Introducción
Desde su aparición, el Homo sapiens organiza rituales funerarios y graba en las paredes de las cuevas escenas simbólicas
que sugieren una forma de religiosidad relacionada con la naturaleza. Desde hace más
de 5.000 años, todas las civilizaciones se han construido alrededor de creencias y
prácticas religiosas. Aunque la religión ha retrocedido con fuerza en Europa a lo
largo de los dos últimos siglos, la humanidad cuenta en nuestros días con más de 6.000
millones de personas que reivindican una adhesión religiosa, mientras que en Occidente
estamos asistiendo a la emergencia de nuevas búsquedas espirituales individuales que
muestran que la necesidad de sentido y de sacralidad todavía persiste.
¿Por qué el ser humano es el único animal que ritualiza la muerte? ¿El único que construye
edificios para rendir culto a fuerzas invisibles? ¿El único que organiza su vida en
función de creencias en un más allá o en entidades superiores? ¿El único que ha desarrollado
un pensamiento simbólico y un lenguaje abstracto, y ha inventado grandes mitos y relatos
colectivos? De la misma manera que es un animal político, el ser humano es un animal
espiritual y religioso.
Como las palabras pueden tener significados diferentes según los autores que las utilizan,
es indispensable que empiece por definir lo que entiendo por religión, espiritualidad,
creencia sagrada, inmanencia, trascendencia, etcétera.
¿Qué es la religión? La palabra religión, religio en latín, podría venir del verbo relegere, 'recoger, observar, escrutar con cuidado': se observa escrupulosa y atentamente
una experiencia interior o una enseñanza recibida. Pero la palabra religio también podría proceder del verbo religare, 'unir, crear un vínculo entre los seres humanos' y, en este caso, asegurar la cohesión
de un grupo alrededor de creencias, prácticas y valores comunes. Estas etimologías
describen bastante bien las dos dimensiones esenciales de la religión: su dimensión
interior y su dimensión social. La sociología, puesto que se interesa por la vida
en sociedad, siempre ha privilegiado una definición colectiva del fenómeno religioso.
El fundador de la sociología, Émile Durkheim (1858-1917), definió la religión como
«un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas» que favorecen
la integración y la regulación social.1 Señalemos que Durkheim no relaciona el concepto de sagrado con la experiencia individual
del misterio, sino con su dimensión cultural: es sagrado lo que un grupo humano define
como tal y considera aparte para distinguirlo de lo profano. Todavía en nuestros días,
la socióloga Danièle Hervieu-Léger define la religión como «cualquier forma de creer
que se justifica por completo por la inscripción que reivindica en una tradición creyente».2
Estas definiciones funcionales de la religión señalan acertadamente la dimensión colectiva
del fenómeno religioso, pero no califican el contenido de la religión. Con estas definiciones,
se puede decir que toda creencia colectiva, o todo lo que reviste un carácter sagrado
para un grupo de individuos, es de naturaleza religiosa. Así que el nacionalismo,
el deporte, la música e incluso la ciencia pueden considerarse como religiones, desde
el momento en que revisten un carácter sagrado para una colectividad, lo cual a veces
ocurre. Por lo tanto, el campo religioso se diluye en una comprensión puramente funcional
en la que cualquier creencia y sacralidad colectiva puede calificarse de religiosa.
Por ello, me parece necesario, como ya recomendaba el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920),
definir la religión no sólo por su función (crear un vínculo social alrededor de una
forma cualquiera de creencia o de sacralidad), sino también por su contenido: la experiencia
o la creencia en un mundo suprasensible o en unas fuerzas sobrenaturales.
Por otra parte, señalemos que algunos individuos pueden creer en fuerzas invisibles
o en un mundo suprasensible sin necesariamente estar vinculados a un grupo o insertarse
en una tradición. ¿Cómo se calificarían entonces estas creencias solitarias?
Para esclarecer estas cuestiones esenciales, partiré de lo que me parece que es lo
más universal: la emoción ante el misterio del mundo y la interrogación sobre el enigma
de la existencia. ¿Cómo calificar esta experiencia emocional y este cuestionamiento
sobre el sentido? Dos palabras me parecen muy adecuadas: espiritualidad y sagrado. Dado que es un homínido dotado de un espíritu (Homo spiritus), se puede decir del Homo sapiens que es un Homo spiritualis: un ser humano espiritual. Esta dimensión espiritual, que es singular en él, ha conducido
al ser humano a desarrollar una racionalidad particular, capaz de la abstracción y
de la simbolización, y a hacerse preguntas sobre el misterio del mundo y el enigma
de la existencia. También lo ha conducido a tener una experiencia fundamental, la
de lo sagrado. En efecto, siguiendo al filósofo y especialista de las religiones alemán
Rudolf Otto (1869-1937), entiendo por «sagrado» la experiencia íntima y conmovedora
que puede tener todo ser humano ante la belleza y el misterio de la vida y del mundo.
Esta experiencia, como demuestra Otto, es una mezcla de embeleso y temor, de amor
y terror ante esta inmensidad cósmica que nos supera y nos engloba. Añadiré que el
sentimiento de lo sagrado nace también de la conciencia de nuestra finitud y de la
experiencia de la muerte de nuestros allegados. Si el Homosapiens, desde su aparición, ha ritualizado la muerte es porque ha tenido la sensación de
encontrarse frente a un acontecimiento de una gran importancia y porque no ha podido
abandonar los restos mortales de los difuntos sin proceder a unos ritos simbólicos
potentes. Éstos ponen de manifiesto el carácter sagrado de este momento doloroso,
angustioso y enigmático durante el cual nos interrogamos sobre nuestra finitud y sobre
un eventual futuro post mortem del alma.
El sentimiento íntimo de lo sagrado es, sin duda, el origen de las religiones, pero
puede muy bien existir en personas ateas o que no se adhieren a ningún dogma religioso.
Albert Einstein lo reflejó con claridad en Mi visión del mundo: «El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental,
la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no la conoce, quien no puede asombrarse
ni maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido».3
Si bien la dimensión espiritual del ser humano puede conducirlo a experimentar esta
vivencia íntima y universal de lo sagrado, también puede llevarlo a tener la experiencia
o a creer en fuerzas invisibles suprasensibles. Por lo tanto, es necesario distinguir
a los que tienen una experiencia espiritual sin creer en un mundo suprasensible o
en la inmortalidad del alma, de los que tienen esta misma experiencia íntima y a la
vez piensan que existe un mundo suprasensible y que el alma es inmortal. Estas dos
concepciones filosóficas existen desde hace varios milenios: calificaremos a la primera
de «materialista» y a la segunda de «espiritualista». Por ejemplo, en la Antigüedad,
Platón puede calificarse de pensador espiritualista, puesto que cree en la existencia
de la inmortalidad del alma y de un mundo divino invisible; y Epicuro de pensador
materialista, puesto que no cree en ello..., lo cual no le impide ser eminentemente
espiritual. En nuestros días, el filósofo francés André Comte-Sponville también ha
recordado muy bien el hecho de que existe una espiritualidad laica, e incluso atea,
y que no hay que reducir la espiritualidad (y yo añadiría la experiencia de lo sagrado)
a su dimensión espiritualista o religiosa.
Las definiciones que aporto permiten evitar estas confusiones y explicar la gran diversidad
de las búsquedas espirituales contemporáneas, en cuyo seno se observan diferentes
tipos de experiencias y creencias, individuales o colectivas, que abogan, o no, por
la existencia de un mundo invisible y en virtud de las cuales se cree, o no, en una
vida después de la muerte. Por lo tanto, algunas de ellas se podrán calificar de materialistas
o de espiritualistas... y de religiosas, cuando estas experiencias espiritualistas
se inscriban en una tradición o una dimensión colectiva.
En suma, el Homo sapiens es un animal espiritual susceptible de tener una experiencia íntima de lo sagrado,
la cual puede inscribirse en una filosofía materialista o espiritualista. Y, en este
último caso, podrá calificarse de religiosa si se inscribe en un colectivo o remite
a una tradición. Lo inicial y universal es la espiritualidad y el sentido de lo sagrado.
La concepción espiritualista, aunque está muy extendida, ya la comparten menos individuos.
Por último, definiremos la religión como el fenómeno cultural y social que reúne a
todos los individuos que comparten una concepción espiritualista del mundo.
También conviene definir los términos de trascendencia e inmanencia. Los utilizaré en esta obra como dos dimensiones de las corrientes espiritualistas
del mundo. El trascendentalismo se define como una concepción dualista del mundo,
una separación ontológica entre lo divino (que está más allá de todo) y la creación.
Es típicamente el caso del judaísmo, el cristianismo y el islam. A la inversa, el
inmanentismo se basa en la idea de la presencia de lo divino, de fuerzas invisibles
o de lo absoluto en el propio mundo (a través de las nociones de alma del mundo, de
espíritus de la naturaleza, de mediaciones, de brahman, de naturaleza de Buda, etc.). Es el caso del animismo, del estoicismo, de la mayoría
de las espiritualidades orientales y de las corrientes esotéricas. La religiosidad
mística pertenece al trascendentalismo, mientras que el inmanentismo corresponde a
un enfoque de sabiduría o esotérico. Sin olvidar que, en un gran número de situaciones,
existen escenarios que incluyen trascendencia e inmanencia: Dios es a la vez exterior
y trascendente al mundo, y está presente en él a través de sus energías (como ocurre
en el caso de la filosofía neoplatónica, la espiritualidad de la naturaleza de Francisco
de Asís, la cábala, la sofiología de los ortodoxos rusos, el panenteísmo de Whitehead,
etcétera).
El último punto importante que conviene precisar es el de la creencia. A menudo se
tiene tendencia a equiparar la creencia a la religión o a la espiritualidad. Nada
más falso, por dos razones. La primera es que el «creer» es una función afectiva y
cognitiva del Homosapiens, que supera ampliamente el marco de las religiones. Los psicólogos han demostrado
que el niño «cree» que sus padres son buenos y que esta creencia es lo que le permite
apegarse a ellos y crecer. Con mucha frecuencia, también son creencias profanas las
que sirven de base a los vínculos sociales en nuestras sociedades modernas, y creemos
en lo que nos dice la ciencia sobre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño
sin haberlo demostrado nosotros mismos. En suma, el creer está por todas partes y,
si hubiera querido centrarme en una historia de las creencias, habría tenido que escribir
una breve historia de la humanidad, lo que Yuval Noah Harari ha hecho muy bien en
su destacable Sapiens, demostrando que las creencias, ya sean religiosas, ya sean profanas, son, desde
siempre, la base de nuestra vida colectiva. La segunda razón, como acabo de evocar,
y como veremos pronto, es que la espiritualidad se basa primero y ante todo en una
experiencia íntima, la de lo sagrado. Este sentimiento de lo sagrado es lo que ha
conducido a los humanos a elaborar las creencias espiritualistas más diversas, que
se han convertido en dogmas en las grandes religiones monoteístas. Reducir la espiritualidad,
o lo sagrado, a creencias es amputarle su fundamento y limitarla a su dimensión religiosa.
Por lo tanto, mi discurso no se centra, de entrada, en las creencias en general, sino
en la búsqueda espiritual, lo sagrado y las creencias en fuerzas sobrenaturales o
en un mundo invisible, que han adquirido a lo largo de la historia formas muy variadas:
desde los chamanes de la prehistoria hasta las nuevas búsquedas de sentido contemporáneas,
pasando por los grandes caminos espirituales, esotéricos y religiosos de Oriente y
Occidente, o por la persistencia del animismo, la magia y la relación con los muertos
en toda la superficie del globo. Esta odisea de lo sagrado, constituida por experiencias
y creencias, es lo que quiero contar aquí.
Esta obra está dividida en dos grandes partes: la primera cuenta la gran aventura
espiritual de la humanidad desde la prehistoria hasta nuestros días. En ella muestro,
sobre todo —y es la tesis central de este libro—, cómo se transforman el sentimiento
de lo sagrado y la religiosidad, en correlación con las convulsiones del modo de vida
de los humanos.
Como veremos pronto, es muy difícil datar el comienzo de esta aventura espiritual.
Tenemos pocos indicios sobre lo que podrían ser los primeros rastros de un sentimiento
de lo sagrado o de una religiosidad durante el Paleolítico —la aparición de las sepulturas
o el arte parietal, por ejemplo—, aunque es muy probable que nuestros lejanos antepasados
creyeran en fuerzas invisibles de la naturaleza. Un primer gran punto de inflexión
tuvo lugar durante el paso del Paleolítico al Neolítico, cuando el Homosapiens abandona su forma de vida nómada para sedentarizarse. En este momento, los humanos
se apartaron progresivamente de los espíritus de la naturaleza, con los que se comunicaban,
para rendir culto a los antepasados y después a los dioses y las diosas de la ciudad.
Un segundo momento se produce con la invención de la escritura y la formación de las
civilizaciones, y ve surgir las grandes religiones politeístas antiguas con la llegada
de los códigos morales y del patriarcado, así como la aparición de los rituales de
sacrificio, los relatos míticos y la distinción entre un mundo sagrado y un mundo
profano.
Después viene, hacia la mitad del primer milenio antes de nuestra era, lo que el filósofo
alemán Karl Jaspers llama la «era axial de la humanidad», durante la cual se produce,
en el corazón de la mayoría de las grandes civilizaciones, una auténtica revolución
espiritual, ligada al desarrollo de la conciencia individual y la razón crítica en
el seno de las capas cultas de la población: Upanishads, jainismo y budismo en la India; confucianismo y taoísmo en China; grandes escuelas
de sabiduría filosófica en Grecia; zoroastrismo en Persia y profetas de Israel, hasta,
mucho más tarde, Jesús y Mahoma en Oriente Próximo.
Para terminar, el último gran giro histórico fue el de la modernidad a partir del
Renacimiento, que trastorna progresivamente las formas de vida de los seres humanos
a medida que progresan la individualización, la globalización del mundo y el espíritu
crítico, de donde surgirán la ciencia, el capitalismo y un nuevo auge tecnológico.
Estas últimas conmociones tienen un efecto decisivo sobre la espiritualidad y la religión:
secularización, atomización del creer, espiritualidad a la carta, pero también reacciones
religiosas identitarias y nuevas búsquedas de certezas. Por último, nos preguntaremos,
como conclusión de esta obra, si la humanidad no estará viviendo un quinto gran momento
crucial, con la crisis ecológica y la alteración de nuestras formas de vida debido
a la aparición de la tecnología digital, la inteligencia artificial y el transhumanismo.
¿Cuáles pueden ser las consecuencias de esta nueva revolución cultural y social sobre
nuestra manera de concebir y vivir lo sagrado?
En la segunda parte, nos plantearemos la pregunta esencial: ¿por qué el Homo sapiens es el único animal que ha desarrollado esta dimensión espiritual y religiosa?
Estudiaremos en un primer momento el punto de vista de las diversas corrientes espirituales
y religiosas, y después veremos los argumentos de la crítica materialista moderna
a través de los pensamientos de Feuerbach, Nietzsche, Comte, Marx y Freud, que denuncian
la ilusión religiosa y la alienación que provoca. Después, observaremos cómo ciertos
intelectuales del siglo xx, como Jung, Bergson o Frankl, han intentado rehabilitar la concepción espiritualista
y la experiencia espiritual, demostrando su carácter universal y experiencial. Finalmente,
nos centraremos en los últimos descubrimientos de la psicología cognitiva y las neurociencias,
para ver lo que nos enseñan sobre la relación entre nuestro cerebro y las creencias
o experiencias espirituales y religiosas.
Este libro es el fruto de treinta y cinco años de investigaciones en filosofía, sociología
e historia de las religiones. En efecto, desde mi tesis de doctorado titulada La Rencontre du bouddhisme et de l'Occident [La confluencia del budismo y Occidente], iniciada en 1988, no he dejado de profundizar
en la espiritualidad y el fenómeno religioso a través de estudios sobre el terreno,
investigaciones teóricas y obras de divulgación, pero también por la dirección de
tres enciclopedias y la revista Le Monde des religions durante cerca de diez años. Estos trabajos me han permitido escribir esta obra muy
sintética y enriquecerla con reflexiones más recientes. Por supuesto, este libro no
puede pretender en absoluto la exhaustividad. El tema es tan amplio que no podría
resumirse, ¡ni siquiera a lo largo de varios miles de páginas! Por lo tanto, he tenido
que hacer constantemente elecciones difíciles y, a veces, no he hecho más que rozar
momentos históricos o temas importantes. He tenido que renunciar a hablar de numerosas
tradiciones religiosas antiguas (como las de los países escandinavos) o de numerosos
movimientos sincréticos contemporáneos. En esta síntesis de más de cien mil años de
historia de las creencias y la espiritualidad, he privilegiado los grandes momentos
cruciales y las corrientes espirituales y religiosas que han tenido el mayor impacto
sobre la conciencia humana, así como las creencias en un orden o un mundo invisible
más universales, como la astrología, la magia y la hechicería o la relación con los
muertos.
De la misma manera, en la segunda parte, dedicada al debate sobre el origen del sentimiento
de lo sagrado y del fenómeno religioso, he dado prioridad a los autores más significativos,
siempre procurando que estén representadas todas las visiones contradictorias: las
de los creyentes y los ateos, los espiritualistas y los materialistas, los filósofos,
los psicólogos, los sociólogos, los economistas y los neurocientíficos.
Sean las que sean las razones por las que el Homosapiens se ve inclinado a experimentar lo sagrado o a creer en fuerzas invisibles, una cosa
parece cierta: la espiritualidad, más allá de las formas que pueda adquirir, es una
dimensión tan esencial del ser humano que lo acompaña probablemente desde su aparición
y que, sin duda, todavía estará presente durante todo el tiempo que continúe su aventura
por nuestro hermoso planeta. Y, frente a todos los retos a los que la humanidad se
enfrenta en la actualidad, empezando por el de la ecología, un «suplemento de alma»,
como decía Bergson, una elevación de nuestra conciencia moral y espiritual me parecen
más que nunca necesarios.
1
Prehistoria: los albores de lo sagrado
¿A partir de cuándo el ser humano desarrolló un sentimiento de lo sagrado o de las
creencias y los rituales destinados a vincularlo a un mundo invisible que lo supera?
En ausencia de cualquier indicio escrito en el periodo llamado «prehistórico» (se
considera que la historia empieza con la invención de la escritura), es muy difícil
responder a esta pregunta. Es cierto que la arqueología nos aporta algunos elementos,
pero veremos que resulta imposible sacar conclusiones definitivas. No obstante, antes
de hablar de esto, conviene recordar las grandes subdivisiones cronológicas de la
prehistoria, porque las mencionaremos con frecuencia.
La prehistoria empieza con la aparición del género Homo —los australopitecos ya utilizaban herramientas— hace entre 3,3 millones y 2,8 millones
de años en África del Este; aproximadamente hace 2 millones de años en China y hace
1,5 millones de años en Europa. Las primeras herramientas utilizadas son cantos rodados
tallados. Se designa con el nombre de Paleolítico (edad de la piedra tallada) el largo
periodo que se extiende desde la aparición del género Homo hasta la gran revolución del Neolítico (unos 8.500 años antes de nuestra era), en
la que los humanos cambiaron radicalmente de forma de vida para sedentarizarse y practicar
la agricultura y la ganadería. Durante todo el Paleolítico, vivían en pequeños grupos
nómadas, o seminómadas, de cazadores-recolectores. Se distinguen cuatro periodos dentro
del Paleolítico, en función de la evolución de las herramientas utilizadas. Al Paleolítico
arcaico, en el que Homo utiliza cantos rodados, le sucede, hace 1,9 millones de años, el Paleolítico inferior,
con la aparición de bifaces cortantes, que sirven para cazar animales, preparar los
alimentos o confeccionar objetos. El hombre de Neandertal aparece hace unos 450.000
años, y el dominio del fuego se registra en todos los continentes hace unos 400.000
años. El Paleolítico medio empezó hace unos 350.000 años con la aparición de nuevas
herramientas, como piedras talladas fijadas a astas de madera, el desarrollo de una
artesanía a partir de los huesos de los animales o de marfil, el uso del ocre, etc.
El Homo sapiens apareció en África probablemente hace unos 150.000 años. Después vino, hace unos 50.000
años, el Paleolítico superior, con la invención de las armas arrojadizas (arcos, azagayas),
el desarrollo de la artesanía realizada con cuernos y dientes de animales, la aparición
del arte rupestre y las primeras estatuas de Venus. Es también en este periodo cuando
el Homosapiens se extendió por todos los continentes y desaparecieron los otros homínidos (como el
hombre de Neandertal, unos 35.000 años a. n. e.).
Unos 12.000 años a. n. e., un cambio climático (el final de la era glacial y el ascenso
de las aguas) empuja al Homo sapiens a salir de las cuevas y construir los primeros pueblos. Este breve periodo transitorio
se llama Mesolítico. Después se produce, a partir del 8500 a. n. e., la gran revolución
del Neolítico, que impulsa al Homosapiens a cambiar por completo de forma de vida, se sedentariza y empieza a practicar la agricultura
y la ganadería. Este cambio, que empieza en Anatolia, se extiende a lo largo de varios
miles de años según las regiones del mundo (hacia el 6500 a. n. e. en Grecia, el 5500
a. n. e. en China y el 4500 a. n. e. en América). Aparecen en esta época las herramientas
de piedra pulida, el tejido, la alfarería, etc. La población aumenta sensiblemente,
los pueblos crecen y se convierten en ciudades, las sociedades humanas aumentan su
complejidad y experimentan una jerarquización creciente. Entre el 3300 y 3000 a. n.
e., aparece la escritura en Mesopotamia, Egipto y China: es el final de la protohistoria
y el principio de la historia. La historia antigua también se divide en dos grandes
periodos, que se distinguen según los metales utilizados por los humanos: la Edad
del Bronce (hacia el 3000 a. n. e. en Anatolia y el 2000 a. n. e. en China y Europa)
y la Edad del Hierro (el 1200 a. n. e. en Anatolia, el 1000 a. n. e. en Europa y el
500 a. n. e. en China). Por último, a veces se califica de «protohistoria» el periodo
intermedio que va de la sedentarización a la invención de la escritura (del 8500 a
aproximadamente el 3000 a. n. e.).
Los primeros rituales funerarios
De la misma manera, como veremos, que los primeros indicios de creencias en un mundo
invisible o sobrehumano son incontestables en el periodo protohistórico, también es
difícil tener certezas a este respecto durante el Paleolítico. Algunos historiadores
de las religiones y especialistas en la prehistoria estiman que la aparición de las
primeras sepulturas en el Paleolítico medio ya constituye la prueba de que los seres
humanos prehistóricos creían en la inmortalidad del alma. Pero la mayoría de los especialistas
rechazan esta idea o la matizan. Para verlo más claro, conviene distinguir tres cosas:
el concepto de sepultura, el concepto de ritual simbólico asociado a la sepultura
y el ritual simbólico que refiere a una creencia en la supervivencia del alma después
de la muerte.
Recordemos que se han encontrado muy pocos restos humanos que daten del periodo prehistórico.
Es lógico, puesto que los cuerpos se abandonaban en su medio natural: los huesos se
dispersaban deprisa o eran devorados por los depredadores, como ocurre con todos los
animales. El descubrimiento de un esqueleto humano completo tampoco constituye siempre
una prueba de la existencia de una sepultura; aunque es raro, un esqueleto puede conservarse
y mantenerse intacto si ha sufrido un enterramiento natural (un cuerpo caído en una
cavidad estrecha en la que los depredadores no hayan podido devorarlo, por ejemplo).
En ocasiones, se descubren también esqueletos de animales prehistóricos que se han
conservado perfectamente, sobre todo en zonas heladas.
Hablaremos de sepultura cuando exista un acto funerario intencionado, según la definición precisa que da
el Dictionnaire de la Préhistoire: «Una sepultura es un lugar donde se depositan los restos de uno o varios difuntos
y donde subsisten suficientes indicios para que el arqueólogo pueda identificar en
este depósito la voluntad de llevar a cabo un acto funerario».4 Estos indicios son numerosos: inhumación o cremación, orientación del difunto y colocación
de su cuerpo en una posición especial, presencia de vegetales, joyas, ornamentos,
ocre, armas, alimentos, objetos, etc. Ninguna sepultura presenta todos estos indicios,
pero todas contienen uno o varios. Tienen un significado simbólico: enterrar un cuerpo
o quemarlo no significan lo mismo; untarlo de ocre rojo u orientarlo y doblarlo de
cierta manera sin duda tienen un significado particular, al igual que los diversos
objetos que se colocan al lado del muerto. Por lo tanto, en el concepto de sepultura,
está implicado el concepto de acto funerario que tiene una dimensión simbólica. Esto
es lo que nos permite afirmar que sólo existen sepulturas humanas. En efecto, no se
encuentra ningún rastro de actos funerarios con esta dimensión simbólica en el resto
de animales, ni siquiera en los grandes simios. Los demás animales a veces van a morir
a lugares concretos (pensemos en los famosos cementerios de elefantes), pero no entierran
ni queman a sus muertos, no los colocan en posiciones específicas, no los cubren de
colores ni disponen cosas (piedras, conchas, flores, etc.) a su lado. En suma, sólo
el ser humano lleva a cabo ritos funerarios.
Se plantea después la pregunta de saber si estos ritos representan una creencia en
la supervivencia del difunto en otro mundo. Para intentar responderla, empecemos por
ver rápidamente lo que las excavaciones arqueológicas han revelado sobre las sepulturas
de la prehistoria.
Las sepulturas más antiguas
Es difícil datar con certeza la aparición de los primeros ritos funerarios. No cabe
duda de que no existe ninguna sepultura del Paleolítico arcaico e inferior. La sepultura
más antigua genera debate y dataría de alrededor de 350.000 años a. n. e., es decir,
a principios del Paleolítico medio. Se trata de un conjunto de huesos de al menos
veintiocho seres humanos encontrados en la cueva de la Sima de los Huesos, en la provincia
de Burgos, en España. Las excavaciones, iniciadas en 1976, han demostrado que no se
trataba de una vivienda y que los huesos se depositaron allí de manera intencionada.
También se encontró una herramienta de piedra: un espectacular bifaz de cuarcita roja
veteada que nunca se había utilizado. Si bien la dimensión intencionada de este conjunto
de cuerpos no plantea ninguna duda, la dimensión simbólica, por su parte, es pobre:
sólo esta herramienta se asocia a los huesos, que están todos mezclados. ¿Nos encontramos
en presencia de un simple acto mortuorio que pretende deshacerse de unos despojos
molestos o de una auténtica práctica funeraria? Es muy difícil decidirlo, y ésta
es la razón por la que se considera que las primeras sepulturas verdaderas aparecen
más tardíamente, en dos yacimientos de Israel: Mugharet es-Skhul (120.000 años a.
n. e.) y Jebel Qafzeh (92.000 años antes a. n. e.). En los dos casos, se trata del
Homo sapiens, el último género de homínido que apareció en África del Este.
Estamos en presencia de sepulturas en plena tierra de individuos aislados, excepto
las de una mujer joven y un niño en el yacimiento de Qafzeh. La posición del adulto
parece ser el fruto de una escenificación y se encuentra como en una posición fetal.
Otra tumba contiene el cuerpo de un adolescente que fue inhumado con un trozo de asta
de cérvido en las manos. En el yacimiento de es-Skhul se encuentra también la tumba
de un individuo masculino de edad avanzada, que fue inhumado con una mandíbula de
jabalí. La mayor parte de las otras sepulturas del Paleolítico medio que se han descubierto
pertenecen a neandertales, sobre todo en Francia y en Irak.
Los neandertales enterraban a sus muertos en cuevas o en refugios bajo rocas. En numerosas
sepulturas, se encuentran huesos de animales, astas de cérvidos y restos de vegetales.
Las sepulturas más antiguas encontradas en Europa se sitúan en Périgord: en la cueva
del Roc de Marsal, del yacimiento del Regourdou, en Montignac (a 600 metros de la
cueva de Lascaux) y en el gran refugio de la Ferrassie, en Savignac-de-Miremont. Se
remontarían a unos 70.000 años a. n. e. Sólo un cuerpo se colocó en posición fetal
(en Regourdou). La mayoría se inhumaron con huesos o astas de animales, a veces con
objetos, como los tres grandes rascadores que se encontraron en una tumba de la Ferrassie.
Uno de los descubrimientos más conmovedores fue el de la tumba adornada con flores
en el yacimiento de Shanidar, en el Kurdistán iraquí (60.000 años a. n. e.). La palinóloga
Arlette Leroi-Gourhan ha demostrado la presencia de madera carbonizada, ramitas de
efedra, así como una gran cantidad de flores alrededor del cuerpo del difunto (un
hombre de entre 30 y 45 años): milenrama, aciano, cardo de san Bernabé, muscari, malvarrosa y cola de caballo; la mayoría de estas plantas se conocen por sus virtudes
medicinales.
Debido a la desaparición del hombre de Neandertal, las sepulturas del Paleolítico
superior (a partir del 50.000 a. n. e.) son, sobre todo, de Homo sapiens y revelan casi siempre la presencia de numerosos objetos de adorno: cuentas de marfil,
conchas, dientes de animales, etc. El yacimiento de Sungir, en Rusia, a 200 kilómetros
al este de Moscú, puso al descubierto la sepultura de 26.000 años de antigüedad de
dos cuerpos de niños de unos ocho y doce años dispuestos pies contra cabeza. Estaban
cubiertos de ocre marrón y rodeados de numerosas armas: nueve venablos, tres puñales
y dos lanzas de marfil. Se encontró también una estatuilla de marfil que representa
un mamut y otra que reproduce un caballo. Los dos cuerpos están adornados con 250
caninos perforados de zorro polar y 9.900 cuentas de marfil que debían de estar fijadas
a las ropas. Teniendo en cuenta que actualmente se necesita más de una hora de trabajo
para fabricar una cuenta idéntica, se puede pensar que estos dos niños tenían un estatus
social elevado; sin duda, eran los hijos de un jefe de clan importante.
¿El hombre del Paleolítico creía en la supervivencia del alma?
Volvamos a la pregunta inicial: ¿las sepulturas de la prehistoria demostrarían la
existencia de una creencia en la supervivencia post mortem? En su monumental, Historia de las creencias y las ideas religiosas, el historiador de las religiones Mircea Eliade afirma: «En resumen, podemos concluir
que las sepulturas confirman la creencia en la vida más allá de la muerte».