiso efectivo para
detenerlo119
Finanzas que devoran el capital productivo125
Globalización ineficiente ante losshocksy el riesgo
en aumento136
El crecimiento explosivo (si no cambia la lógica
del sistema) de la deuda pública y privada143
Desigualdad puesta en cuestión y sociedades sin
apenas contrapesos frente al conflicto148
Problemas estructurales y sistémicos que no admiten
respuestas cortoplacistas ni aisladas155
La economía es un sistema complejo que puede
colapsar160
Las crisis como oportunidad: el caso de la crisis
del petróleo del siglo pasado166
La crisis actual es diferente y más difícil todavía171
¿Adónde vamos y qué hacer?178
1
Introducción. Una crisis detrás de otra, y cada una más complicada que la anterior: una economía de vértigo
¿Qué está ocurriendo en la economía mundial? El análisis de quienes toman las grandes decisiones
Errores de la teoría convencional
y de los bancos centrales sobre la naturaleza de la inflación y sus remedios
Las causas reales de la inflación actual
No sabe qué es peor, un pasado irrecuperable o un presente que lo destruirá si lo observa con demasiada atención. Luego está el futuro. Puro vértigo.
¿Quién no ha tenido la sensación de que la economía actual se desarrolla vertiginosamente, sin darnos apenas un respiro, sin dejarnos disfrutar durante algún tiempo de la placidez que proporcionan los indicadores cuando muestran cifras altas de empleo, deuda contenida, larga vida empresarial, equidad... en lugar de males económicos? ¿No es ya de vértigo la velocidad a la que se nos están presentando las crisis económicas?
En el último cuarto de siglo, es decir, más o menos la tercera parte de la esperanza de vida de los seres humanos que habitamos el planeta, se han producido cuatro crisis globales: la llamada de las empresas puntocom, la financiera de 2007-2008, la provocada por la COVID-19 y la que hemos empezado a vivir ya y que analizamos en este libro.
¿No será de vértigo la vida que le espera a la generación que llegó a la vida adulta alrededor del año 2000, la llamada de losmillennials, si —al paso que vamos— sigue viviendo una crisis de la envergadura de cualquiera de las que acabo de citar cada cuatro o cinco años?
Es un hecho evidente, y sobre el cual no creo que pueda haber controversia alguna, que las crisis económicas, sea cual sea su causa o naturaleza, son cada vez más recurrentes, lo que casi obliga a la inmensa mayoría de la población (aunque no a toda por igual, obviamente) a vivir la actividad económica como esos vaqueros del Oeste norteamericano que se suben sobre caballos o toros salvajes, tratando con todas sus fuerzas o habilidades de no caer al suelo destrozados.
La vida económica se ha convertido en un sobresalto continuo. La estabilidad, la certidumbre, el equilibrio, la permanencia... son valores o situaciones del pasado, y ahora los hogares y las empresas, quienes han de tomar decisiones económicas, deben hacerlo en medio del riesgo continuo y creciente, de la incertidumbre y la inestabilidad. La economía de nuestro tiempo parece condenada a desarrollarse constantemente en la cuerda floja, pendiendo de hilos que se balancean siempre al borde del abismo.
No salimos de una mala situación cuando nos hemos metido ya en la siguiente, y la gente comienza a tener la sensación de que todo esto es una condición inevitable de la vida, un estado más de la naturaleza que no podemos evitar.
Cuando escribo estas líneas y, seguramente, cuando otras personas las estén leyendo publicadas, todo esto que digo se está haciendo evidente. Salimos del traumáticoshockde la COVID-19, que obligó a paralizar una gran parte de la actividad económica, y cuando nos decían que rápidamente recobraríamos la normalidad, nos encontramos sufriendo —casi sin solución de continuidad, inmediatamente— las subidas de precios más altas de los últimos cincuenta o sesenta años. Estamos ante una probabilidad muy elevada de entrar en una nueva crisis global, de consecuencias singularmente difíciles de prever, más difícil todavía de afrontar que la anterior si se tiene en cuenta que se produce en medio de una guerra que afecta a países con armamento nuclear y productores de materias primas que son esenciales para casi todas las economías del planeta, y además con un deterioro ambiental ya insostenible.
Este libro pretende analizar y explicar qué está sucediendo en la economía mundial, y no queda más remedio que hacerlo al mismo tiempo que se escribe. Es todo un reto, quién sabe si demasiado aventurado, si quizá una osadía, para este autor. Desde luego, algo que comporta demasiadas limitaciones, porque no es lo mismo analizar los fenómenos sociales cuando ya han transcurrido, con información suficiente sobre su curso, que hacerlo, como en este caso, al ir produciéndose, con todos los claroscuros, lagunas, vacíos y sombras que suele presentar lo actual al mostrarse por primera vez ante nuestros ojos.
Sin embargo, me parece que vale la pena asumir el riesgo y afrontar sobre la marcha el análisis de lo que está sucediendo, al menos, por tres razones principales.
La primera, porque tengo la convicción de que no estamos ante un simple incidente en los mercados, sino ante una crisis económica que puede tener una gravedad inusitada por su naturaleza novedosa, por la probabilidad de que dé lugar a un fallo sistémico, a un verdadero colapso, si no recibe un tratamiento adecuado, y porque se produce en un contexto geopolítico y estratégico cargado de amenazas y peligros. De ahí, precisamente, el título del libro,Más difícil todavía, que no pretende ser un recurso de marketing ni una frase hecha para llamar la atención en las librerías, sino la pura descripción de lo que va a ser esta nueva crisis.
La segunda razón que me lleva a asumir el riesgo de analizar la economía mundial sobre la marcha, sin red, es que con este libro no pretendo proporcionar necesariamente certidumbres, sino más bien dudas, otras luces, nuevos enfoques y distintas perspectivas de análisis. Mi pretensión no es pontificar ni asegurar, sino abrir las ventanas al pensamiento crítico y al saber que se aleja del simplismo y la linealidad que tan a menudo predominan en el análisis de los asuntos económicos. La inteligencia de un individuo, que es al fin y al cabo lo que trata de cultivar quien escribe libros y lo que se desea encontrar en quien los lee, no se mide por las certezas, sino, como decía Kant, por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar.
La tercera razón que me lleva a escribir un libro sobre fenómenos que no han terminado de perfilarse y que, por tanto, pueden llevarme a cometer errores a la hora de analizarlos se basa en una convicción aún más fuerte que la seguridad intelectual que proporciona pisar sobre tierra firme. Creo que tener buena información, dudar y pensar con nuestra propia cabeza es la mejor forma de estar preparado para hacer frente a una crisis económica que, directa o indirectamente, y de un modo u otro, siempre nos afecta a todas las personas.
Sólo si la ciudadanía conoce bien lo que ocurre a su alrededor, podrá estar en condiciones no sólo de protegerse, sino también de influir con acierto y eficacia en el curso de los acontecimientos, algo que me parece esencial para poder vivir con auténtica libertad y democracia. Naturalmente, nunca pensaría yo que mi análisis pudiera ser decisivo para ello, pero sí creo que algo puede contribuir a ese fin, por muy modestamente que sea, ofreciendo mi particular interpretación de unos hechos que están afectando a la vida y al patrimonio de millones de personas. Creo que es una obligación que debo asumir como profesor y como ciudadano.
Con esta modesta pretensión, en las páginas que siguen voy a tratar de analizar lo que está ocurriendo en la economía internacional como consecuencia de la enorme subida de precios que se viene registrando y que se está queriendo presentar como su problema principal y derivado en exclusiva de la invasión de Ucrania por las tropas rusas. Voy a tratar de mostrar por qué me parece que la inmensa mayoría de los Gobiernos y organismos internacionales están equivocándose en el análisis de este problema y, consecuentemente, en las medidas que están adoptando para tratar de hacerle frente.
Para ello, voy a presentar en primer lugar, y de modo muy sintético, cuál ha sido y está siendo la respuesta a los problemas que se están produciendo (Capítulo 2). Después señalaré los errores que, a mi juicio, se están cometiendo frente a la inflación actual (Capítulo 3) y las causas reales que creo que no se están teniendo en cuenta a la hora de enfrentarse a ella y a sus consecuencias (Capítulo 4). A partir de ahí, trataré de mostrar que la inflación no es, como se quiere hacer creer, ni el problema principal ni el que prioritariamente se debería resolver. En el Capítulo 5 analizaré lo que me parece que hay realmente tras ella y lo que verdaderamente supone el riesgo más importante para la seguridad y la estabilidad de la economía mundial, una serie de fracturas profundas, de problemas estructurales que comportan riesgo sistémico, es decir, la posibilidad de producir una perturbación generalizada que llegue a colapsar la actividad económica.
Finalmente (Capítulo 6) comentaré las consecuencias que tiene que la economía sea un sistema complejo y, por tanto, que cambia o puede colapsar, como cualquier otro de esa naturaleza. Y analizaré la posibilidad de que losshocksque sufrimos a causa de la pandemia, la guerra o la inflación puedan convertirse en una oportunidad para impulsar un cambio de rumbo que proporcione respuesta a esas fracturas, tal y como ocurrió cuando se desencadenó la crisis del petróleo, otro impacto parecido en la década de 1970.
Para terminar, he de señalar que el propósito de este libro es esencialmente divulgativo y por eso está escrito con el lenguaje más sencillo y claro posible. Es un texto que pretende ser ligero, de fácil y rápida lectura, una invitación a introducirse más adelante, si se desea, en análisis más profundos y documentados. En otros libros y en mis manuales he desarrollado mi pensamiento y algunas de las ideas y tesis que presento ahora con más detalle y con referencias bibliográficas. Aquí recurriré tan sólo a las imprescindibles y dejaré también al margen los desarrollos teóricos que no sean del todo necesarios para exponer mi opinión sobre lo que está sucediendo actualmente en la economía.
Como colofón, no me importa volver a decir que soy perfectamente consciente de las limitaciones de un análisis realizado con tanta inmediatez y en tan pocas páginas como las que contiene este libro, escrito prácticamenteen el mismo momentoen que suceden los hechos que se analizan. El tiempo permitirá juzgar el acierto o el error de mis planteamientos o conclusiones y ya he explicado los motivos que me llevan a asumir el compromiso de exponerme de esta manera. En todo caso, y con independencia de cualquiera que sea el veredicto, tendré la satisfacción de haber cumplido con la tarea que Francisco Ayala consideraba que corresponde al verdadero ejercicio intelectual: «No seguir modas, sino encararse con las dificultades de la propia época».
Espero que el ejercicio que he realizado y que ofrezco a quien lea estas páginas sea de utilidad.
Juan Torres López
Sevilla, noviembre de 2022
2
¿Qué está ocurriendo en la economía mundial? El análisis de quienes toman las grandes decisiones
Errores de la teoría convencional
y de los bancos centrales sobre la naturaleza de la inflación y sus remedios
Las causas reales de la inflación actual
Todas las situaciones críticas tienen un relámpago que nos ciega o nos ilumina.
Cuando la pandemia comenzó a dar signos de retroceso y la actividad económica volvió a normalizarse, el debate entre quienes toman las grandes decisiones económicas se centraba en determinar cuál sería la velocidad y la magnitud de la recuperación. Los Gobiernos habían hecho un gran esfuerzo presupuestario, los bancos centrales habían relajado al máximo su política monetaria y los grandes organismos internacionales, que hasta entonces habían defendido la austeridad y el control del gasto, alentaban a seguir impulsándolo para conseguir reactivar la economía lo más pronto posible.
Sin embargo, a lo largo de 2021 comenzó a observarse que la recuperación no iba a ser tan rápida, ni tan fuerte, ni tan extendida como se creía y, además, los precios comenzaron a subir de forma casi generalizada.
La reacción inicial fue no darle demasiada importancia a esto último, considerando que se trataba de una secuela inevitable de los confinamientos, a pesar de que muchos economistas señalábamos que esas subidas de precios y las dificultades de la recuperación indicaban que eran males de fondo que habían empezado a hacerse notar cada vez con más fuerza.
La invasión de Ucrania por el ejército ruso dio la oportunidad a los Gobiernos, los bancos centrales y los grandes organismos internacionales de reconocer que la subida de precios era algo más que un simple reflujo de la pandemia y, a partir de ahí, para darle nueva carta de naturaleza a lo que estaba ocurriendo en la economía internacional.
A mediados de 2022 ya nadie negaba que la inflación había estallado y que se había entrado en una nueva fase crítica, aunque al mismo tiempo se reconocía que sus manifestaciones eran muy diferentes a las que tuvieron las crisis económicas que se han venido registrando, casi sin solución de continuidad, en las últimas décadas.
La tesis que defiendo en este libro es que quienes toman las grandes decisiones económicas se están equivocando una vez más a la hora de prevenir los problemas, de reconocer su naturaleza y, como consecuencia de ello, cuando toman decisiones para tratar de resolverlos.
En este capítulo vamos a mostrar cómo han percibido lo que nos está ocurriendo y qué medidas han tomado.
El diagnóstico inicial: alzas de precios momentáneas que cederán enseguida
Cuando comenzaron a registrarse las subidas de precios, manifestándose así que la salida de la crisis provocada por la COVID-19 no sería tan rápida ni exenta de problemas, hubo una coincidencia total a la hora de quitarle importancia. E incluso a la de asegurar que se trataba de una incidencia que quedaría resuelta en unos pocos meses.
Las declaraciones de los grandes responsables de la doctrina y las decisiones que mueven la economía mundial no dejan lugar a dudas sobre ello.
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Presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Jerome Powell:
Marzo de 2021: se trata de un aumento temporal, se descarta subir los tipos de interés y se espera que «los precios no suban lo suficiente durante el próximo año como para mover las expectativas de inflación por encima del 2 %».
Junio de 2021: «La inflación es transitoria», «Está relacionada con factores temporales» y «Espero que baje en los próximos meses».
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Presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde:
Septiembre de 2021: «La inflación es temporal debida a la pandemia».
Noviembre de 2021: «Es muy improbable que los tipos de interés suban en 2022».
Diciembre de 2021: «La inflación actual es coyuntural. Es como una joroba, y la joroba en algún momento dibuja una curva descendente. Tengo la firme convicción de que la inflación caerá en 2022».
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Economista jefe del Banco Central Europeo, Philip Lane:
Enero de 2022: «La inflación caerá este año y estará por debajo de nuestro objetivo del 2 % en 2023 y 2024».
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Fondo Monetario Internacional:
Octubre de 2021: «Se proyecta que la inflación general llegue a un nivel máximo en los últimos meses de 2021 para luego volver a los niveles registrados antes de la pandemia a mediados de 2022 en la mayoría de las economías».
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Gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos:
Noviembre de 2021: «La inflación será eminentemente temporal y se desvanecerá durante 2022».
Enero de 2022: La inflación en España «se irá moderando en los próximos meses, hasta despedir el año incluso por debajo del 2 %».
Cambio de posición: es inflación y está originada por la invasión de Ucrania
A medida que fueron transcurriendo los meses y los precios fueron aumentando sin cesar, los gobernantes y grandes decisores fueron quedando en entredicho, pues no aparecían circunstancias que pudieran justificar un cambio de opinión para reconocer su error inicial... hasta que se produjo la invasión de Ucrania en febrero de 2022.
Como es lógico, los mercados financieros reaccionaron rápidamente, y también de forma inmediata fueron produciéndose subidas de precios adicionales, sobre todo en la energía y las materias primas producidas por Ucrania y Rusia. A partir de ahí ya cambió el análisis y dejó de afirmarse que se vivía un simple episodio de alza coyuntural de precios en los mercados. Se reconoció que se había desencadenado un proceso inflacionario al que ya debían dar respuesta los bancos centrales, las instituciones a quienes se tiene encomendado garantizar, con plenos poderes, sin límite de recursos y total independencia para actuar, la estabilidad de los precios.
Veamos resumidamente los diferentes diagnósticos que se hicieron de la situación.
Fondo Monetario Internacional
Esta organización, nacida en 1944 con el fin de sostener el sistema monetario y garantizar la estabilidad financiera mundial, recolecta estadísticas, monitorea las actividades económicas de los países miembros y les demanda la adopción de las políticas que considera correctas.
En su informe de julio de este año habla de «desarrollos cada vez más sombríos en 2022» por la coincidencia de variosshocks:
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Inflación superior a la esperada en todo el mundo, especialmente en Estados Unidos y las principales economías europeas, que ha desencadenado condiciones financieras más estrictas (subidas de los tipos de interés).
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Desaceleración del crecimiento económico en China y persistencia del bloqueo en los suministros de componentes procedentes de este último país debidos a los brotes todavía existentes de la COVID-19.
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Efectos negativos de la guerra en Ucrania más fuertes de lo esperado que se manifiestan en mayores costes energéticos y de insumos, baja confianza de los consumidores y lentitud en los procesos de producción.
Como consecuencia de todo ello, dice el informe del FMI, se ralentiza el crecimiento económico, puede haber crisis alimentaria y el riesgo de que se avecine una recesión en las siete economías más grandes del mundo es del 15 %.A pesar de ello, el Fondo estima en ese informe que controlar la inflación debería ser la «primera prioridad» para los responsables de la formulación de políticas, pues «aunque una política monetaria más estricta inevitablemente tendrá costes económicos reales, la demora sólo los exacerbará».
Y para compensar el efecto de esa política monetaria más restrictiva, se propone que haya una política fiscal que amortigüe su impacto negativo en los más vulnerables, que debe financiarse con impuestos más altos o un gasto público más bajo.
Banco Mundial
Este organismo, nacido de la mano del anterior y cuyo fin estatutario es reducir la pobreza mediante préstamos de bajo interés, créditos sin intereses a nivel bancario y apoyos económicos a las naciones en desarrollo, destacaba en su análisis de la economía mundial de 2022 que la guerra estaba provocando un aumento de los precios de los productos básicos, lo que se sumaba a las perturbaciones en los suministros y exacerbaba la inflación, incrementando la inseguridad alimentaria y la pobreza. Y subrayaba que eso había obligado ya a establecer condiciones crediticias más restrictivas que aumentan la vulnerabilidad financiera e intensifican la incertidumbre en materia de políticas económicas. En resumen, el Banco Mundial consideraba que todos éstos eran «efectos secundarios de la invasión de Rusia a Ucrania que están aumentando el ritmo de la desaceleración del crecimiento económico mundial».
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)
Esta organización reúne a los treinta y ocho países más ricos del mundo con el fin de coordinar sus políticas económicas y sociales, y prácticamente menciona los mismos problemas globales que los anteriores informes, aunque quizá subrayaba con mayor intensidad el sufrimiento humano que provocan.
En su informe de perspectivas económicas de 2022, significativamente titulado «El precio de la guerra», afirmaba que «el mundo está pagando un alto precio por la guerra de Rusia contra Ucrania. Estamos ante una catástrofe humanitaria que ha matado a miles de personas y ha obligado a millones a abandonar sus hogares».
En el aspecto económico, la OCDE señalaba que la guerra también ha provocado una crisis del coste de la vida, que afecta a personas de todo el mundo y que, junto con la política china de «COVID cero», ha llevado a la economía mundial a una senda de menor crecimiento y mayor inflación que «no se veía desde la década de 1970». En resumen, la OCDE concluía que la guerra está frenando la recuperación, intensificando las presiones inflacionistas y provocando una crisis del coste de la vida que causará penurias y riesgos de hambruna.
Banco de España
Como expresión del análisis que realizan las autoridades monetarias, elBoletín Económicodel Banco de España correspondiente al segundo trimestre de 2022 señalaba la pérdida de dinamismo de la actividad económica global como consecuencia de diversos factores adversos que interactúan: el repunte de la inflación mundial, el tensionamiento de las condiciones financieras como consecuencia de la «reacción contundente» de los bancos centrales ante la subida de precios y las prolongadas distorsiones de la oferta (bloqueos de suministro e inseguridad en el suministro energético) provocados por los cuellos de botella que genera la guerra de Ucrania.
CaixaBank
En su análisis de coyuntura de septiembre de 2022, Caixabank advertía de la «escalada en la crisis energética sin precedentes» y de un escenario inmediato con menores tasas de crecimiento económico, mayor inflación y un ritmo de subidas de tipos de interés más acelerado, reafirmando lo que señaló en su informe de mayo: «Mientras la invasión de Ucrania no da señales de tregua, los múltiples efectos económicos de la guerra se van sumando».
El informe destacaba que la economía de Estados Unidos se encontraba en el segundo trimestre de este año en recesión técnica (dos trimestres seguidos con caída en la tasa de crecimiento del PIB), a pesar de que otros datos (sobre todo de mercado de trabajo) no parecían indicarlo, y que la segunda economía del mundo, China, se encuentra «seca y estancada».
Gobierno de España
Para finalizar, se puede consultar el «Informe económico y financiero» que se adjunta a los Presupuestos Generales del Estado del Reino de España. Aunque se dedica, lógicamente, a presentar la situación y los problemas que afectan a la economía nacional, en él se muestra que están claramente vinculados con los del conjunto de la economía mundial.
En el informe se caracteriza el contexto europeo e internacional como «especialmente complejo» debido a que elshockde la pandemia y los cuellos de botella de las cadenas globales de suministros se han unido al derivado de la invasión de Ucrania y las tensiones geopolíticas. Se subraya la aceleración «sin precedentes en las últimas décadas» de la inflación, que es consecuencia del alza de los precios de la energía y otras materias primas en los mercados internacionales, es decir, importada. Y de todo ello se prevé la ralentización del crecimiento «a nivel mundial y sobre todo europeo».
El consenso generalizado: un problema principal y prioritario (la inflación) que se resuelve con subidas de los tipos de interés
El rápido resumen que se acaba de hacer permite obtener algunas conclusiones sobre el diagnóstico de la situación de la economía internacional que han hecho los grandes centros del poder político, monetario, financiero o económico, los que prescriben la agenda de las decisiones económicas, las toman ellos mismos o las imponen a los demás. Centros de poder que, a su vez, se nutren y alimentan del pensamiento económico convencional que se cultiva en la academia o institutos y fundaciones dedicadas a la investigación que financian.
1. Ha habido una doble coincidencia en el diagnóstico. Por un lado, al cometer el mismo error de previsión y percepción. Ninguno advirtió de lo que podía acontecer y todos entendieron que se trataba de subidas de precios temporales que no llegarían a ser de gran magnitud. Por otro, todos han coincidido en reconocer que se ha desatado un proceso inflacionario que puede ser grave, originado por la invasión de Ucrania y cuya solución preferente e inmediata debe ser la aplicación de una política monetaria restrictiva que suba los tipos de interés.
2. Aunque esto no se explique en el tipo de documentos que hemos resumido en el epígrafe anterior, se supone que los bancos centrales deben subir los tipos de interés cuando hay subida de precios, porque al hacerlo se encarece el crédito y eso hace que disminuya el consumo de los hogares y la inversión de las empresas. Así se reducirá el gasto (la demanda) y, en consecuencia, bajarán los precios de los bienes de consumo y de capital.
3. La subida de precios que produce inflación se centra, principalmente, en la energía, las materias primas y los alimentos, y se ha acelerado como consecuencia de la invasión de Ucrania.
4. Hay bloqueos en la oferta de bienes (principalmente de capital) como efecto del confinamiento y, sobre todo, de la guerra de Ucrania.
5. La subida de precios y los efectos de la subida de los tipos de interés provocarán aumentos en la vulnerabilidad, pobreza e incluso crisis humanitarias.
6. Para hacer frente a estos últimos problemas y ayudar a los grupos sociales más perjudicados, deben dárseles ayudas, aunque éstas deberán financiarse con más impuestos o menos gasto público.
7. Se prevé una ralentización del crecimiento, aunque sólo se contemplan escenarios de recesión para economías aisladas.
No creo que nadie pueda poner en duda que estos problemas están bien presentes en prácticamente la totalidad de las economías del planeta. Y muy particularmente la inflación y el riesgo de caídas importantes en las tasas de crecimiento de la actividad económica. Sin embargo, la tesis de este libro es que en esos diagnósticos no están todos los elementos que es preciso tomar en consideración para poder hacer frente a la inflación actual y, sobre todo, a otros problemas de mayor calado que se esconden tras ella.
La inflación va en serio, y eso no es poco, pero
ni es lo que parece ni lo es todo
Las subidas de precios de las materias primas y bienes de consumo e industriales son, efectivamente, el problema que más claramente y en primer plano presenta la economía mundial, pues está generalizado prácticamente en todos los países.
Según los datos de la OCDE,los precios de las materias primas se vienen disparando, sobre todo, después de la guerra de Ucrania. Algunos ejemplos muestran la magnitud de esas subidas: trigo 60,1 %, níquel 46,5 %, maíz 23,9 %, platino 21,3 %, paladio 14,8 %, zinc 11,4 %.Son subidas muy importantes, que lógicamente se traducen en costes de aprovisionamiento más elevados para las empresas, que luego los trasladan a los precios industriales y a los de los bienes y servicios que consumen los hogares. Si es que se pueden trasladar, pues miles de esas empresas no tienen capacidad para hacerlo y quedan en situación de extrema fragilidad, como pone de relieve que algunas encuestas indiquen que el riesgo de quiebras empresariales en Europa haya subido del 3 % en enero de 2022 al 21,2 % en agosto de ese mismo año.
Como consecuencia del aumento del precio de las materias primas, subían también los precios industriales, es decir, los de venta a la salida de fábrica, que no incluyen todavía los gastos de transporte y comercialización, ni los impuestos sobre el producto: 46,9 % en Alemania, 47,8 % en Bélgica, 61 % en Dinamarca, 41,8 % en España, 67,7 % en Hungría, 97,4 % en Irlanda, 50,5 % en Italia, 47 % en Países Bajos o el 143,8 % en Turquía.
Y, tras éstos, iban en aumento los precios de los bienes de consumo, que han registrado subidas como las siguientes en los primeros nueve meses de 2022: 7,9 % en Alemania, 78,5 % en Argentina, 11,3 % en Bélgica, 7 % en Canadá, 9 % en España, 8,3 % en Estados Unidos, 23,7 % en Estonia, 15,6 % en Hungría, 9 % en Italia, 21,6 % en Letonia, 14,5 % en Países Bajos, 16,1 % en Polonia, 9,9 % en Reino Unido, 9,8 % en Suecia o el 80,2 % en Turquía, por citar tan sólo algunos casos. En el mes de septiembre de 2022, el índice de precios al consumo fue ya del 10 % para toda la zona euro y, como en casi todos los países, dentro de él destacaban la subida interanual de los precios de la energía (40,8 %) o los alimentos (11,8 %).
A quienes no estén muy habituados a tratar con datos económicos o de precios es posible que esos porcentajes no le digan mucho. Pero seguro que entienden perfectamente que se trata de magnitudes extraordinarias y muy problemáticas si se tiene en cuenta que, en casi todos los países, se trata de los índices más elevados de las últimas décadas (siete en el caso de Alemania en septiembre de 2022).
Los análisis señalan también, y con razón, que el confinamiento produjo un bloqueo prácticamente global de los canales de distribución que ha producido una escasez de materias primas, componentes digitales o incluso de productos acabados en multitud de mercados. No sólo por el obligado cierre de cientos de factorías, sino también porque el sistema logístico mundial, como comentaremos más adelante, se hallaba en tensión ya con anterioridad. Y también porque la pandemia produjo, sobre todo en Estados Unidos, pero igualmente en otras grandes economías, la llamada «renuncia al empleo», que impidió que las empresas distribuidoras contaran con personal suficiente para poner en movimiento millones de contenedores con pedidos de todas las esquinas del globo.
El índice de presión de la cadena de suministro global había detectado una cierta mejora que se vio truncada, según sus autores, a partir de abril de 2022 a causa de las medidas de confinamiento en China y los acontecimientos geopolíticos que están ejerciendo más presión sobre los plazos de entrega y los costes de transporte.
Tampoco creo que haya necesidad de insistir aquí para confirmar la existencia de una impresionante crisis energética provocada por las subidas de precios de antes y después de la invasión de Ucrania (carbón 69,3 %, gas-USA 54,6 % y 26,6 % en Europa, o petróleo 29,1 % tan sólo entre febrero y junio de 2022) y por la incertidumbre e inseguridad en el suministro, sobre todo en los grandes países industriales europeos. Como también es bien conocido a estas alturas que las tasas de crecimiento de la actividad económica se han venido abajo después del impulso, más bien corto o incluso momentáneo, que se produjo a medida que se iba saliendo de la pandemia.
Ahora bien: ¿es la inflación el único y principal problema de la economía mundial?, y aunque lo fuese, ¿lo ha originado realmente la invasión de Ucrania? Y quizá lo más importante: ¿sólo se resuelve con subidas de tipos de interés?
La tesis que voy a desarrollar en este libro es que la inflación que se está registrando en prácticamente toda la economía mundial, siendo un problema grave, no es ni el único ni el más peligroso de los que hoy día amenazan a la economía global.
No se trata, ni mucho menos, de quitarle importancia a las subidas de precios. Son graves y pueden entrañar un peligro cierto de inestabilidad en los mercados, pues generan costes que pueden llegar a ser insoportables para las empresas, disminuyen la capacidad de compra de los hogares, hacen que se dispare la pobreza y la vulnerabilidad, y pueden traer consigo una caída global de la actividad económica si se tratan con subidas de tipos de interés que paralicen la demanda en los mercados o sectores que puedan estar funcionando bien.
Pero reconocer su importancia es una cosa, y equivocarse al no ver lo que hay detrás de la inflación es otra. Y eso puede ocurrir cuando no se percibe bien su naturaleza real como problema complejo, cuando se la simplifica para poder darle una respuesta en apariencia más contundente y eficaz, o más favorable a determinados intereses económicos, o cuando no se detectan bien sus causas y, como consecuencia, no se da respuesta a todos los factores que la desencadenan.
Una cosa es reconocer el peligro que supone la inflación y otra muy distinta aplicarle remedios inadecuados que generan más y mayores problemas que los que se quieren resolver.
Como hemos visto, se ha generado un consenso generalizado que lleva a establecer: primero, que el problema de la economía mundial al que hay que dar prioridad con urgencia es la inflación y, segundo, que la única solución posible para resolverlo es recurrir a que los responsables de la política monetaria suban los tipos de interés, aun asumiendo que eso va a producir costes y daños colaterales que pueden llegar a ser muy dolorosos para la población y lesivos para la propia economía.
Mi parecer es que los economistas, organismos y Gobiernos que defienden esta terapia se están volviendo a equivocar, como lo hicieron en crisis anteriores a la hora de anticiparlas, analizar sus causas y naturaleza, y de darles respuesta.
Veremos a continuación, en el siguiente capítulo, los errores sobre la naturaleza de la inflación que, a mi juicio, impiden percibirla como lo que realmente es y, por tanto, dar una solución adecuada a todos los daños y riesgos que conlleva.
3
Errores de la teoría convencional
y de los bancos centrales sobre la naturaleza de la inflación y sus remedios
Las causas reales de la inflación actual
Los efectos del amor o de la ternura son fugaces,
pero los del error, los de un solo error, no se acaban nunca,
como una cavernícola enfermedad sin remedio.
Como he expuesto en el capítulo anterior, hay un consenso generalizado que señala a la inflación como el principal problema económico actual y que, para frenarla, es inevitable subir los tipos de interés, aun reconociendo que esta medida puede ocasionar una caída de la actividad económica que termine extendiéndose al conjunto de la economía mundial.
Adelanté que este juicio es equivocado y que ponerlo en práctica puede ocasionar males mayores de los que se quieren resolver. En este capítulo voy a exponer, de la manera más sencilla y simplificada posible, los principales argumentos que ponen en evidencia los errores teóricos y de política monetaria que se están cometiendo en relación con la inflación.
Una explicación teórica de la inflación a corto plazo que ya no puede mantenerse
La teoría económica convencional trató de explicar la inflación a corto plazo como un fenómeno producido por el aumento del empleo. Se suponía que, a medida que disminuye la tasa de paro y aumenta el empleo, los salarios también se elevan y eso hace que las empresas trasladen el aumento de los costes a los precios.
La realidad ha demostrado que esa secuencia no se produce actualmente en las economías. Las reformas del mercado de trabajo que se han realizado en las últimas décadas han flexibilizado las relaciones laborales y disminuido mucho el poder de negociación de las clases trabajadoras. Gracias a ello y a la competencia internacional sin cuartel que impuso la globalización, se ha impuesto un régimen general de bajos salarios, a pesar del aumento en el empleo que se haya podido generar.
De hecho, hay una coincidencia generalizada a la hora de señalar que el actual proceso inflacionario, a diferencia de otros anteriores y, en particular, del que se produjo a partir de la década de 1970, no viene acompañado por subidas salariales. Todo lo contrario, en los todavía pocos meses que lleva produciéndose ya ha supuesto una disminución sustancial de los salarios reales en todas las economías. Y los países en donde se han producido las mayores caídas en el desempleo desde principios de 2021 no han sido los que han tenido picos de inflación más grandes.
Los hechos han refutado la explicación monetarista de la inflación
La teoría con la que se explica desde hace décadas la inflación y la política con la que se trata de combatir parten de un principio fundamental establecido por Milton Freedman: «La inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario».
Según esta tesis, los precios suben cuando se produce un aumento de la cantidad de dinero en circulación (la oferta monetaria, en términos de los economistas) y, por tanto, la vía para evitar la inflación es subir su precio, es decir, aumentar los tipos de interés, para que disminuya así la demanda de dinero. Se supone que tipos de interés más elevados encarecen el crédito y, por tanto, que disminuyen el consumo de los hogares y el gasto de inversión de las empresas, realizando ambos menos demanda de bienes de consumo y capital, respectivamente, y aliviando así la presión sobre precios, que terminarán bajando.
Si eso es así, se deduce que lo que hay que hacer para frenar la subida de precios es disponer de una autoridad monetaria que se fije un objetivo de inflación que no deba superarse y que disponga de capacidad efectiva para manejar los tipos de interés al alza o la baja en función de la evolución de los niveles de precios.
Los hechos, sin embargo, han desmentido esta teoría sobre el origen de la inflación en multitud de ocasiones.
Se pudo comprobar que no es eso lo que ocurrió en realidad en la última crisis que empezó en 2007-2008. Entonces, la cantidad de dinero circulante se multiplicó, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea o en Japón, sin que subieran los precios.
En Estados Unidos, donde creció en mucha mayor medida, la llamada «base monetaria» (depósitos de los bancos privados en la Reserva Federal más el dinero legal en manos del público) creció en sólo cuatro meses, de septiembre de 2008 a enero de 2009, en 898.000 millones de dólares, es decir, prácticamente lo mismo que aumentó desde 1940 a 2008. Si la explicación monetarista que soporta la actuación de los bancos centrales fuese cierta, los precios tendrían que haberse disparado hasta cifras astronómicas en ese período y lo cierto fue, sin embargo, que de 2008 a 2010 se produjo deflación en Estados Unidos, es decir, que bajaron los precios (más o menos desde un 4 % anual a finales de 2008 al –2 % a mediados de 2010).
El economista Richard Vague, ejecutivo bancario, inversor e investigador académico, ha estudiado el caso para un período muy largo, desde 1960, y en cuarenta y siete países, cuyo PIB representa el 91 % del mundial. Sus datos tampoco dejan lugar a dudas: el aumento de la oferta de dinero no va necesariamente seguido de subida de precios.
Para demostrarlo, Vague ha definido diferentes escenarios posibles de expansión monetaria (tomando distintas tasas de crecimiento de la oferta monetaria y períodos de tiempo) y los ha relacionado con lo ocurrido en los índices de precios de todas esas economías en el largo período de tiempo estudiado. Lo que se observa en la inmensa mayoría de los casos es que, después de períodos de gran crecimiento de la oferta monetaria, no se han producido episodios o fases de alta inflación, y, por otro lado, que las fases de alta inflación no han estado precedidas, en la gran mayoría de los casos, de incremento de la oferta monetaria. Y eso ha ocurrido en países grandes, medianos o pequeños.
El estudio de Vague demostró, además, que la inflación no es la consecuencia, o no va detrás, de otros fenómenos monetarios concomitantes con el aumento del dinero en circulación. En concreto, ha demostrado que tampoco es cierto que el aumento de la deuda pública, la caída de los tipos de interés o el aumento del balance de los bancos centrales generen inflación. En la gran mayoría de los casos, cuando todo ello se ha producido no ha habido después fases de alta inflación y, cuando ha habido períodos de alta inflación, la mayor parte de las veces no han estado precedidos ni de crecimiento de la deuda pública, ni de caídas en los tipos de interés, ni de aumentos en el balance de los bancos centrales.
No es el único estudio que lo demuestra. El economista jefe del banco francés Natixis, Patrick Artus, también lo ha señalado con total firmeza: hay una «ausencia total de un vínculo entre la base monetaria, la oferta monetaria y los precios (IPC)».En su opinión, la razón es doble y sencilla. Por un lado, gran parte de la base monetaria se compone de depósitos de los bancos que no llegan a la economía real. Por otro, la mayor parte de la demanda de dinero que hoy realizan los sujetos no es para hacer transacciones que puedan subir los precios, sino para adquirir acciones, bienes raíces, bonos o cualquier otro activo financiero. Por tanto, el aumento de la oferta monetaria se traduciría, en todo caso, en una subida del precio de la Bolsa, de los precios inmobiliarios o de los bonos, pero no en un aumento de los precios de los bienes y servicios.
Para comprender por qué un aumento de la cantidad de dinero en circulación no tiene por qué hacer que suban los precios, no hace falta recurrir a una teoría económica complicada. Con algo de sentido común se puede entender fácilmente.
Imaginemos que el banco central crea dinero prestando dinero a los bancos comerciales, pero que ese dinero adicional se queda en la caja de los bancos o en sus depósitos en el banco central. Es obvio que ese aumento del dinero en la economía no tiene por qué afectar a los precios de los bienes y servicios porque, en este caso, no llega a los hogares y empresas.
Supongamos, en otro caso, que los bancos que han recibido esa cantidad de dinero adicional la prestan a hogares y empresas. También es evidente que eso no implica que los precios tengan que subir necesariamente. No subirán, por ejemplo, si hogares y empresas no dedican el crédito recibido a comprar bienes de consumo o capital, es decir, si lo ahorran o lo dedican a amortizar deuda.
Y si, por fin, los hogares y las empresas decidieran consumir o invertir el incremento de dinero circulante, ¿subirían entonces los precios? Desde luego que no si en la economía hay oferta de bienes y servicios suficiente para absorber la demanda.
En resumen, el aumento de la cantidad de dinero circulante sólo produce inflación si, y sólo si, los bancos comerciales que reciben ese dinero adicional lo prestan a hogares y empresas y éstos, en lugar de ahorrarlo o dedicarlo a disminuir su deuda, lo tratan de gastar en consumo o inversión, y además no hay suficiente oferta de bienes y servicios.
Otros estudios han mostrado que la cantidad de dinero circulante y la inflación van de la mano en algunos períodos, pero ni siquiera eso confirma la tesis monetarista. En primer lugar, porque afirmar que los precios suben como consecuencia del aumento de la cantidad de dinero es como decir que se produce una inundación porque aumenta el caudal de agua: es lo mismo. Y, en segundo lugar, porque habría que demostrar algo que en ningún caso lo está: ¿suben los precios porque aumenta la cantidad de dinero o la cantidad de dinero aumenta porque los precios han subido?
La inflación, por tanto, no es un fenómeno monetario siempre y en todo lugar, como decía Friedman y han sostenido los bancos centrales para asumir la política monetaria de tipos de interés como instrumento exclusivo para frenarla.
Es evidente que tiene una dimensión monetaria inevitable, como todo lo que tenga que ver con los precios, pero, como veremos enseguida y muy claramente al analizar la inflación, las subidas de precios tienen mucho más que ver y están principalmente provocadas por lo que ocurra en el lado real de la vida económica.
Tesis erróneas y políticas infundadas
contra la inflación
Lógicamente, para poder imponer una tesis como la que acabamos de exponer, contraria a la evidencia y, como veremos, de efectos benéficos tan sólo para una parte muy reducida de la sociedad, se hizo necesario establecer otra serie de tesis igualmente erróneas que justificaran darle prioridad a la lucha contra la inflación y hacerlo con ese tipo concreto de estrategia monetaria. Vamos a comentar las más importantes y que en mayor medida afectan a la comprensión del proceso inflacionario actual.
La inflación detiene el crecimiento económico
y se acelera siempre que aparece
La primera de esas tesis adicionales consiste en señalar que la inflación frena el crecimiento económico, de modo que si se quiere que éste se produzca y traiga consigo creación de empleo, es imprescindible evitar la subida de precios.
Sin embargo, se ha demostrado que la correlación entre ambos procesos no es ni mucho menos evidente, sino que fue muy débil entre 1961 y 1994, el período en el que las subidas de precios fueron muy fuertes en gran número de países.
Otra amenaza que se ha querido asociar a la inflación es que se acelera inevitablemente una vez se desencadena. Eso justificaría dar prioridad a las políticas deflacionistas mencionadas para cortar las subidas de precios de raíz, aun cuando las subidas de precios estén siendo moderadas y sabiendo que hacerlo así puede ser muy negativo porque se frena la creación de actividad económica y empleo, y se dispara el endeudamiento.
Se trata, sin embargo, de una amenaza que no tiene demasiado fundamento. Los economistas citados en el párrafo anterior sólo encontraron alta probabilidad de que se produzca esa aceleración cuando la inflación pasó del 40 %. Rüdiger Dornbusch y Stanley Fischer concluyeron que sólo unos pocos casos de la inflación que califican de moderada (ente el 15 % y el 30 %, de breve duración y normalmente provocada porshocksen el precio de materias primas) terminan con episodios posteriores de mayor inflación.
La independencia de los bancos centrales es lo que ha permitido que los precios se hayan mantenido estables
Por otra parte, se ha tratado de hacer creer que ha sido la existencia de bancos centrales independientes dedicados a aplicar estas políticas deflacionistas lo que ha logrado que las tasas de inflación hayan sido tan bajas en la mayoría de los países durante los últimos años.
En realidad, es una suposición bastante simplista. Lo que ha ocurrido es, por un lado, que en este período se ha profundizado en una globalización encaminada básicamente a producir a bajo coste y que se han generalizado las políticas de moderación salarial, lo que ha permitido mantener bajos los niveles de precios sin renunciar a los márgenes de beneficio. Esas circunstancias han sido realmente las que han permitido mantener controlada la inflación en las últimas décadas en la gran mayoría de los países. Y, por otro lado, hay que tener en cuenta que, como he señalado antes, las políticas deflacionistas han disminuido la actividad, los ritmos de crecimiento de las economías, lo que ha hecho que apenas haya habido presión de la demanda que hubiera podido elevar los precios. Más bien al contrario, lo que ha ocurrido es que las economías han tenido capacidad productiva ociosa.
No tiene ningún fundamento, por tanto, que los bancos centrales se presenten como los baluartes que han permitido mantener a raya la inflación.
Las expectativas de consumidores y empresas sobre la inflación futura son determinantes en la inflación actual observada
La política monetaria convencional se basa en un principio básico que Ben Bernanke, expresidente de la Reserva Federal, expresó claramente: «Un prerrequisito esencial para controlar la inflación es controlar las expectativas de inflación».
A partir de esa suposición, se defiende la existencia de bancos centrales independientes como las autoridades que, gracias a su rigor y conocimiento, aportan la credibilidad que permite que las expectativas no sean alcistas y, por tanto, que la inflación no se produzca.
Sin embargo, ha sido justamente un economista que trabaja para la Reserva Federal, Jeremy B. Rudd, quien ha realizado una investigación que demuestra que las expectativas de inflación futura de los hogares y las empresas no son un factor determinante clave en la inflación real. En su trabajo decía que «la corriente principal de la economía está repleta de ideas que “todo el mundo sabe” que son ciertas, pero que en realidad son puras tonterías», y que la del papel determinante de las expectativas era una de ellas. En su opinión, «una revisión de la literatura teórica y empírica relevante sugiere que esta creencia se basa en cimientos extremadamente inestables, y [...] adherirse a ella de manera acrítica fácilmente podría conducir a graves errores de política».
Corrobora la idea de Rudd el hecho de que la actual fase inflacionista se haya disparado con expectativas sobre la inflación moderadas y no al alza.
La política monetaria es neutral a largo plazo
sobre la economía real
Se trata de una tesis capital que defienden los bancos centrales y se ha incorporado a todos los modelos teóricos de la macroeconomía convencional que sirven de soporte intelectual para las políticas neoliberales. También la ha expresado claramente Ben Bernanke: «La política monetaria es “neutral”, o casi, a largo plazo, lo que significa que tiene efectos limitados a largo plazo sobre los resultados “reales”».
Es una tesis fundamental porque, si se acepta, se está asumiendo que las decisiones de los bancos centrales son simplemente técnicas y no afectan, como dice Bernanke, a la economía real, que se puede manejar discrecionalmente a través de otras políticas, ahora sí, gubernamentales.
Diversas investigaciones han demostrado, sin embargo, que se trata de una tesis infundada, pues se ha comprobado que la política monetaria sí tiene efectos significativos a largo plazo sobre procesos tan «reales» como el crecimiento potencial y la distribución del ingreso.
La razón es sencilla: tasas de interés más altas reducen el gasto en inversión y, por tanto, la dotación de capital y su productividad, así como la menor demanda reduce también la productividad del trabajo. Con la actividad económica estancada, no hay incentivo para invertir e innovar.
Una investigación para el Banco Mundial que analizó setenta y cinco economías entre 1982 y 2018 comprobó que las recesiones provocaron una pérdida del producto potencial de más del 6 % después de cinco años. Si esas recesiones son provocadas por aumentos de los tipos de interés, como suele ser bastante habitual que ocurra, es por tanto inapelable que también tienen efectos reales, en contra de la tesis de la neutralidad que se defiende para justificar la lucha monetarista contra la inflación.
Las propuestas políticas de los bancos centrales
se basan en la evidencia
Por último, para justificar y legitimar la hegemonía de las ideas que soportan las políticas de los bancos centrales y los grandes organismos internacionales como baluartes contra la inflación, no sólo se desnaturaliza el verdadero problema de la inflación, sino que se confunden sus causas y es demonizado, presentándolo con una gravedad mucho mayor de la que tiene en realidad. Además, se afirma que las políticas deflacionistas que defienden están basadas en estudios rigurosos y en el conocimiento científico.
En mi libroEconomía para no dejarse engañar por los economistasmostré cómo el criterio del 3 % del PIB como límite de los déficits presupuestarios fue una ocurrencia sin fundamento teórico ni científico alguno de dos jóvenes economistas al servicio del Gobierno francés.Lo mismo se podría decir del límite del 2 % de inflación que los principales bancos centrales del mundo tienen establecido como objetivo principal de su política monetaria. El criterio tiene su origen en un comentario improvisado que hizo en televisión el entonces ministro de Finanzas de Nueva Zelanda, Roger Douglas, en 1988. La inflación había bajado del 19 % en aquel país y el periodista le preguntó si estaba satisfecho: «No», respondió Douglas, y agregó que idealmente querría una tasa de inflación de entre 0 % y el 1 %. Ese comentario, explicó más tarde el gobernador del Banco de Nueva Zelanda, Don Brash, los obligó a determinar algún objetivo concreto y lo que hicieron fue añadirle un sesgo al alza y redondear en el 2 %. Otro economista del banco, Michael Reddell, comentó: «No fue despiadadamente científico. Pero una vez que se fijó el objetivo, se tuvo que difundir su evangelio para que la gente pudiera tener en cuenta la cifra del 2 % en sus actividades económicas». Y, poco a poco, la idea de poner un límite concreto se fue poniendo «de moda», pues, como contaría el gobernador Brash, «nos reuníamos en Basilea y en otros lugares y hablábamos de estas cosas».
El límite concreto del 2 % que establecen los bancos centrales no tiene ningún fundamento. Podría haber sido el 1 %, el 3 % o el 4 % y, de hecho, desde hace algún tiempo —en cuanto la inflación se ha convertido en un verdadero problema— se ha abierto un debate que seguramente termine desligando a los bancos centrales de límites cuantitativos fijos, como el del 2 %, a la hora de tomar decisiones tendentes a frenar la subida de precios.
En resumen, lo cierto es que la comprensión teórica de la inflación y la política monetaria que han seguido y siguen los bancos centrales para tratar de frenar la subida de precios no tiene el fundamento científico del que se alardea. Al revés, tal y como ha afirmado Joseph Stiglitz: «Los bancos centrales adoptaron el monetarismo con fervor al final del decenio de 1970 y a comienzos del de 1980, justo cuando los testimonios empíricos estaban desacreditando las teorías en que se basaba».
Evidencias de la inflación que no se tienen
en cuenta
Tratar de combatir la inflación, como están haciendo los bancos centrales ante el brote inflacionario actual, como un problema monetario que se resuelve subiendo el tipo de interés no es el único ni el más grave error de la economía convencional, aunque quizá se pueda considerar el punto de partida de todos los demás.
Para poder justificar esa centralidad, se han asumido tesis que la evidencia también ha demostrado que son tanto o más infundadas que la inicialmente mantenida por Friedman.
Señalaré a continuación las que me parecen más relevantes por su influencia negativa a la hora de dar respuesta a las subidas de precios que se están produciendo en la economía actual.
No se puede combatir la inflación desentendiéndose de los demás problemas económicos
Como he señalado, desde la década de 1970, la ideología económica dominante impuso que la inflación era el principal problema que deberían resolver los Gobiernos, naturalmente con las políticas deflacionistas que acabo de explicar. Otros, como la generación de actividad, el paro, el equilibrio exterior, la deuda y, por supuesto, la equidad... debían pasar a un segundo plano o sencillamente desaparecer del abanico de objetivos de la política económica.
Es verdad que algunos bancos centrales, como la Reserva Federal de Estados Unidos, mantienen todavía el crecimiento y el pleno empleo como objetivos que debe tratar de alcanzar la política monetaria. Sin embargo, en la práctica, la estabilidad de precios es el objetivo que se impone, entre otras cosas, porque es el único sobre el que tienen una competencia directa y ejecutiva. En los bancos centrales de nueva creación, como el europeo, o en los que actualizaron sus estatutos, la política monetaria se desentiende, como he dicho, de cualquier otro objetivo.
La razón de por qué esto es un error parece evidente. ¿Acaso se aceptaría que un médico tratara de salvar sólo un aspecto de la salud de su paciente?, ¿que sólo se ocupara, por ejemplo, de que su corazón funcionase correctamente, despreocupándose del sistema digestivo, pulmonar o de cualquier otro?
La economía, como veremos más adelante con más detalle, también es un sistema, un conjunto de partes interrelacionadas y no tiene sentido «curar» una de ellas dejando que se pudran otras. Por esa razón se dice que combatir la inflación provocando una caída de la actividad económica brutal que genera millones de desempleados, la explosión de la deuda y desequilibrios de todo tipo es como matar al enfermo para bajarle la fiebre. Y eso es justamente lo que han hecho los bancos centrales: en lugar de actuar como facultativos que salvan la vida de una economía enferma, la destrozan para poder comprobar que los precios se han venido abajo. Como señala Stiglitz, «la mayoría de las recesiones de Estados Unidos desde 1945 fueron causadas por frenazos exagerados aplicados por la Reserva Federal».Algo que es extensivo a otras economías y que, con toda seguridad, habrá comenzado ya a manifestarse cuando los lectores tengan este libro en sus manos.
No se puede frenar la inflación sin tener en cuenta que la subida de precios no es igual en todos los bienes y mercados
Cuando se dice que la inflación en una economía es del 10 % anual, por ejemplo, en un determinado momento, lo que se indica es que ésa es la variación que ha registrado un índice promedio de precios en el último año. Dicho de una manera más sencilla, lo que han subido de media los precios de un conjunto de bienes que se toman como representativos respecto al mismo momento del año anterior.
Lógicamente, eso no quiere decir que todos y cada uno de los bienes que se han comprado y vendido en ese período hayan subido en el mismo porcentaje. Unos lo habrán hecho más y otros menos, y eso ocurre así en todas las economías, como reconoce el Banco Central Europeo cuando explica qué es la inflación en su página web: «En una economía de mercado, los precios de los bienes y de los servicios están sujetos a cambios. Algunos aumentan y otros disminuyen».
El hecho de que haya que considerar bienes y servicios de muy diferente naturaleza y con un peso muy diferente en el ingreso de los hogares (no puede significar lo mismo que suba un 10 % el precio de un bien caro, como los automóviles, que el de un bien muy barato, como el pan) obliga a «ponderar» los precios a la hora de calcular su variación. Como dice el Banco Central Europeo: «En el cálculo del aumento medio de los precios, algunos artículos en los que se gasta más —como la electricidad— tienen un peso mayor que otros en los que se gasta menos —como el azúcar o los sellos—. Y las familias tienen hábitos de consumo distintos: algunas disponen de automóvil y comen carne, y otras sólo viajan en transporte público y son vegetarianas. Los hábitos de consumo medios del conjunto de las familias determinan el peso de los distintos bienes y servicios en el cálculo de la inflación».
Por esa razón, cuando se quiere conocer cómo han variado los precios a lo largo de un período, hay que ponderarlos en función de su importancia, una operación no exenta de problemas e imprecisiones que los estadísticos pueden resolver hoy día con cierta precisión, aunque no con una exactitud extrema.
Sin embargo, el problema que tiene la percepción de la economía convencional sobre la inflación no es exactamente ése de la ponderación, sino otros dos que trataré de explicar rápida y claramente.
Es evidente que cualquier medida de promedio (por ejemplo, la riqueza media de un grupo de personas) puede inducirnos a confusión si la diferencia que hay entre la riqueza de cada persona es muy grande. Si calculamos la riqueza media de dos personas que tienen una riqueza de 11 y 7, diremos que la renta promedio es de 9. Es decir, el resultado de sumar la riqueza de cada una (11 + 7) y dividirlo entre 2. Sin embargo, si la riqueza de una de las personas es de 2 y la de la otra, 16, la riqueza promedio será también de 9, un valor medio que no tiene nada que ver con la riqueza real de cada una.
Para evitar la confusión que esa diferencia puede provocar, los estadísticos calculan la llamada desviación estándar, que mide la diferencia entre los registros. Cuando la sabemos, ya podemos tener una idea de hasta qué punto el promedio que hemos calculado refleja la realidad.
Si esa desviación es pequeña (como en el primer ejemplo), podemos despreciarla y utilizar el promedio. Es lo que ocurre cuando se trabaja con la gravedad en los diferentes puntos del planeta: es distinta, pero la diferencia es tan pequeña que puede no tenerse en cuenta. Sin embargo, si la desviación es grande, debemos ponerla sobre la mesa y eso es lo que no hace la economía convencional, los bancos centrales, cuando adopta medidas de política monetaria.
Como viene demostrando desde hace años Jonathan Nitzan para el caso de la economía de Estados Unidos, y tal y como se sabe que ocurre en las demás, hay una gran diferencia en la evolución de todos los precios existentes en la economía; no tener en cuenta esta diferencia ocasiona, como dije, dos problemas muy importantes.
El primero es evidente. Como dice el Banco Central Europeo, «existe inflación cuando se produce un aumento general de los precios, no sólo de artículos individuales», pero la realidad es que, sin poner sobre la mesa la desviación que registran los diferentes precios, ese concepto de «aumento general» puede ser muy equívoco si unos precios están subiendo mucho y otros muy poco. Se trata de un problema de percepción o diagnóstico erróneo que lleva a un segundo de mucha mayor trascendencia práctica: si se toma una misma medida para afectar a los precios de todos los bienes y servicios, es igualmente evidente que se puede estar provocando efectos perversos, por ejemplo, afectando muy poco a los precios que más suben y demasiado a los que suben muy poco.
Veamos un ejemplo actual. Si son los precios de la energía eléctrica los que están subiendo mucho porque los fijan arbitrariamente un pequeño grupo de empresas con gran poder de mercado e influencia política, haciendo así que se dispare el índice general de precios, ¿para qué sirve subir los tipos de interés en toda la economía y deprimir la demanda de otros muchísimos bienes y servicios cuyos precios están subiendo en mucha menor magnitud? Es cierto que se podría contestar diciendo que, al bajar la demanda en todos los mercados y la actividad de toda la economía, habría menos demanda de electricidad y que eso bajará su precio, pero ¿tiene sentido ese destrozo? ¿Es razonable, como dije antes, matar al enfermo para bajarle la fiebre?
La realidad de las subidas de precios en las economías es que nunca se producen de forma homogénea en todos los mercados y bienes y servicios. Por tanto, dar un tratamiento general idéntico a casos que son diferentes no puede resolver el problema.
No se puede combatir la inflación sin tener en cuenta sus aspectos no monetarios y estructurales
Cualquier persona que haya estudiado un poco de economía o consultado algún manual sabe que el problema de la inflación es controvertido y que hay tantas teorías explicativas como corrientes de pensamiento.Pero lo cierto es que en las economías contemporáneas, la tarea de combatirla se le ha encomendado a los bancos centrales y que éstos tratan de frenar las subidas de precios apoyados en la tesis monetarista que he explicado y utilizando como instrumento para ello la variación de los tipos de interés.
Al simplificar de esa manera la naturaleza del proceso inflacionario, sus causas y expresiones, y al utilizar, como acabo de explicar, una política de barrido general que no mete el bisturí allí donde está el tumor, sino que corta por lo sano, lo que está ocurriendo es que se aborda la inflación sin tener presentes los factores reales o estructurales que hacen realmente que suban los precios.
Un ejemplo actual y lamentable de lo primero es la continuada descoordinación entre la política monetaria restrictiva de los bancos centrales cuando han empezado a subir tipos para tratar de frenar las subidas de precios y la política expansiva de los Gobiernos en el mismo contexto ya inflacionario.
En septiembre de 2022, el Banco Central Europeo anunciaba la mayor subida de los tipos de interés de su historia, siguiendo la estela de la Reserva Federal, que lo había hecho antes, y como estaban haciendo también otros bancos centrales, como el de Inglaterra.
Al mismo tiempo, los Gobiernos anunciaban y ponían en marcha planes de gasto público multimillonarios: en Inglaterra, uno de 115.000 millones de euros; en Alemania, otro con ayudas por valor de 95.000 millones, y en Estados Unidos, uno de 433.000 millones de dólares.
Cuando la inflación registraba los mayores niveles de los últimos cuarenta años, la economía internacional se había convertido en el camarote de los hermanos Marx. Por un lado, los bancos centrales trataban de frenar la demanda encareciendo el crédito al subir los tipos de interés. Por otro, los Gobiernos la impulsaban, gastando miles de millones en dar dinero a los hogares y las empresas para que siguieran consumiendo o invirtiendo.
Pongamos un segundo ejemplo no menos significativo.
Aceptemos por un momento que la estrategia de subir los tipos de interés sea eficaz para frenar la subida de precios (por si no hubiese quedado claro hasta aquí, en el siguiente capítulo veremos aún más claramente hasta qué punto esta hipótesis es irreal). Muchos economistas lo creen así porque efectivamente lo fue, sobre todo en la década de 1980 (produciendo, eso sí, una gran recesión y la pérdida de millones de empleos) y por eso reclaman que los bancos centrales den un golpe sobre la mesa subiendo tipos cuanto antes, y aplaudieron cuando por fin lo hicieron. Sin embargo, ¿es comparable el efecto de una subida de tipos en situaciones en las que el nivel de deuda es tan elevado como el actual con la que había entonces, cuando la deuda pública y la privada eran muchísimo más reducidas?
Como vamos a ver en el capítulo siguiente, para poder enfrentarse con éxito a la inflación, es imprescindible, por un lado, tener presente y actuar diferencialmente sobre todos los factores que pueden estar haciendo que suban los precios, y, por otro, contemplar los efectos de la política monetaria no sólo sobre los precios, sino sobre la totalidad de las circunstancias de las que depende el desenvolvimiento de la vida económica.
Se trata, en realidad, de una prevención de sentido común, el que parece que hace tiempo perdieron quienes gobiernan nuestras economías.
La política monetaria no es una cuestión técnica que deba quedar al margen del debate político
Como hemos dicho, el objetivo de conseguir la estabilidad de los precios y la adopción de medidas para alcanzarlo se encomienda, con total independencia, a los bancos centrales como responsables de la política monetaria. Y para justificar que haya una autoridad que puede enmendar la voluntad soberana que expresen los parlamentos, es decir, esencialmente antidemocrática, se recurre a otro mito sin fundamento: afirmar que la política monetaria es un mecanismo objetivo, un conjunto de medidas de naturaleza técnica que no implica decisiones «políticas».
Para ver que, evidentemente, es una tesis insostenible basta con tener en cuenta que se está afirmando que la «política» monetaria no es política y que, por eso, debe quedar al margen de los esquemas en que se resuelven las cuestiones políticas en las democracias, es decir, en función de la voluntad ciudadana mayoritaria.
Pero es insostenible, además, desde otro punto de vista más sustantivo. Si se acepta, como acabamos de ver, que los precios suben porque ha aumentado la cantidad de dinero a consecuencia de un incremento de su demanda, lo que hay que hacer es frenar esta última aumentando el precio del dinero, el tipo de interés, para que disminuya el gasto privado (consumo e inversión) y, al mismo tiempo, reducir el gasto público.
Al hacerlo, se produce una caída de la actividad económica que normalmente vendrá acompañada de un incremento del desempleo, pues habrán bajado las ventas tanto de bienes de consumo como de capital y un gran número de empresas necesitarán, entonces, menos mano de obra.
Esto podría parecer un efecto inevitable que nadie puede desear, pero no es así. El aumento del desempleo disciplina a los trabajadores y los obliga a aceptar condiciones laborales más desfavorables que permiten aumentar los márgenes y el beneficio de las empresas. El paro es, en realidad, algo que puede ser muy deseable para algunos grupos de interés.
Por otro lado, provocar una deflación al subir los tipos de interés con la excusa de frenar la subida de precios puede ser una estrategia muy favorable para algunas empresas, aquellas que tienen clientelas más o menos cautivas, es decir, muy fieles y que, por tanto, no corren el riesgo de perderlas ni siquiera si aumenta el desempleo.
Si, además, se establece que la subida de precios que se trata de combatir con tipos de interés más elevados se ha producido inicialmente por una subida de los costes salariales, se matará un segundo pájaro con el mismo tiro: se podrá imponer la moderación salarial con la promesa de que será la forma de que las empresas se recuperen y vuelvan a aumentar su demanda de empleo.
Y, por si esto fuese poco, resulta que tipos de interés más elevados benefician claramente a los propietarios de dinero y a las grandes empresas que disponen de gran liquidez y a los acreedores, mientras que perjudican a los deudores y a los compradores o inversores con menos recursos.
Resulta, entonces, que la tesis monetarista sobre la inflación y su consecuencia, la subida de tipos de interés para combatirla, sin considerar que pueda tener otras causas, no es sólo un error. O, mejor dicho, es un error que justamente beneficia a un determinado grupo social.
Por ello no es casualidad, sino más bien prueba de ello, que los años o países en que se han adoptado estas políticas deflacionistas hayan sido los que han registrado un aumento más impresionante y extraordinario de la desigualdad. Así se ha puesto de relieve en un buen número de estudios que han mostrado el efecto tan directo que esta política monetaria deflacionista de las últimas décadas ha tenido sobre la distribución de la renta.
No parece, pues, que defender una tesis desacreditada por los hechos para justificar la política económica más poderosa y decisiva sea el fruto de un simple error, consecuencia de la ignorancia o la necedad. En realidad, es la tesis que conviene mantener si lo que se quiere es justificar teóricamente las políticas que producen la mayor concentración de la riqueza y, en consecuencia, del poder de la historia reciente. Un economista tan ortodoxo como James Tobin lo había advertido con toda claridad cuando estas políticas comenzaron a aplicarse: «Sus únicos resultados seguros serán la redistribución de la renta, la riqueza y el poder del Estado a las empresas privadas, de los trabajadores a los capitalistas, y de los pobres a los ricos».
La política monetaria es una política más, como su propio nombre indica, y el hecho de que quede al margen de cualquier evaluación o enmienda ciudadana es una verdadera anomalía de las democracias de nuestro tiempo. La tesis convencional en que se basa la comprensión y la lucha contra la inflación no es un error. O, mejor dicho, podría decirse que es un error inteligente porque, como dijo Cicerón, «no todo error debe calificarse de necedad».
El error interesado se paga: desaciertos flagrantes ante la inflación actual y sobre la crisis que viene
En otros libros he mostrado las consecuencias de que los organismos internacionales, y los bancos centrales en particular, los encargados de hacer frente al problema de la inflación que se nos ha venido encima, hayan mantenido tesis equivocadas sobre los problemas económicos que debieran resolver.
No voy a repetir aquí las declaraciones, textos, informes o los resultados de las investigaciones que muestran sus fallos estrepitosos a la hora de predecir crisis anteriores o los errores de bulto en las respuestas que les dieron, en muchas ocasiones provocando problemas añadidos de mayor gravedad.
Su falta de capacidad para anticiparse a los acontecimientos, a los problemas que deben resolver, es proverbial, podría decirse incluso paradójicamente proporcional a la contundencia y seguridad con las que afirman que sus análisis y propuestas (muchas veces auténticas imposiciones a los gobiernos) son las únicas acertadas.
Basta señalar, como buena prueba de ello, que una oficina independiente de evaluación de Estados Unidos comprobó que el Fondo Monetario Internacional sólo anticipó 15 de las 134 recesiones que se produjeron en el planeta de 1991 a 2001.
Es normal que esto último haya ocurrido. Sería imposible que un médico pueda salvar la vida del enfermo si falla en el diagnóstico, si se equivoca de enfermedad y si tampoco acierta con el remedio que puede curarla. Exactamente lo mismo que le viene ocurriendo a quienes han de tomar las decisiones necesarias para tratar de resolver los grandes problemas económicos de nuestro tiempo.
La mencionada oficina estadounidense de evaluación analizó también la actuación del Fondo Monetario Internacional ante la crisis de 2008 y puso de manifiesto los errores que cometió entonces a la hora de analizarla y de ofrecer soluciones, entre otros: transmitir una «visión idílica de la economía mundial»; no advertir de las vulnerabilidades y los riesgos que provocaron la crisis; haber prestado muy poca atención a problemas fundamentales de las economías; no incorporar las señales de alerta adecuadas; no haber sabido detectar los elementos clave que estaban generando la crisis; haberse equivocado en la evaluación de las políticas económicas necesarias; promover las prácticas financieras (titulización) que luego provocaron la crisis; actuar con retraso; estar afectado por sesgos cognitivos que le impidieron ver la realidad tal cual era (como pensar que «la disciplina de mercado y la autorregulación serían suficientes para evitar problemas graves en las instituciones financieras»); tener en cuenta solamente la información que coincide con sus propias expectativas e ignorar la información que no era incompatible con ellas; utilizar enfoques analíticos y modelos macroeconómicos inadecuados o haber «ignorado o interpretado erróneamente» muchos de los datos disponibles.
Vale la pena volver a mencionarlos porque con semejantes sesgos ideológicos y analíticos es realmente imposible enfrentarse con éxito a los problemas económicos y no hay razones para pensar que hayan desaparecido cuando nos estamos enfrentando a una nueva crisis.
Buena prueba de que persisten es el análisis que han hecho los máximos responsables de la economía mundial cuando comenzó a manifestarse la inflación actual. Como vimos en el segundo capítulo, sus errores de previsión y diagnóstico fueron evidentes y sólo cabe achacarlos a este tipo de sesgos de conocimiento, a las limitaciones que genera partir de tesis que la realidad ha demostrado que están completamente equivocadas y al enfoque simplificador, lineal y simplista de los fenómenos económicos que lleva a no contemplar aspectos de la realidad que son, como veremos más adelante, determinantes de lo que sucede en las economías. La otra alternativa sería que, sabiendo en realidad lo que muchos economistas ya advertían, es decir, que la inflación no iba a ir a menos sino a más, no quisieran señalarlo así para no generar expectativas alcistas para el futuro que pudieran producir un círculo vicioso. Pero esto equivale a decir que las autoridades económicas engañan deliberadamente a la población, a las familias y a las empresas, con los efectos tremendos y de todo tipo que algo así puede ocasionar.
Las autoridades y, sobre todo, los bancos centrales han respondido a la situación inflacionaria actual, tan delicada y con tantos perfiles problemáticos, con el mismo libreto que aplican a cualquier problema que presumen de naturaleza monetaria. Se les podría decir lo mismo que decía Charles Dickens de algunos hombres que «parecen tener sólo una idea y es una lástima que sea equivocada».
Para entender correctamente lo que está pasando y lo que puede ocurrir en la economía mundial es preciso ir más allá de la inflación y, por supuesto, de su simple expresión monetaria. Hay que liberarse de prejuicios y sesgos, extender el enfoque de análisis al conjunto de la realidad, contextualizar y tener presente la totalidad de los factores que influyen en ella, no simplificar, sino ser capaces de descubrir lo complejo e interpretarlo sin reduccionismo.
Trataremos de hacerlo en los siguientes capítulos.
4
Las causas reales de la inflación actual
Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta
y creer que no va a pasar nada.
En el capítulo anterior he afirmado que el saber convencional se vuelve a equivocar cuando considera que el problema principal al que se enfrenta la economía mundial, y que debe combatir con prioridad, es la inflación, sobre todo cuando asume que éste es fundamentalmente un problema monetario que se combate subiendo los tipos de interés y una consecuencia de la guerra de Ucrania.
A mi juicio, la subida de precios tan fuerte y acelerada a la que se enfrentan las economías de casi todo el mundo tiene otras causas añadidas, algunas incluso más influyentes, que es imprescindible tener en cuenta para poder frenarla.
Antes que nada, sin embargo, conviene aclarar un equívoco fundamental: la invasión de Ucrania exacerbó la inflación, pero el proceso inflacionario actual no se ha originado cuando ésta se produjo.
La inflación actual se inició tras la pandemia,
no con la invasión de Ucrania
Cuando se produjo la invasión de Ucrania, muchos líderes políticos y responsables de organismos internacionales que, como hemos visto en el capítulo anterior, habían venido diciendo que la subida de precios era temporal, tuvieron la excusa perfecta para dar un rápido giro en su discurso.
Como no podía ser de otra manera, la invasión produjo unshockque inmediatamente se trasladó a los mercados. Algo completamente normal si se tiene en cuenta que la guerra afectaba a dos países entre los cuales producían el 30 % del trigo, el 20 % del maíz y el 11 % del petróleo de todo el planeta, además de otros recursos naturales y materias de las que depende no sólo una buena parte de la energía que consumen la industria y los hogares de un buen número de países europeos, sino también la producción de multitud de productos industriales dentro y fuera de Europa.
Del impacto de la invasión en los precios puede dar idea, por ejemplo, que el índice del precio mundial de los alimentos que publica la FAO había subido el 28 % en 2020 y el 23 % en 2021, pero sólo en el mes de marzo de 2022 aumentó el 17 %. La guerra tuvo, con carácter inmediato, un efecto acelerador de la inflación innegable.
Sin embargo, eso no puede llevar a creer que la inflación actual se haya originado como consecuencia de la invasión, aunque sea un argumento que haya venido muy bien a los gobernantes y economistas que se equivocaron sobre su importancia cuando comenzó a desencadenarse.
Se puede discutir si la guerra influyó en mayor o menor medida, sobre todo en la subida del precio de la energía y los alimentos no elaborados, pero es una evidencia que la inflación ya se había disparado antes de que se produjese la invasión de Ucrania.
El diarioThe New York Times, como muchos otros medios, titulaba así un artículo un mes antes de que se produjese la invasión: «La inflación ha llegado. Esto es lo que necesita saber»,y las tasas de subidas de precios ya eran las más altas de los últimos treinta o cuarenta años en casi todos los países. En España, concretamente, era del 7,6 % en febrero, cuando Rusia invadió Ucrania, la subida más alta de los últimos treinta y siete años.
Fue a lo largo de 2021, e incluso ya en los dos últimos meses de 2020, cuando terminaron los confinamientos y la actividad volvió a reanudarse, cuando los precios comenzaron a elevarse debido a la coincidencia de diversas causas, y no todas ellas intrínsecamente relacionadas con los efectos de la COVID-19.
Los programas de gasto frente a la pandemia:
la presión de la demanda
Para hacer frente a los efectos de la COVID-19, los Gobiernos pusieron en marcha programas de ayuda y rescate de cuantía extraordinaria, aunque diversa, lógicamente, en función de su desigual potencia económica.
Muchos economistas han querido ver en ese gasto excepcional la causa de la inflación actual, considerando que supuso un gran incremento de demanda que inevitablemente produjo subidas de precios.
A primera vista, la interpretación podría considerarse realista si se tiene en cuenta que las inyecciones de gasto fueron realmente cuantiosas. Aunque las estimaciones son diferentes según las fuentes, se puede dar como aceptable que, entre 2020 y 2021, el gasto adicional supuso el 7,5 % del PIB en Alemania, el 7,1 % en España, el 6,5 % en Francia, el 7,5 % en Italia, el 9,9 % en el Reino Unido y el 21,6 % en Estados Unidos.
Esas masivas inyecciones de liquidez, en forma de ayudas de todo tipo o inversiones en infraestructuras, tuvieron un efecto importante, tanto durante los confinamientos como cuando éstos terminaron.
Durante la pandemia, permitieron que el gasto en consumo no se desplomase, sino que más bien cambiara de pauta, sustituyendo el gasto en servicios por otro en bienes. Algo lógico si se tiene en cuenta que la producción de servicios se paralizó en mucha mayor medida, lo que hizo subir sus precios.
Puesto que, al mismo tiempo, fue inevitable paralizar la producción de un buen número de industrias, se produjeron desajustes entre la demanda y la oferta que tensionaron al alza los precios en muchos mercados desde el primer momento de los encierros. Unas subidas que lógicamente quedaban «disimuladas» en los índices generales de precios gracias a la deflación que se producía en aquellos mercados donde la demanda se había venido abajo.
De hecho, la gran mayoría de los servicios de estadística nacionales y diversas investigaciones han puesto de relieve que es muy posible que los índices de precios al consumo del año 2020 estén infravalorados y que la inflación realmente existente en ese ejercicio debiera haber sido más elevada que la reflejada por los índices.
En los meses posteriores al fin de los confinamientos, el proceso de desajuste entre oferta y demanda se agudizó. Por un lado, porque ya era posible consumir «normalmente» de nuevo, gastando las ayudas recibidas, y, por otro, porque los canales de aprovisionamiento habían quedado muy resentidos, como veremos más adelante.
No cabe duda, pues, de que la masiva inyección de gasto estuvo asociada al desajuste y a la inmediata subida de precios que éste iba a producir. Como también es evidente que las economías habrían sufrido un verdadero colapso si ese gasto no se hubiera realizado.
Lo que no está tan claro, sin embargo, es si fueron las inyecciones de liquidez las que provocaron la subida de precios, es decir, el exceso de demanda, o si fueron los bloqueos en las cadenas de suministro, esto es, la escasez de oferta.
Aparentemente, puede parecer una discusión bizantina, algo así como discutir si el huevo es antes que la gallina o al revés. Pero no es así. Se trata de una discusión muy relevante porque de la respuesta depende el tratamiento de choque que puede hacer que se frene el alza de los precios. Y en este sentido no se puede decir que haya razones que claramente nos permitan afirmar que la causa exclusiva o determinante se encuentra en alguno de los dos focos.
Un estudio de economistas de la Reserva Federal ha mostrado que los países con un gran estímulo fiscal, o con una alta exposición al estímulo extranjero a través del comercio internacional, fueron los que experimentaron estallidos de inflación más fuertes. Justamente, por las razones que se acaban de apuntar: las ayudas mitigaron la caída del consumo de bienes en períodos de confinamiento y lo impulsaron cuando ya hubo mayor movilidad, pero no contribuyeron significativamente a la expansión de la oferta. «En otras palabras, la oferta no se ajustó lo suficientemente rápido para satisfacer el fuerte aumento de la demanda de bienes», concluye el estudio. Y es muy posible que el fuerte aumento en el consumo de bienes en países con un gran apoyo fiscal también pueda haber generado una demanda adicional en otros países, a través de un aumento en la demanda de importaciones, transmitiendo así impulsos inflacionistas.
Sin embargo, el propio estudio reconoce que sus conclusiones no pueden considerarse definitivas porque podría haberse dado el caso de que los países que brindaron un mayor apoyo fiscal hayan sido también los que han sido más afectados por la pandemia y fuese la gravedad de ésta, y no sólo la magnitud del estímulo, lo que estuviera correlacionado positivamente con las mayores tasas de inflación.
De hecho, otras investigaciones han mostrado que es muy significativo que no haya apenas relación entre el nivel de la subida de precios y la magnitud de los estímulos.Mientras que la tasa de inflación es muy pareja en los países de economía más homogénea, la variación en el porcentaje del PIB que dedicaron a ayudas y estímulo fiscal es muy amplia.
Si un estímulo fiscal excesivo fuese realmente la causa de la subida de precios por la vía del exceso de demanda, lo lógico sería que Estados Unidos, donde el gasto supuso casi tres veces más que en los demás países más avanzados, registrase una tasa de inflación también mucho más elevada.
Sin embargo, lo que ha ocurrido, en realidad, es que la inflación llamada «subyacente», es decir, la que se calcula excluyendo los precios más volátiles de la energía y los alimentos, se ha acelerado prácticamente por igual en países con regímenes de estímulo fiscal muy diferentes.
Otro hecho significativo que podría reforzar la idea de que no se ha producido exacta o exclusivamente un exceso de demanda como causa de la subida de los precios es que ésta no se ha acelerado en mayor medida en los países en donde el desempleo ha disminuido más fuertemente en el período en el que se disparó la inflación.
Un análisis de Moody’s Analytics también permite poner en duda que los planes de estímulo hayan sido los desencadenantes de la inflación actual. Según los datos que hizo públicos Mark Zandi, su economista jefe, tan sólo 0,1 puntos porcentuales del 8,5 % de la subida de precios de mayo de 2022 en Estados Unidos corresponderían al impacto del plan de rescate del Gobierno.
Y a todo ello hay que añadir que es evidente que no todos los paquetes de estímulo fiscal fueron destinados a incrementar la renta disponible, y que una buena parte de los recursos recibidos por los hogares aumentaron el ahorro o bien se destinaron a la adquisición de bienes raíces o activos financieros.
En definitiva, aunque resulta inexcusable asumir que se ha producido una presión de la demanda sobre los precios durante y después de la pandemia, hay que reconocer igualmente que ésta no puede haber sido su única causa: porque no se produjo por igual en todos los sectores y porque los datos no muestran nítidamente que haya habido una relación inequívoca entre el gasto fiscal, el aumento de la demanda y la magnitud y la rapidez de las subidas de precios.
Confinamientos, cierres y cuellos de botella:
la escasez de oferta
Cuando estalló la pandemia de la COVID-19 y los Gobiernos comenzaron a imponer confinamientos, multitud de industrias y docenas de miles de empresas de todo el mundo tuvieron que dejar de producir o, en el mejor de los casos, redujeron drásticamente su actividad. Es un hecho que en toda la economía mundial se produjo una escasez prácticamente generalizada de oferta de bienes y servicios, y, como consecuencia de ello, subidas casi inmediatas en el precio de recursos esenciales: el de la madera llegó a subir casi un 400 %, los fletes marítimos un 300 %, la gasolina un 197 % y el petróleo un 147 %, el aluminio el 99 %, el estaño el 89 %, el cobre el 80 %, la colza el 72 %, el maíz el 64 %, el platino el 66 %, el algodón el 50 %... y así muchos otros.
Las causas que provocaron los cuellos de botella y la escasez son, sin embargo, diversas. Unas, de carácter más coyuntural y exclusivamente vinculadas con la pandemia, las comentamos a continuación. Las otras, de naturaleza estructural y que incluso habían comenzado a manifestarse antes, en el siguiente epígrafe.
La política de «cero COVID» en China
La situación fue particularmente extrema en China, dado que a finales de 2019 era la mayor exportadora mundial de mercancías, con un valor casi equivalente al doble de las exportaciones de Estados Unidos, y porque en ese país se impuso una política de «cero COVID» que implicó un cierre mucho más estricto que en otros países.
Según las estimaciones de la compañía de información comercial Dun & Bradstreet, los cierres de actividad afectaron al 90 % de todas las empresas activas en China, que generaban el 50 % del total del empleo y el 48 % del volumen total de ventas para la economía de China.
Los sectores que resultaron principalmente afectados fueron el de servicios personales y de negocios, comercio mayorista, manufacturero, minorista y financiero, todos los cuales tenían una proyección exterior muy fuerte, como es lógico en una economía que representaba casi la quinta parte del PIB mundial y cuyas exportaciones equivalían a algo más del 13 % de las de todo el planeta.
El efecto de la caída de la producción en China sobre el resto del mundo es fácil de imaginar si se tiene en cuenta que, según esa misma encuesta, unas 51.000 empresas de todo el mundo tenían al menos un proveedor directo en Wuhan (desde donde se difundió el coronavirus) y al menos cinco millones tenían uno o más proveedores de segundo nivel (es decir, esencial para producir el producto final) en la región afectada.O que las instalaciones, desde centros de manufactura a almacenes o centros de distribución de mil empresas multinacionales de los sectores automotriz, maquinaria, equipos médicos y de productos de consumo, se encontraban en área de cuarentena.
Otro estudio, en este caso del Institute for Supply Management, reveló que el 75 % de las empresas de Estados Unidos encuestadas experimentaron interrupciones en el suministro como resultado del brote de la COVID-19 y el 57 % registró plazos de entrega más largos por parte de los proveedores chinos.Y, lógicamente, algo muy parecido sucedió en los sectores de todas las economías dedicados a la producción o distribución de bienes y servicios.
Los confinamientos produjeron, por tanto, una escasez generalizada de materias primas elaboradas, productos intermedios y finales, mientras que la demanda, como hemos comentado en el epígrafe anterior, se mantenía o incluso aumentaba en algunos sectores de bienes como consecuencia de la expansión del teletrabajo o el comercio electrónico, que multiplicaron por diez, casi en cuestión de días, los pedidos de envases de cartón, por ejemplo.
De todas formas, la escasez no fue la única perturbación que se produjo en los mercados.
Además de la escasez, pronto comenzaron a manifestarse desacoplamientos en los procesos, bloqueos de rutas, retraso en el transporte, acaparamiento o falta de transparencia. Todo ello llevó al cierre de muchas empresas o a que no pudieran recuperar los niveles de producción ni siquiera cuando la situación volvió a normalizarse. Otras aumentaron sus pedidos excesivamente por prevención mal gestionada, produciendo acaparamiento; y las de logística y transporte se vieron afectadas por los cambios tan imprevistos y rápidos en la oferta y la demanda cuando, además, se manifestó un problema inesperado: la renuncia a volver al empleo de docenas de miles de empleados, justo cuando las economías comenzaban a recobrar el aliento.
La «gran renuncia» al empleo
En octubre de 2021, un informe de la Secretaría de Trabajo de Estados Unidos señaló que 4,3 millones de personas habían renunciado a sus puestos de trabajo en el anterior mes de agosto, lo que suponía que existían más de diez millones de empleos vacantes en todo el país, a pesar de haber 8,5 millones de personas desempleadas. Y algo parecido, aunque en menor magnitud, estaba ocurriendo en los demás países más avanzados.
En el conjunto de los treinta y ocho miembros de la OCDE, había 20 millones de personas empleadas menos que antes del confinamiento y 14 millones habían dejado de considerarse activas, es decir, que ni tenían empleo ni lo buscaban. En Alemania se calculó que existían unos 400.000 empleos vacantes, en Francia 300.000 y en España casi 120.000, un 88 % de ellos en el sector servicios. Y lo mismo estaba ocurriendo en China, Vietnam y otros países asiáticos, donde millones de personas que habían vuelto a sus aldeas cuando se produjo el confinamiento no volvieron a sus empresas.
La explicación de este fenómeno no presenta muchas dudas y sus consecuencias tampoco.
En la etapa de predominio de las políticas de flexibilización de los mercados laborales, se habían conseguido generalizar condiciones de trabajo extenuantes en donde han florecido la ansiedad, el estrés, el agotamiento, el miedo, la frustración y la renuncia creciente a la vida familiar, la crianza y el bienestar en el más amplio sentido. Muy particularmente, en algunos sectores (como el del transporte), y en grupos sociales discriminados por raza o color, o en el caso de las mujeres.
En las décadas de 1960 y 1970 la rotación en los empleos era muy alta. Quien se pudiera encontrar insatisfecho con su puesto de trabajo podía cambiar con la seguridad de encontrar otro, más o menos en las mismas condiciones. Sin embargo, en esta última etapa de pérdida de derechos y bienestar laborales, los trabajadores no han tenido apenas posibilidad de rotar, sencillamente porque las posibilidades de encontrar algo mejor eran mínimas. Con sindicatos debilitados, con la negociación colectiva en entredicho y, sobre todo, con ese ejército de millones de personas necesitadas de emplearse allí donde fuese, se ha podido establecer un modelo laboral en el que o se aceptaba lo que ofrecía la empresa, o se perdía el empleo: en la cola había cientos de personas dispuestas a aceptar cualquier condición de trabajo. De ahí los falsos autónomos, los contratos sin horas determinadas, las horas extraordinarias no pagadas y el incumplimiento generalizado de las leyes laborales.
Y lo que ocurrió fue que el confinamiento transformó la situación, tal y como lo ha descrito muy claramente Tsedal Neeley, investigadora de la Universidad de Harvard: «Hemos cambiado. El trabajo ha cambiado. La forma en que pensamos sobre el tiempo y el espacio ha cambiado».Así lo han confirmado diversas investigaciones y encuestas realizadas en varios países, que muestran claramente que la pandemia ha hecho que millones de trabajadores en todo el mundo rechacen la situación laboral en la que estaban y se replanteen su vida, en especial las condiciones de trabajo. Un informe de McKinsey & Company señalaba, por ejemplo, que una de cada cuatro mujeres en Estados Unidos estaba pensando en cambiar de empleo o en dejar la actividad laboral debido a la COVID-19.
Este fenómeno de renuncia tuvo un efecto inmediato, la generación de enormes cuellos de botella en algunas actividades estratégicas, como el transporte por carretera o la descarga de contenedores, como consecuencia de la falta de personal. Contribuyó decisivamente a producir escasez de oferta, no tanto porque no hubiera trabajadores para producir como por las vacantes en los canales de distribución.
No obstante, en la medida en que no se produjo de manera generalizada en todos los sectores de actividad, no provocó una presión suficiente en los salarios como para que se iniciara el proceso que suele ser el más temido de los procesos inflacionarios: la espiral precios-salarios-precios en el conjunto de la economía. De hecho, como vamos a ver más adelante, lo que se ha producido es un aumento en los márgenes de beneficio empresariales.
Bloqueos en el transporte terrestre y marítimo
Los sectores de actividad con empleos más duros o incómodos y de condiciones precarias fueron, lógicamente, donde se manifestó en mayor medida la renuncia a volver a trabajar, entre ellos, concretamente los del transporte o apoyo a la movilidad de mercancías, como la descarga de los contenedores en los puertos marítimos.
Una encuesta a más de mil quinientos operadores comerciales de transporte por carretera en veinticinco países de América, Asia y Europa descubrió que la escasez de conductores de camiones aumentó en todas las regiones en 2021, excepto en Eurasia.
En Europa, las vacantes aumentaron un 42 % de 2020 a 2021 (425.000 en total; 71.000 en Rumania, 80.000 en Polonia y Alemania, y 100.000 en el Reino Unido). En México, el desabastecimiento aumentó en un 30 % (54.000 vacantes), en China un 140 % (1,8 millones).Y en Estados Unidos se calcula que faltaban unos 80.000 en 2021.
El transporte marítimo sufrió también bloqueos muy importantes, tanto por la falta de personal de descarga de contenedores en muchos puertos como por la crisis general del sistema logístico global, que ya habían comenzado a manifestarse antes de la pandemia, como veremos en el capítulo siguiente.
Los barcos portacontenedores literalmente se amontonaban en las entradas de los puertos, donde tenían que hacer cola para lograr ser descargados y luego vueltos a cargar.
Y esa situación no sólo se produjo durante los meses de confinamiento o inmediatamente posteriores, sino que se alargó hasta que, por otras razones, la invasión de Ucrania agravó las condiciones de aprovisionamiento global.
En los primeros días de diciembre de 2021, todavía había, tan sólo en los puertos de Los Angeles y Long Beach (Estados Unidos), noventa y seis barcos esperando en alta mar para descargar y otros treinta y uno en los atracaderos de la terminal. En total, ciento veintisiete, lo que significa, dicho de otra manera, que había casi un millón de contenedores esperando para ser transportados (968.722). Si se tiene en cuenta que la medida de valor de cada uno de éstos fue de 43.899 dólares en 2020, resulta que sólo en esos dos puertos había mercancías pendientes de distribución por un total aproximado de 42.526 millones de dólares. El número de barcos en espera en esos dos puertos había aumentado un 70 % desde el mes de septiembre anteriory eso hizo que el tiempo que tardaba un contenedor en entregar la mercancía entre China y Estados Unidos aumentase en más de un 80 %.
El problema adicional de esos «atascos» impresionantes es que podían dar lugar a un efecto paradójico aún peor. Puesto que los días para volver a cargar los barcos en puerto podían alargarse tanto como los de espera para vaciarlos, podría no ser rentable esperar, de modo que muchos grandes cargueros hacían las rutas de vuelta vacíos, contribuyendo así al desajuste comercial.
Estos bloqueos han tenido un doble efecto alcista sobre los precios. Por un lado, es lógico que haya impulsado su subida como resultado del desajuste en la oferta y la demanda que se producía, pero también por otra razón algo más sutil. Una buena parte de los productos de consumo más sofisticados necesita un elevadísimo número de piezas y componentes cuya provisión, como veremos en el capítulo siguiente, se había hecho depender de su coste, adquiriéndose allí donde eran más baratos, con independencia de la distancia, puesto que se podían compensar ampliamente los costes de transporte.
Un solo automóvil, por ejemplo, necesita hoy día de más de mil microchips. Cuando el aprovisionamiento de éstos comenzó a fallar y las piezas escaseaban, los fabricantes debieron decidir en qué modelos utilizaban las disponibles y, lógicamente, eso hizo que se diera prioridad a las que proporcionan un margen más elevado, los más caros. Una decisión que se traduce inmediatamente en índices de precios más elevados.
Respuestas y reajustes empresariales inadecuados
Cuando comenzaron a producirse la escasez, los cuellos de botella en el transporte y los desajustes entre la oferta y la demanda, muchas empresas trataron de responder rápidamente modificando su política de aprovisionamiento para evitar riesgos, pero eso exacerbó en muchos casos los desajustes. Sobre todo, porque comenzaron a realizarse pedidos por anticipado, lo que provocó una ineficiente acumulación de inventarios que contribuyó a aumentar la presión sobre los precios.
El caso de los grandes grupos distribuidores de Estados Unidos es muy significativo y posiblemente extensible a otros países. Amazon aumentó sus inventarios un 46,7 % en el primer trimestre de 2022, respecto al mismo de 2021, mientras que sus ventas sólo subieron un 7,58 %; Walmart un 32,01 % y un 3,97 %; Target un 43,12 % y un 3,98 %.
La mala decisión tuvo que ver, además, no sólo con el acople adecuado entre los inventarios necesarios para hacer frente a las ventas efectivas, sino también con el tipo de bienes. Casi todos los grupos de distribución habían acumulado inventarios en bienes duraderos (muebles, artículos para el hogar y electrodomésticos, materiales de construcción y equipos de jardinería...), sin percatarse de que su demanda comenzaba a disminuir a lo largo de la segunda mitad del 2021. Y así se ha pasado de una situación de ventas que no se podían realizar por no disponer de inventarios a inventarios inflados que no se habían podido vender.
Lo que los mayoristas creyeron que sería un cambio duradero en la pauta de consumo (compras de ropa deportiva, televisores, ordenadores, muebles...), que los llevó a multiplicar sus inventarios, subiendo precios en el camino, casi ha resultado ser flor de un día y los consumidores han vuelto antes de lo previsto al consumo de servicios, o sencillamente han disminuido sus compras cuando la inflación ha reducido su ingreso disponible.
Aunque esta mala decisión ha tenido un efecto deflacionista sobre los precios que se ha traducido (sobre todo en Estados Unidos, aunque no sólo allí) en una amplia política de rebajas para poder dar salida a los inventarios acumulados, ha provocado, sin embargo, otra presión al alza sobre el precio del transporte.
Las causas no inmediatas de la escasez de oferta
y las condiciones estructurales que desencadenan
la inflación
Para finalizar esta rápida consideración de las circunstancias que han provocado escasez de oferta, contribuyendo así a la subida de precios, hay que señalar que no es realista considerar que se haya producido tan sólo como efecto de la pandemia.
Es evidente que esta última produjo unshockde envergadura inusitada y una paralización de la actividad económica posiblemente sin parangón en tiempos de paz. Pero sin necesidad de quitarle importancia al efecto de lo extraordinario, es fundamental tener presente que todos los factores que hemos mencionado produjeron un efecto tan decisivo sobre los mercados, y concretamente sobre los precios, porque están estrechamente vinculados, a su vez, a otras circunstancias de carácter no tan inmediato, como la difusión global de la COVID-19.
Cabe señalar, en primer lugar, que una buena parte del daño económico que produjo la pandemia tuvo que ver con la escasa inversión previa en los mecanismos, procesos o instituciones que pueden proporcionar seguridad y algo de certidumbre al sistema.
Como es sabido, fueron bastantes los informes previos que habían señalado que la difusión de un coronavirus constituía un riesgo global con muchas probabilidades de producirse. Sin embargo, es obvio que no se tuvieron en cuenta y que eso obligó a enfrentarse a la pandemia como si se tratase de un evento impredecible, cuando en realidad no lo es.
En segundo lugar, no se puede soslayar que el debilitamiento que habían sufrido en las últimas décadas los sistemas públicos de salud y todos los servicios públicos obligó a soportar sobrecostes desde el primer momento, bien como consecuencia de la escasez de recursos, o bien por la necesidad de recurrir a los más caros sistemas privados de provisión.
En tercer lugar, hay que tener igualmente en cuenta que la renuncia al empleo de millones de trabajadores no fue realmente una expresión de escasez de trabajo, sino más bien de derechos laborales. Los transportistas, por ejemplo, que tanto se echaban en falta para poner en movimiento las mercancías y acabar con los cuellos de botella, renunciaban en masa cuando los sistemas de pago (por distancia recorrida) o las condiciones de prestación de los servicios, en lugar de generar incentivos para aumentar la oferta de trabajo, constituían frenos para que aumentara cuando un incremento de la demanda lo precisaba, una muestra de que una flexibilización extrema de las relaciones laborales puede pasar de ser una fuente de ingresos a convertirse en un riesgo efectivo de colapso laboral.
Finalmente, es fundamental considerar que los problemas de aprovisionamiento y los fallos del sistema logístico global no se iniciaron en la pandemia, sino que venían de antes, también como consecuencia de la exacerbación de estrategias de desregulación y sometimiento a lógicas de carácter financiero que imprimió la globalización de la economía en las últimas décadas, tal y como veremos más adelante.
Algo parecido podría decirse también en relación con los excesos de demanda que analizamos en el epígrafe anterior.
Es cierto que se manifestaron inmediatamente cuando los confinamientos produjeron cambios en la pauta de consumo y los Gobiernos proporcionaron las ayudas. Pero también debería pensarse que debe existir algún otro factor añadido a la pandemia que pueda explicar fenómenos en principio tan inexplicables como los errores de cálculo que hemos comentado de las empresas de distribución más potentes del mundo, las que se supone que mejor conocen la demanda de los productos que venden, o las erráticas estrategias de empleo o de políticas de productividad de las empresas durante y después de los encierros. O el hecho de que, a pesar de que todos los análisis señalaban que la vacunación generalizada era el obligado paso previo para volver a la normalidad, se dejó que prevalecieran lógicas nacionalistas y el interés privado a la hora de proporcionarlas a la población, lo que supuso también un evidente sobrecoste y dilapidación de recursos.
Estas consideraciones son las que obligan a contemplar los problemas económicos actuales y, en particular, el de la inflación que estamos analizando, no sólo en su expresión más inmediata, en nuestro caso, como efectos directos de la pandemia o de la guerra de Ucrania, sino en su contexto. Es lo que haremos en el siguiente capítulo, aunque antes hemos de seguir analizando otro tipo de circunstancias que, a mi juicio, explican también la inflación actual.
Me refiero a desencadenantes de las subidas actuales de precios que podríamos denominar estructurales porque, si bien es cierto que se han manifestado con especial dureza con la pandemia, responden a condiciones de la actividad económica que se venían dando con anterioridad. A continuación analizamos tres de ellos que me parece que son los que están teniendo un mayor efecto alcista: el incremento de la concentración en los mercados y, consiguientemente, del poder de grupos cada vez más reducidos de grandes empresas; la generalización de la especulación financiera, y, por último, el coste que lleva consigo el deterioro del medioambiente, y el precio tan alto que hay que pagar para evitarlo.
El efecto inflacionario de la falta de competencia y del poder empresarial en los mercados
La subida de precios que se viene produciendo desde que comenzó a salirse de la pandemia está producida, en una buena medida, porque en los mercados no predomina la competencia, sino que están dominados por empresas con poder suficiente para manipularlos y así aumentar continuamente sus márgenes. Algunos ejemplos de sectores o recursos afectados por las subidas de precios de la crisis actual son bien elocuentes. Siete de los grandes armadores de contenedores controlan el 75 % del mercado y más o menos lo mismo ocurre en otros sectores cruciales: dos empresas controlan el 75 % del comercio mundial de granos y cuatro, el 80 % del comercio mundial de alimentos o el 95 % del mercado mundial de semillas comerciales.
En concreto, la falta de competencia ha tenido un efecto especialmente relevante, por no decir que decisivo, en tres ámbitos que vamos a analizar a continuación: los precios del transporte marítimo y de la energía, y el aumento de los beneficios de las empresas.
Ineficiencia y manipulación de tarifas en el «alma del comercio mundial»
El transporte por mar es conocido como el «alma del comercio mundial» porque es el principal modo de transporte de las mercancías (mueve el 80 % del comercio internacional) y porque constituye el elemento que vertebra las redes y canales globales de aprovisionamiento. Cuando se paraliza o sufre cuellos de botella, como señalamos más arriba, produce escasez, que es normal que se traduzca casi inmediatamente en subidas de precios. Y esto último fue lo que ocurrió durante y después de la pandemia: el tiempo de espera de llegada de los barcos pasó de dos días en el primer trimestre de 2020 a doce en el último trimestre de 2021; el porcentaje de los que llegaban puntuales bajó del 62 % antes de los confinamientos al 32 % a finales de 2021,y el coste de enviar un contenedor en las rutas comerciales transoceánicas del mundo se multiplicó por siete en los dieciocho meses posteriores a marzo de 2020.
Diversas investigaciones han tratado de cuantificar el efecto de las interrupciones que puede sufrir y las conclusiones son bastante coincidentes.
El Fondo Monetario Internacional estudió lo ocurrido en 143 países durante los últimos treinta años y comprobó que la inflación aumenta en aproximadamente 0,7 puntos porcentuales cuando se duplican las tarifas y que sus efectos inflacionistas se mantienen hasta unos dieciocho meses después de haberse producido. En concreto, estimó que el aumento de los costes de envío registrado en 2021 podría aumentar la inflación en alrededor de 1,5 puntos porcentuales en 2022.Se trata, por tanto, de un efecto inflacionista directo, potente y duradero que tiene una buena parte de su origen en la dinámica seguida por el sector durante los últimos años.
El transporte marítimo de contenedores se generalizó a partir de la década de 1960, lográndose así una mayor eficiencia y costes más bajos, que se tradujeron en una reducción de los precios. Pero fue a partir del año 2000 cuando comenzó a darse un proceso de concentración basado en la utilización de barcos gigantescos que multiplicaron su capacidad de carga.
Actualmente, sólo diez líneas de transportes de contenedores representan el 85 % de la capacidad de envío y cinco operadores controlan el 75 % del transporte. Y no sólo eso, sino que la legislación ha estado permitiendo que se constituyan alianzas entre todos ellos, de modo que las tres mayores (2M, Ocean Alliance y The Alliance) controlan, según la OCDE, el 80 % de toda la capacidad mundial de buques portacontenedores (frente al 30 % de 2011) y el 95 % de las rutas comerciales Este-Oeste.
A eso hay que añadir que, gracias a sus acuerdos y sinergias, han ido tomando el control de otras actividades del sistema de logística y del transporte en general, o incluso del gobierno de las terminales portuarias. El enorme poder que han acumulado es lo que les ha permitido conseguir que las autoridades reguladoras de la Unión Europea hayan prorrogado en 2020 —justo cuando se estaban produciendo los incrementos de precios de las tarifas— el privilegio del que disfrutan al quedar exentas del cumplimiento de las directivas de defensa de la competencia, para poder seguir actuando como un auténtico monopoliode facto. Al permitir que los operadores lleguen a acuerdos para gestionar conjuntamente las flotas y establecer las condiciones de mercados, han sido las propias autoridades quienes han creado un monopoliode factoen el transporte marítimo. Y, por tanto, lo que ha favorecido el aumento de precios.
Supuestamente, esa carrera por disponer de barcos cada vez más grandes debería haber producido una reducción de costes y precios, pero, en realidad, las alianzas han generado una gran ineficiencia, como se puso de manifiesto ya antes de la pandemia.
En el informe del Foro Internacional del Transporte de la OCDE que se acaba de citar, se señalaba, entre otras cosas, que el aumento del tamaño de los megabuques que transportan contenedores ya no suponía un ahorro de costes, sino que encarecía el transporte y que generaba riesgos para la cadena de suministros.
La concentración del comercio mundial de mercancías en este tipo de buques ha traído como consecuencia que se hayan roto los flujos de carga en los puertos porque la secuencia de llegada de los barcos es más irregular, obliga a una carga o descarga muy intensiva, y a estar más tiempo en puerto o esperando a poder cargar o descargar.
Al tener un control prácticamente total del mercado, las tres alianzas que lo dominan no basan su estrategia de beneficio en maximizar la fluidez del tráfico, sino en disponer de mayor capacidad de negociación a la hora de fijar las tarifas. Eso es lo que ha hecho que en los últimos años se hayan reajustado constantemente las líneas para orientarse hacia los puertos de mayor volumen, generando desabastecimiento en otros, o que se multipliquen las suspensiones de salidas o de paradas en puertos. Además, para compensar la demanda reducida de bienes y servicios durante el período de la pandemia, las líneas navieras han recurrido cada vez más a la cancelación de salidas en sus servicios regulares de línea, omitiendo puertos o reduciendo el número de escalas, ejerciendo así una nueva presión sobre las cadenas de suministro globales.
El sistema actual de transporte marítimo con barcos gigantescos que transportan miles de contenedores no sólo genera esa ineficiencia, sino que, además, ha sido insensible al riesgo, de modo que ha carecido de respuesta ante el estallido de una crisis como la de la pandemia que alteró las pautas de oferta y demanda. Si es un sistema que ya de por sí genera cuellos de botella en la normalidad, con mucha más razón los va a provocar cuando se produce un momento de crisis.
Entre otras cosas, porque el sistema de megabuques no dispone de incentivos para disminuir los bloqueos. Normalmente, hay establecidas tarifas por demora o detención que obligan a pagar precios adicionales a las alianzas si se retrasa la entrada o salida de los puertos, de modo que las grandes empresas obtienen beneficios extraordinarios por esta razón cuando se producen los grandes atascos de buques. En 2021, la industria global de transporte marítimo registró beneficios por valor de 160.000 millones de dólares, cifra cinco veces superior a la de todo el período de 2010 a 2020.Eso supone que sus márgenes operativos (el porcentaje de beneficios sobre ventas) pasó del 3,7 % antes de la pandemia al 56 % actual. Estos incrementos no pueden explicarse sino porque las empresas que controlan el mercado se han comportado, tal y como el propio Gobierno de Estados Unidos denunció, como «cárteles» o grupos que fijan coordinada y artificialmente los precios.
Precios de la electricidad: oligopolios, privilegios
y precios abusivos
Como es sabido, a medida que las economías fueron recuperándose tras la pandemia el precio de la energía, y más concretamente el de la electricidad, comenzó a aumentar hasta suponer una parte importante de la subida general de los precios.
En España, del 1 de enero de 2021 a la misma fecha de 2022, el precio medio del megawatio/hora casi se multiplicó por 3,5 y, en algunos días punta, llegó a ser 8 veces superior al de principio del año. Y también aumentó su peso en el índice general de precios al consumo, desde más o menos el 30 % en los primeros meses de 2021 a casi el 45 % un año después. En el conjunto de la Unión Europea, los precios al consumidor de electricidad, gas y otros combustibles aumentaron un 25 % entre diciembre de 2020 y diciembre de 2021.
Las circunstancias que han hecho que el precio de la luz se dispare en todos los países europeos son de doble naturaleza. Unas son coyunturales, como el encarecimiento del gas que incide en los precios de producción de la energía que usa esa fuente o la subida del precio de los bonos de CO2que han de comprar las empresas que contaminan.
Pero ambas circunstancias coyunturales no tendrían por qué producir un impacto tan grande como el que están causando en el precio final de la luz si no fuese por una serie de condiciones estructurales que falsean la competencia en el mercado que la Unión Europea ha ido imponiendo desde 1987.
Ese año entró en vigor el Acta Única con el fin de crear un mercado único europeo, un objetivo que lógicamente debería extenderse también al eléctrico.
Siguiendo los mismos principios neoliberales del Acta, las primeras medidas en materia de energía eléctrica (1996) se orientaron a dar un mayor protagonismo a las empresas y los mercados, limitar la intervención estatal y conceder más libertad para que las empresas crearan nuevas instalaciones, accedieran a las redes comerciales y tomaran posiciones en los mercados transnacionales.
Se pretendía, según se decía entonces, que la normativa europea (traducida en una segunda Directiva en 2000) consolidase un mercado eléctrico de libre competencia que proporcionara producción óptima, precio competitivo y un incremento del intercambio entre las diferentes naciones que impulsara el crecimiento económico, el empleo y el desarrollo de las mejores tecnologías de producción eléctrica.
A partir de ahí, todas las medidas que ha venido adoptando la Unión Europea en relación con el mercado eléctrico, y por tanto con incidencia sobre el precio de la luz, se derivan de la asunción de ese principio básico: el mercado en el que actúan la oferta y la demanda de energía eléctrica es de libre competencia y lo único que deben hacer los Gobiernos es velar para que siempre se den «condiciones de competencia equitativas» y normas aplicadas a las empresas eléctricas transparentes, proporcionadas y no discriminatorias (Directiva UE 2019/944, art. 3.4). Para ello, se obliga a los Estados a que garanticen que los precios se formarán en función de la oferta y la demanda, y que las normas del mercado alentarán su libre formación (Reglamento UE2019/943, art. 3). Y, finalmente, se establece que el precio mayorista (el que se paga a las empresas productoras) se fije siempre según el principio de «precios marginales», lo que significa que todas las ofertas realizadas tendrán el mismo precio y que éste será el de la última, es decir, el de la más cara.
La experiencia ha demostrado que esa mal llamada liberalización del sector eléctrico ha estado basada en cuatro grandes supuestos que son falsos.
En primer lugar, es falso que la luz sea un bien como cualquier otro y, por tanto, que pueda ser suministrado y comprado óptimamente, con eficiencia, recurriendo tan sólo a un mercado, por muy de libre competencia que sea. La luz, por el contrario, es un bien de primera necesidad para empresas y hogares, y su provisión no puede quedar supeditada a los vaivenes de los mercados que simplemente buscan proporcionar beneficio privado. Además, la luz no se puede almacenar, como otros bienes, y no tiene sentido que cada empresa productora invierta y construya su propia red de transporte. Es, por el contrario, lo que los economistas llamamos un monopolio natural. Algo, como no puede ser de otro modo, que funciona en condiciones y con resultados radicalmente distintos a los que proporcionan mercados donde predomine la competencia.
En segundo lugar, es también falso que los mercados eléctricos de los países europeos sean de libre competencia. Cualquier persona mínimamente informada sabe que en ellos hay oligopolios, es decir, grupos de tres, cuatro o cinco grandes empresas que se lo reparten y controlan. En España cinco empresas eléctricas controlan el 90 % de la producción y distribución. En Francia, dos empresas controlan prácticamente la totalidad de los mercados de electricidad y gas.
En tercer lugar, se ha comprobado que no es posible que un mercado oligopolista en el que se da cada día más poder a las grandes empresas, se limitan los contrapesos estatales y donde no hay una auténtica política energética común pueda tender al equilibrio territorial y a la convergencia que favorezca el comercio transnacional a los mejores precios en todos los territorios.
Finalmente, también se ha comprobado que el sistema de precio marginalista no ha podido dar lugar a un precio estable y de competencia, como decían las autoridades europeas, porque se ha dejado que las empresas del oligopolio manipulen los mercados y el precio. Esto lo pueden hacer cuando se integran verticalmente, como ocurrede factoen Europa. Al hacerlo, se venden y compran a sí mismas, y de esa manera fijan cantidades y precios para restringir la oferta si les conviene o para elevar los precios. Se ha podido demostrar, por ejemplo, que las caídas de los precios mayoristas se transmiten débilmente a los consumidores mientras que sus aumentos se les repercuten total y sistemáticamente.
Este sistema marginalista de fijación del precio tampoco ha incentivado, como se decía que iba a ocurrir, la entrada de nuevas empresas de tecnologías más baratas (renovables). Sin una política pública que favorezca las inversiones y que no dependa de los intereses y el poder de las empresas que ya dominan el mercado, las ya establecidas no van a permitir que aparezcan sus competidoras.
Las consecuencias de los «errores» de la Unión Europea que llevaron a dictar normas basadas en estas falsedades eran previsibles y la experiencia las ha mostrado con plena evidencia: la mayor inseguridad en el suministro, el debilitamiento de las redes, el aumento en el coste del transporte, la sobrecapacidad en muchos casos y el no haber contribuido como hubiera sido necesario a la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero.Y en cuanto al mercado en general, no sólo se han mantenido los oligopolios nacionales colusivos (es decir, que se ponen de acuerdo y en realidad no compiten), sino que, además, se ha favorecido la aparición de otros de escala europea, no se ha generado el desarrollo esperado de las transacciones entre naciones y ha aumentado la dependencia de fuentes exteriores, algo que ha llegado a ser especialmente gravoso cuando alguna se encarecía, como ocurriera con el gas, o cuando se ha producido un evento extraordinario como la guerra de Ucrania.
Y a todo esto hay que añadir, por supuesto, no sólo la subida de los precios de la luz en toda Europa en los últimos veinte años de mayor libertad de acción para los oligopolios, sino también que sea más difícil actuar contra ella. La carencia de una política común de desarrollo de las energías renovables ha impedido frenar la subida del precio de la luz cuando se encarecen las tecnologías más caras, como ha venido sucediendo, por una razón o por otra, desde el final de la pandemia.
Lo que sí ha ocurrido es que el sistema marginalista se ha convertido en una fuente de beneficios extraordinarios («caídos del cielo») para las empresas de los oligopolios que ofertan las energías de menor coste de producción, encareciendo así la factura final de los consumidores.
Los precios elevados de la luz y su incidencia en los índices generales es el resultado, por tanto, de una política europea que desmanteló un sistema de provisión pública que funcionaba más que razonablemente bien por oligopolios privados que no comportan competencia sino privilegios.
La presunción que guio a las autoridades europeas para establecer este sistema es tan ilusa que cuesta trabajo creer que realmente se creyera verdaderamente en lo que se decía. Como hemos señalado, se suponía que el sistema marginalista no era de temer, desde el punto de vista del precio final, porque si alguna energía se encarecía demasiado, se harían más rentables otras más baratas que la sustituirían. Un razonamiento iluso porque es obvio que si eso pudiera producirse sería, en todo caso, a medio o largo plazo. A corto plazo, como ha ocurrido tras la pandemia, la tarifa marginalista dispara el precio porque es materialmente imposible construir nuevas centrales de un día para otro. Incluso tampoco es fácil creer que ese efecto se produzca a medio o largo plazo si la entrada de nuevas empresas más baratas se deja a la simple mano del mercado. Por un lado, porque se precisan inversiones iniciales muy fuertes que difícilmente se pueden llevar a cabo sin políticas públicas adecuadas. Y, por otro, porque ese efecto previsto de bajada de precio es justamente un factor que desmotiva las inversiones a largo plazo.
Y por si esa política errónea de la Unión Europea no fuese bastante, se ha llevado a cabo otra igualmente equivocada que también aumenta innecesariamente los costes de producción eléctrica.
Como he dicho, se parte de la base de que el mercado es de libre competencia y que, por tanto, si se encarece un bien o materia prima, se utiliza otro.
Para contribuir a que se produjese ese efecto se crearon los llamados bonos de carbono, unos títulos que han de adquirir las empresas productoras más contaminantes y que, al encarecer el coste de su producción, se suponía que iban a incentivar la entrada de nuevas tecnologías más baratas. Con el fin de que ese incentivo funcionara a pleno rendimiento, la Unión Europea ha llevado a cabo una estrategia orientada a subir su precio y los ha convertido en instrumentos financieros, dando pie así a que los fondos de inversión alteren el mercado con sus maniobras puramente especulativas, encareciéndolos constantemente. Y como la Unión Europea permite que las empresas contaminantes que han de comprar esos bonos trasladen su coste al precio, el resultado es que no se produce el efecto incentivo deseado, sino una factura más cara para las empresas productivas y los hogares.
La inflación como tapadera: incremento de márgenes y beneficios extraordinarios
Los precios se están disparando también porque un gran número de empresas disfrutan de poder en los mercados para aumentar sus márgenes, es decir, la diferencia entre los beneficios y las ventas al poder aumentar los precios sin perder clientela. Eso es lo que venía ocurriendo desde la década de 1990y lo que ha ocurrido en concreto durante la pandemia, como demuestran los datos de diversos informes, entre ellos el del Banco Central Europeo.
Un estudio de la revistaFortuneha mostrado que los márgenes de beneficio de aproximadamente la mitad de los veintiocho fabricantes de alimentos y bienes de consumo que figuran en su lista de las mayores quinientas empresas de Estados Unidos han aumentado en comparación con los niveles previos a la pandemia, y lo mismo ocurre en prácticamente todos los sectores de actividad.