LONDRES:
EAST END
El cuchillo deadamasbrilló en la penumbra. Entró una y otra vez en el pecho del hombre. La sangre brotó como una espuma de partículas rojas que tiñeron de escarlata la nieve sucia.
Pronto oirás hablar de mí y de mis pequeños y divertidos juegos. Durante el último trabajo, guardé parte de la sustancia roja propiamente dicha en una botella de cerveza de jengibre para escribir con ella, pero se puso densa como el pegamento y no pude usarla. Espero que la tinta roja sea apropiada.
Jack el Destripador
El cuchillo deadamasbrilló en la penumbra. Entró una y otra vez en el pecho del hombre. La sangre brotó como una espuma de partículas rojas que tiñeron de escarlata la nieve sucia.
Inmóvil permanece, joven, mientras el mundo se hace viejo, y, delicadamente contemplativa de sí misma, hace que los hombres observen la red brillante que teje, hasta que corazón y cuerpo y vida en ella quedan presos. La rosa y la amapola son sus flores, pues ¿dónde podremos encontrar, oh, Lilith, aquel a quien no engañen tus fragancias, tu sutil beso y tus sueños tan dulces?
Dante Gabriel Rossetti,La belleza del cuerpo
Una niebla invernal se había posado sobre la ciudad de Londres y extendía sus pálidos tentáculos por las calles, coronando los edificios con un oropel sin brillo. Lanzaba una palidez gris sobre los árboles desnudos mientras Lucie Herondale conducía su carruaje por el largo camino descuidado que llevaba a Chiswick House, cuyo tejado se alzaba entre la niebla como la cumbre del monte Himalaya entre las nubes.
Con un beso en la nariz y una manta en la cruz, dejó a su caballo,Balios, al pie de la escalinata delantera, y echó a andar por lo que quedaba del jardín. Pasó ante las estatuas ruinosas de Virgilio y Sófocles, cubiertas por largas enredaderas, y cuyos miembros rotos yacían desperdigados entre las malas hierbas. Había otras estatuas medio tapadas por árboles de espeso ramaje y setos sin podar, como si el denso follaje las hubiera devorado.
Atravesó con cuidado una pérgola de rosas derruida y, finalmente, llegó al viejo cobertizo de ladrillo del jardín. Hacía mucho tiempo que no tenía techo; Lucie se sintió como si llegara a una cabaña abandonada en los pantanos. Una delgada columna de humo gris salía del interior. Si esto fueraLa bella Cordelia, un duque enfadado aunque atractivo aparecería por el páramo, pero las cosas nunca sucedían como en los libros.
El cobertizo estaba rodeado por pequeños montones de tierra donde ella y Grace habían estado enterrando, durante los cuatro meses anteriores, los resultados fallidos de sus experimentos: los desgraciados cuerpos de pájaros caídos o de ratas y ratones cazados por gatos que, una y otra vez, habían intentado revivir.
Todavía no habían conseguido nada. Y Grace ni siquiera lo sabía todo sobre ese asunto. Seguía sin conocer el poder de Lucie para invocar a los muertos. No sabía que había probado a obligar a los pequeños cuerpos a volver a la vida, que había intentado llegar a su interior para encontrar algo que ella pudiera traer al mundo de los vivos. Pero nunca había funcionado. Cualquiera que fuera la parte sobre la que Lucie tuviera poder de invocación había desaparecido con sus muertes.
No le había contado nada de esto a Grace.
Lucie se encogió de hombros con resignación filosófica, se dirigió a la enorme puerta de madera (a veces se preguntaba cuál era el sentido de tener una puerta en una construcción sin techo) y dio una serie de golpecitos que formaban un código establecido: uno, dos; uno, dos.
Al instante, oyó a alguien acercarse y girar la llave en el cerrojo, y la puerta se abrió. Grace Blackthorn estaba en la entrada, con el rostro fijo y serio. A pesar del tiempo nublado, el pelo, que llevaba suelto por los hombros, relucía de un plateado brillante.
—Has venido. —Pareció más sorprendida que complacida.
—Te dije que lo haría. —Lucie pasó a su lado y entró. El cobertizo constaba de un solo espacio con suelo de tierra compactada, que en ese momento estaba parcialmente helada.
Habían empujado una mesa contra el muro, bajo la espada de la familia Blackthorn, que colgaba de unos ganchos de hierro forjado toscamente. En la mesa, habían montado un laboratorio casero: se veían filas de alambiques y botellas de cristal, un mortero y una mano de almirez, y docenas de tubos de ensayo. Un surtido de cajas y latas, algunas abiertas y otras vacías, colocadas formando una pila, ocupaban el resto del espacio.
Al lado de la mesa, había un fuego encendido directamente sobre el suelo y era la fuente del humo que salía por la parte superior sin tejado. La lumbre era extrañamente silenciosa y no salía de troncos de madera, sino de un montículo de piedras; sus llamas verdosas se alzaban avariciosas, como si quisieran consumir el caldero de hierro que colgaba suspendido de un gancho. El recipiente contenía un preparado negro que hervía y olía a tierra y a productos químicos al mismo tiempo.
Despacio, Lucie se aproximó a una segunda mesa, más grande. En ella había un ataúd. A través de la tapa de cristal, vio a Jesse, con el mismo aspecto que la última vez que habían estado juntos: camisa blanca y pelo negro que le caía suave por la nuca. Sus párpados eran como medias lunas pálidas.
No se había limitado a los pájaros, los murciélagos y los ratones. También había intentado ordenar a Jesse que volviera a la vida, aunque solo había podido hacerlo durante los cortos periodos en los que Grace se iba a buscar algo y la dejaba sola con el cuerpo de Jesse. Con él le había ido incluso peor que con los animales. Jesse no estaba vacío, como los animales; Lucie podía sentir algo dentro de él: una vida, una fuerza, un alma. Pero fuera lo que fuese, estaba anclado en el espacio entre la vida y la muerte, y no podía moverlo. Solo con intentarlo ya se sentía enferma y débil, como si estuviera haciendo algo malo.
—No estaba segura de que fueras a venir —dijo Grace molesta—. Llevo una eternidad esperándote. ¿Has conseguido el estramonio?
Lucie sacó del bolsillo un pequeño paquete.
—Fue difícil llevármelo. Y no puedo estar mucho rato. Esta noche he quedado con Cordelia.
Grace cogió el paquete y lo abrió.
—Porque la boda ¿es mañana? Pero ¿qué tiene eso que ver contigo?
Lucie le echó a Grace una dura mirada, pero la otra chica parecía no entenderlo de verdad. A menudo, Grace no parecía comprender por qué la gente hacía ciertas cosas cuando el motivo era «porque así es como se portan los amigos» o «porque eso es lo que haces cuando le tienes aprecio a alguien».
—Soy la dama de honor de Cordelia —contestó—. La llevo al altar, pero también estoy para ayudarla y apoyarla antes de la ceremonia. Esta noche voy con ella a...
Zas. Grace había echado el contenido del paquete en el caldero. El fogonazo de una llama se elevó hacia el techo inexistente y, luego, una bocanada de humo. Olió a vinagre.
—No tienes que contármelo. Estoy segura de que Cordelia no me aprecia.
—No voy a discutir ese tema contigo —contestó Lucie mientras tosía un poco.
—Bueno, yo no me tendría aprecio si fuera ella —repuso Grace—. Pero no hay por qué hablar de algo. No te pedí que vinieras para charlar.
Echó una mirada al caldero. La niebla y el humo se mezclaron en la pequeña habitación, y envolvieron a Grace en un halo nebuloso. Lucie se frotó las manos enguantadas, con el corazón latiéndole deprisa, mientras Grace empezaba a recitar.
—Hic mortui vivunt. Igni ferroque, ex silentio, ex animo. ¡Ex silentio, ex animo! ¡Resurget!
A medida que Grace salmodiaba, la mezcla empezaba a hervir más rápido, y las llamas siseaban y subían cada vez más alto hasta alcanzar el caldero. Un poco de brebaje se salió por un lado y se derramó en el suelo, chapoteando. Lucie dio un salto hacia atrás mientras unos tallos verdes brotaban de la tierra, y de ellos crecían otros tallos, hojas y brotes que se elevaron hasta la altura de las rodillas.
—¡Funciona! —exclamó—. ¡Sí que funciona!
Un rápido destello de emoción pasó por la cara normalmente inexpresiva de Grace. Miró hacia el ataúd y a Jesse...
Con la misma velocidad que habían surgido, las flores se marchitaron y cayeron de los tallos. Fue como ver el tiempo acelerarse. Lucie contempló, impotente, como las hojas caían, y los tallos se secaban y se rompían por su propio peso.
Grace permaneció inmóvil, con la vista clavada en las flores muertas del suelo. Miró hacia el ataúd..., pero Jesse no se había movido.
Por supuesto que no se había movido.
El cuerpo entero de Grace mostraba su decepción.
—La próxima vez le pediré a Christopher muestras más frescas —dijo Lucie—. O reactivos más potentes. Tiene que haber algo que no estamos haciendo bien.
Grace se acercó al ataúd de su hermano. Puso la palma contra el cristal. Movía los labios como si estuviera susurrando algo, pero Lucie no sabía el qué.
—El problema no es la calidad de los ingredientes —replicó Grace con una voz suave y fría—. El problema es que estamos confiando demasiado en la ciencia. Activadores, reactivos... La ciencia es tristemente limitada cuando hablamos de proezas como la que estamos intentando.
—¿Cómo lo sabes?
Grace la miró con frialdad.
—Sé que piensas que soy estúpida porque nunca me dieron clases —contestó—, pero me las arreglé para leer unos cuantos libros cuando estuve en Idris. De hecho, me leí la mayor parte de la biblioteca.
Lucie tuvo que admitir que a Grace no le faltaba razón. No había tenido ni idea de que Grace estuviera interesada en la lectura o, más bien, en nada que no fuera torturar hombres y resucitar a Jesse.
—Si no podemos contar con la ciencia, ¿qué propones?
—Lo más evidente. Magia. —Grace le habló como si se dirigiera a un niño pequeño—. No este... juego de niños, estos hechizos que sacamos de un libro que mi madre ni se molestó en esconder. —Escupió las palabras con desprecio—. Debemos buscar poder en el único sitio en el que se puede encontrar.
Lucie tragó saliva.
—Te refieres a la nigromancia. Extraer poder de la muerte y usarlo para hacer magia con los muertos.
—Algunos dirían que ese tipo de magia es maligno. Yo lo llamo necesario.
—Bueno, yo también lo llamaría maligno —apuntó Lucie, incapaz de ocultar su frustración. Grace parecía haber tomado esa decisión sin contar con ella, lo cual iba totalmente en contra del espíritu de su alianza—. Y no quiero hacer cosas malignas.
Grace sacudió la cabeza despectivamente, como si Lucie estuviera armando un revuelo por nada.
—Tenemos que hablar de esto con un nigromante.
Lucie se abrazó a sí misma.
—¿Un nigromante? Ni hablar. Incluso aunque encontráramos a uno, la Clave nos lo prohibiría.
—Y es lógico —replicó Grace mientras comenzaba a recogerse las faldas. Parecía lista para salir del cobertizo—. Lo que tenemos que hacer no es del todo bueno. No en el sentido que la mayoría de la gente le da al término «bueno», desde luego. Pero tú ya lo sabías, Lucie, así que puedes dejar de fingir que eres mucho mejor que yo.
—No, Grace. —Lucie se movió para bloquear el acceso a la puerta—. Yo no quiero eso, y dudo que Jesse lo quisiera tampoco. ¿No podemos hablar con un brujo? ¿Alguien en quien la Clave confíe?
—La Clave puede confiar en ellos, pero yo no. —Los ojos de Grace echaban chispas—. Decidí que debíamos trabajar juntas porque a Jesse parecías gustarle. Pero hace muy poco que conoces a mi hermano, y nunca estando vivo. Así que difícilmente eres una experta. Yo soy su hermana, y haré que vuelva... Da igual lo que tenga que hacer o cómo. ¿Lo entiendes, Lucie? —Grace respiró hondo—. Es hora de decidir si te preocupa más la preciosa santidad de tu vida o devolverle la suya a mi hermano.
Cordelia Carstairs hizo una mueca de dolor mientras Risa ajustaba aún más la peineta de carey. Sostenía un grueso rodete de pelo rojo oscuro, parte de un elaborado peinado que su doncella le había recomendado con la promesa de que estaba muy de moda.
—No es necesario que te esfuerces tanto con el peinado esta noche —había protestado Cordelia—. Solo es una fiesta en la nieve. Mi pelo va a acabar hecho un desastre a pesar de todas las pinzas y peinetas que le pongas.
La mirada desaprobadora de Risa había zanjado la conversación. Cordelia supuso que su obligación, según la mujer, era esforzarse por estar radiante para su prometido. Después de todo, Cordelia iba a casarse con James Herondale, un partidazo para los estándares de cualquier sociedad, la de los cazadores de sombras o la mundana: guapo, rico, amable y bien relacionado.
No servía de nada decir que daba igual el aspecto que tuviera ella. A James no le importaría si ella apareciese con un traje de noche o completamente desnuda. Pero era una pérdida de tiempo intentar explicarle eso a Risa. De hecho, era demasiado arriesgado explicárselo a cualquiera.
—Dokhtare zibaye man, tou ayeneh knodet ra negah kon—dijo Risa mientras sujetaba un espejo de plata frente a Cordelia. «Mírate al espejo, mi niña preciosa.»
—Es precioso, Risa —tuvo que admitir Cordelia. Las peinetas de perlas relucían en contraste con el pelo de color rubí oscuro—. Pero ¿cómo vas a ser capaz de superarte mañana?
Risa se limitó a guiñarle el ojo. Al menos alguien estaba deseando que llegara el día siguiente, reflexionó Cordelia. Cada vez que pensaba en su boda, le entraban ganas de tirarse por la ventana.
Al día siguiente se sentaría por última vez en su habitación, y su madre y Risa le entrelazarían flores de seda en el pelo, largo y espeso. Y tendría que parecer una novia al menos tan feliz como bien vestida. Y, si tenía suerte, la mayoría de los invitados a la boda estarían distraídos con su vestido. Al menos, eso esperaba.
Risa le dio un pequeño toque en el hombro. Cordelia se enderezó obediente, y tomó una última y profunda bocanada de aire antes de que Risa le apretara los lazos del corsé, haciendo que el pecho se le elevara y la espalda se le estirara. Cordelia pensó irritada que la función del corsé era hacer consciente a la mujer, cada segundo, de que su forma difería del ideal imposible que la sociedad marcaba.
—¡Ya basta! —protestó cuando las varillas se le clavaron en la piel—. Esperaba poder comer en la fiesta, ¿sabes?
Risa puso los ojos en blanco. Cogió un vestido de terciopelo verde, lo levantó y Cordelia se metió en él. La mujer le metió las mangas, largas y estrechas, por los brazos, y ajustó el vaporoso encaje blanco en las muñecas y el cuello. Luego vino el proceso de abrochar cada uno de los diminutos botones que cubrían la espalda del vestido. Era muy ceñido; sin el corsé, Cordelia jamás habría entrado en él. El anillo Herondale, signo visible de su enlace, brilló en la mano izquierda cuando levantó el brazo para que Risa pudiera acomodarle aCortanaa la espalda.
—Debería bajar ya —dijo Cordelia cuando Risa le entregó un pequeño bolso de seda y un manguito para calentarse las manos—. James casi nunca llega tarde.
Risa asintió brevemente, lo que, para ella, era el equivalente de un cálido abrazo de despedida.
Era verdad, pensó Cordelia mientras se apresuraba escalera abajo. James casi nunca llegaba tarde. La tarea de un prometido era acompañar a su dama a las fiestas y cenas, conseguirle limonada y abanicos, y sacarla a bailar. James había cumplido tal cometido a la perfección. Durante toda la temporada la había acompañado fielmente a todo tipo de aburridísimos eventos del Enclave, pero, excepto en esas ocasiones, apenas lo había visto. A veces, él se unía a ella y al resto de sus amigos para salidas realmente agradables: tardes en el Devil's Tavern, tomar el té en casa de Anna..., pero incluso en esos momentos permanecía distraído y preocupado. No había muchas oportunidades de hablar sobre el futuro, y Cordelia tampoco estaba muy segura de qué iba a decir si se daba el caso.
—¿Layla?
Cordelia había llegado a la entrada de la casa, decorada con los azulejos de espadas y estrellas, y al principio no vio a nadie. Un momento después, se dio cuenta de que su madre, Sona, estaba junto a la ventana delantera, y había apartado una de las cortinas con su estrecha mano. La otra descansaba sobre la abultada barriga.
—Eres tú —dijo Sona. Cordelia se dio cuenta de que las ojeras de su madre se habían vuelto más oscuras—. ¿Adónde vas, otra vez?
—A la fiesta de trineos de los Pounceby, en Parliament Hill —contestó Cordelia—. La verdad es que son horribles, pero Alastair va a ir y pensé en acercarme yo también y así dejo de pensar en lo de mañana.
Sona sonrió.
—Es muy normal estar nerviosa antes de una boda, Laylajoon. Yo estaba aterrorizada la noche antes de casarme con tu padre. Casi me escapo en el tren de madrugada a Constantinopla.
Cordelia tragó saliva y la sonrisa de su madre titubeó.
«Oh, vaya», pensó Cordelia. Solo hacía una semana que su padre, Elias Carstairs, había salido de su internamiento en la Basilias, el hospital de los cazadores de sombras en Idris. Había estado allí varios meses, mucho más de lo que habían esperado en principio, para curarse de su problema con el alcohol, un hecho que los otros tres miembros de la familia Carstairs sabían pero nunca mencionaban.
Habían esperado su vuelta a casa cinco días atrás. Pero lo único que recibieron fue una escueta carta desde Francia. Ninguna promesa de que estaría en casa para la boda de Cordelia. Era una situación muy desafortunada, y el hecho de que ni la madre de Cordelia ni su hermano estuvieran dispuestos a hablar de ella la hacía aún más desdichada.
Cordelia respiró hondo.
—Maman, sé que aún confías en que padre llegue a tiempo para la boda...
—No es que confíe en que llegue a tiempo, es que sé que lo hará —replicó Sona—. Da igual lo que lo haya retrasado, no se perderá la boda de su única hija.
A Cordelia le costó no sacudir la cabeza asombrada. ¿Cómo podía tener tal fe su madre? Su padre se había perdido un montón de cumpleaños, hasta la primera runa de Cordelia, debido a su «enfermedad». Era una enfermedad que, al final, había hecho que lo arrestaran y lo enviaran a la Basilias en Idris. Se suponía que ya estaba curado, pero, por el momento, su ausencia no era muy buena señal.
Se oyeron unas botas por la escalera y Alastair apareció en la entrada, con el pelo negro flotando. A pesar del ceño fruncido, estaba guapo con su nuevo abrigo de invierno de lana.
—Alastair —lo llamó Sona—, ¿tú también vas a esta fiesta de trineos?
—No me han invitado.
—¡Eso no es verdad, Alastair —exclamó Cordelia—, el único motivo por el que yo iba es porque tú también estarías!
—He decidido que, desafortunadamente, mi invitación se ha perdido en el correo —contestó Alastair con un gesto despectivo de la mano—. Puedo entretenerme solo, madre. Algunos tenemos cosas que hacer y no podemos estar todo el día por ahí retozando.
—De verdad, vaya par —los riñó Sona meneando la cabeza. A Cordelia le pareció muy injusto. Ella se había limitado a corregir la mentira de Alastair.
Sona se puso las manos en la parte baja de la espalda y suspiró.
—Debo hablar con Risa de algunas cosas para mañana. Aún queda mucho por hacer.
—Deberías estar descansando —recomendó Alastair mientras su madre se iba por el pasillo hacia la cocina. En cuanto estuvo fuera de su vista, Alastair se volvió hacia Cordelia con expresión enfadada—. ¿Estaba esperando a padre? —preguntó en un susurro—. ¿Todavía? ¿Por qué se atormenta así?
Cordelia se encogió de hombros, desesperanzada.
—Lo ama.
Alastair hizo un sonido muy poco elegante.
—¡Chi! Khodah margam bedeh—dijo, y Cordelia pensó que eso era muy grosero.
—El amor no siempre tiene sentido —replicó ella, y, ante esto, Alastair apartó la vista a toda prisa. Llevaba meses sin mencionar a Charles en presencia de Cordelia, y aunque había recibido cartas con la cuidadosa caligrafía de este, Cordelia había encontrado más de una en el cubo de la basura sin abrir. Tras un momento, añadió—: Aun así, ojalá enviara al menos un mensaje diciendo que no le pasa nada, por el bien de madre.
—Volverá cuando le parezca. Y será en el peor momento posible, si lo conozco bien.
Cordelia acarició la suave lana de cordero de su manguito con un dedo.
—¿No quieres que vuelva, Alastair?
La mirada de Alastair era opaca. Había pasado años protegiendo a Cordelia de la verdad, inventando excusas para los «episodios de enfermedad» de su padre y sus constantes ausencias. Hacía algunos meses que Cordelia había descubierto el coste emocional de las intervenciones de Alastair, las cicatrices invisibles que él se esforzaba diligentemente por ocultar.
Parecía a punto de contestar cuando se oyó el eco de unos cascos de caballo a través de la ventana, el galope amortiguado por la nieve que aún caía. La forma oscura de un carruaje se detuvo junto a la farola delante de la casa. Alastair apartó la cortina y frunció el ceño.
—Es el carruaje de los Fairchild —informó—. ¿Es que James no puede molestarse en recogerte él mismo y manda a suparabataia hacer su trabajo?
—Eso no es justo —replicó Cordelia molesta—, y lo sabes.
Alastair dudó.
—Supongo. Herondale ha cumplido bastante bien con sus obligaciones.
Cordelia observó a Matthew Fairchild saltar con ligereza del carruaje. No pudo evitar sentir un ramalazo de miedo: ¿y si James había entrado en pánico y había enviado a Matthew para romper con ella la noche antes de la boda?
«No seas ridícula», se dijo con firmeza. Matthew se acercó a la escalinata principal silbando. El suelo estaba blanco por la nieve y se veían huellas de botas. Los hombros del gabán con cuello de piel de Matthew ya mostraban algunos copos. Los cristales de nieve le brillaban en el pelo rubio, y tenía los altos pómulos enrojecidos por el frío. Parecía un ángel de Caravaggio espolvoreado de azúcar por la nieve. Seguro que si tuviera malas noticias, no llegaría silbando.
Cordelia abrió la puerta y se encontró a Matthew delante, dando golpes con los pies en el suelo para quitarse la nieve de sus botas Balmoral.
—Hola, querida —saludó a Cordelia—. He venido para llevarte a una gran colina que ambos descenderemos montados en unos trozos de madera desvencijados y fuera de control.
Cordelia sonrió.
—Suena maravilloso. ¿Qué haremos después?
—Por extraño que parezca —contestó Matthew—, subiremos de nuevo hasta la cima de la colina para descender otra vez. Es algún tipo de manía relacionada con la nieve, por lo visto.
—¿Dónde está James? —lo interrumpió Alastair—. Ya sabes, el que tenía que estar aquí de vosotros dos.
Matthew miró a Alastair con desagrado. Cordelia tuvo la habitual sensación de que el corazón se le encogía. Así eran las cosas cada vez que Alastair se relacionaba con cualquiera de los Alegres Compañeros. De repente, hacía unos pocos meses, todos ellos se habían vuelto aún mucho más hostiles con Alastair, y ella no tenía ni idea de cuál era el motivo. No se atrevía a preguntar.
—James ha tenido que ocuparse de unos asuntos importantes.
—¿Qué asuntos? —preguntó Alastair.
—No es asunto tuyo —contestó Matthew, visiblemente encantado con su juego de palabras—. Me lo has puesto en bandeja, ¿eh?
Los ojos negros de Alastair destellaron.
—Más te vale no meter a mi hermana en líos, Fairchild —lo advirtió—. Sé el tipo de compañías que frecuentas.
—Alastair, para —dijo Cordelia—. Escucha, ¿de verdad que no vienes a la fiesta de Pounceby o solo estabas pinchando a madre? Y si es esto último, ¿quieres venir con Matthew y conmigo en el carruaje?
La mirada de Alastair se dirigió a Matthew.
—¡Vaya! ¿Ni siquiera llevas sombrero? —preguntó.
—¿Y taparme este pelo? —Matthew se señaló los rubios rizos con un elegante gesto de la mano—. ¿Acaso cubrirías el sol?
La expresión de Alastair indicaba que poner los ojos en blanco nunca sería suficiente.
—Yo me voy a dar un paseo —replicó.
Salió a la noche nevada sin decir nada más, y el efecto de su salida quedó amortiguado por la nieve que se tragaba las huellas de sus botas.
Cordelia suspiró y recorrió la acera con Matthew. South Kensington era un cuento de hadas de casas blancas cubiertas de hielo reluciente, donde el brillo de las farolas estaba rodeado de halos de niebla matizada por la nieve.
—Tengo la sensación de que siempre estoy disculpándome por Alastair. La semana pasada hizo llorar al lechero.
Matthew la ayudó a subir al asiento del carruaje.
—Conmigo no te disculpes por Alastair. Me proporciona un adversario con el que afilar el ingenio.
Se subió a su lado y cerró la pesada puerta. Al interior del carruaje, forrado de seda, se le habían añadido unos suaves cojines y cortinas de terciopelo en las ventanillas para que resultase más acogedor. Cordelia se reclinó sobre el asiento, con la manga del gabán de Matthew rozándole el brazo de modo reconfortante.
—Me parece que llevo siglos sin verte, Matthew —dijo, feliz de cambiar de tema—. He oído que tu madre ya ha vuelto de Idris. Y Charles, de París, ¿no? —Como Cónsul, la madre de Matthew, Charlotte, estaba muchas veces fuera de Londres. Su hijo Charles, el hermano de Matthew, tenía un puesto de subalterno en el Instituto de París y estaba especializándose en política: todo el mundo sabía que Charles esperaba llegar a ser el próximo Cónsul.
Matthew se pasó las manos por el pelo, quitándose los cristales de hielo.
—Ya conoces a mi madre, en cuanto baja del carruaje ya está yéndose a toda prisa otra vez. Y, por supuesto, Charles vino a verla a casa enseguida. Así le recuerda al Instituto de París lo cerca que está de la Cónsul, lo mucho que ella confía en su criterio. Y pontifica con padre y Martin Wentworth. Cuando me iba, acababa de interrumpirles su partida de ajedrez para intentar arrastrarlos a una discusión sobre política subterránea en Francia. La verdad es que Wentworth parecía un poco desesperado, probablemente esperaba que Christopher provocara otra explosión en el laboratorio y eso le diera una oportunidad para escapar.
—¿Otra explosión?
Matthew rio.
—Kit casi deja a Thomas sin cejas con su último experimento. Dice que está cerca de conseguir que la pólvora estalle incluso aunque haya runas, pero a Thomas ya no le quedan cejas que pueda donar a la ciencia.
Cordelia intentó pensar en algo que decir sobre las cejas de Thomas, pero no fue capaz.
—Vale —dijo mientras se rodeaba con los brazos—. Me rindo. ¿Dónde está James? ¿Le ha entrado miedo y se ha escapado a Francia? ¿Se cancela la boda?
Matthew sacó una petaca plateada del abrigo y tomó un trago antes de responder. ¿Estaba intentando ganar tiempo? Cordelia pensó que parecía un poco preocupado, aunque la preocupación y Matthew eran cosas que no solían ir juntas.
—Me temo que es culpa mía —admitió—. Bueno, a decir verdad, mía y de los demás Alegres Compañeros. En el último minuto, decidimos que no podíamos dejar que James se casara sin organizarle una fiesta, y yo tengo que encargarme de que tú no sepas nada de los escandalosos planes.
Cordelia sintió una oleada de alivio. James no iba a abandonarla. Claro que no. Nunca haría eso. Era James.
Se puso firme.
—Puesto que acabas de decirme que los planes serán escandalosos, ¿no has fallado en tu misión?
—¡Para nada! —Matthew tomó otro trago de la petaca antes de guardársela en el bolsillo—. Yo solo te he dicho que James va a pasar la víspera de su noche de bodas con sus amigos. Por lo que a ti respecta, están bebiendo té y estudiando la historia de las hadas en Bavaria. Se supone que tengo que asegurarme de que no pienses otra cosa.
Cordelia no pudo evitar sonreír.
—¿Y cómo planeas hacer eso?
—Acompañándote a tus propios planes escandalosos, por supuesto. No habrás pensado que de verdad íbamos a ir a la fiesta de Pounceby, ¿no?
Cordelia apartó la cortina de la ventanilla del carruaje y miró hacia la noche. En vez de ver las calles con árboles de Kensington, cubiertas con la nieve invernal, contempló el límite exterior del West End. Las estrechas calles estaban cubiertas de una niebla densa y llenas de gente que hablaban un montón de idiomas distintos y se calentaban las manos con fuegos encendidos en bidones de aceite.
—¿El Soho? —preguntó con curiosidad—. ¿Qué? ¿El Ruelle Infierno?
Matthew enarcó una ceja.
—¿Dónde si no? —El Ruelle Infierno era un club nocturno y un salón artístico de los subterráneos, que abría algunas noches a la semana en un edificio de vulgar apariencia en Berwick Street. Cordelia había estado allí un par de veces, hacía unos meses. Sus visitas habían sido memorables.
Dejó caer la cortina y se volvió hacia Matthew, que la observaba con atención. Ella fingió reprimir un bostezo.
—¿En serio? ¿El Ruelle otra vez? He estado allí tantas veces que podría ser un club debridgepara damas. ¿De verdad que no conoces un sitio más escandaloso?
Matthew sonrió.
—¿Me estás pidiendo que te lleve al Inn of the Shaved Werewolf?
Cordelia le dio un golpecito con el manguito.
—Ese sitio no existe. No te creo.
—Créeme cuando te digo que hay pocos sitios más escandalosos que el Ruelle, y ninguno al que pueda llevarte y esperar que James me perdone —contestó Matthew—. No se considera elegante corromper a la prometida de tuparabatai.
Cordelia dejó de reír; de pronto, se sentía muy cansada.
—Vamos, Matthew, ya sabes que es una boda de conveniencia —dijo—. Da igual lo que haga. A James no le importa.
Matthew pareció dudar. Cordelia había acabado la farsa, y él se había quedado claramente desconcertado. Pero nunca permanecía mucho tiempo sin hablar.
—Sí que le importa —replicó mientras el carruaje torcía hacia Berwick Street—. Aunque quizá no de la forma en la que todo el mundo se imagina. Pero no creo que sea muy duro estar casada con James, y es solo por un año, ¿no?
Cordelia cerró los ojos. Ese era el acuerdo que tenía con James: un año de matrimonio para salvar la reputación de ambos. Luego ella pediría el divorcio. Podrían tener una separación sin líos y seguir siendo amigos.
—Sí —asintió ella—, solo un año.
El carruaje se detuvo junto a una farola cuya luz amarilla iluminó el rostro de Matthew. Cordelia sintió que el corazón se le oprimía un poco. Matthew sabía tanto de la verdad como cualquier otro, incluido James, pero había algo en su mirada que, por un momento, le hizo temer que pudiera sospechar cuál era la última pieza del puzle, la parte que les había ocultado a todos. No podría soportar dar lástima. No podría soportar que alguien supiera lo desesperadamente enamorada que estaba de James y cuánto deseaba que el matrimonio fuera de verdad.
Matthew abrió la puerta del carruaje y el pavimento de Berwick Street, brillante a causa de la nieve derretida, quedó a la vista. Saltó afuera y, tras una rápida conversación con el cochero, le tendió la mano a Cordelia para ayudarla a descender.
Para llegar al Ruelle Infierno había que atravesar el estrecho callejón de Tyler's Court. Matthew enlazó el brazo de Cordelia con el suyo, y avanzaron juntos a través de las sombras.
—Estoy pensando —comenzó— que aunque nosotros quizá sepamos la verdad, el resto del Enclave no la conoce. Recuerda qué incordio fueron cuando llegaste a Londres y, ahora, por lo que respecta a esa panda de engreídos, vas a casarte con el soltero más codiciado del país. Mira a Rosamund Wentworth. Ha cogido y se ha prometido con Thoby Baybrook solo para demostrar que tú no eres la única que va a casarse.
—¿De verdad? —Cordelia estaba de lo más entretenida: jamás se le hubiera ocurrido que tuviera nada que ver con el repentino anuncio de compromiso de Rosamund—. Pero supongo que esa boda es por amor.
—Me limito a señalar que la coincidencia de fechas parece sospechosa. —Matthew movió una mano con vehemencia—. Lo que digo es que también podrías disfrutar de ser la envidia de todo Londres. Todos los que fueron mezquinos contigo cuando llegaste, los que te hicieron de menos a causa de tu padre o difundieron rumores, todos esos estarán verdes de envidia, deseando estar en tu lugar. Disfrútalo.
Cordelia se rio.
—Siempre encuentras la solución más decadente a los problemas.
—Creo que la decadencia es una perspectiva válida que siempre debería tenerse en cuenta. —Habían llegado a la entrada del Ruelle Infierno y pasaron a través de una puerta privada a un estrecho pasillo adornado con pesados tapices. El espacio parecía estar decorado para Navidad, aunque faltaban semanas para las fiestas; los tapices estaban engalanados con ramas verdes que contenían rosas blancas y amapolas rojas.
Tras atravesar un intrincado laberinto de pequeños salones, llegaron a la sala principal del Ruelle, de forma octogonal. La habían transformado: árboles relucientes, con las ramas y los troncos pintados de blanco y adornados con guirnaldas verde oscuro y bolas rojas de cristal, se hallaban distribuidos a intervalos. Un mural resplandeciente mostraba una escena campestre: un glaciar bordeado por un bosquecillo de pinos cubiertos de nieve, con búhos asomando de las sombras entre los árboles. Una mujer morena con el cuerpo de una serpiente estaba enroscada alrededor de un árbol partido por un rayo; sus escamas brillaban con pintura dorada. En el fondo de la estancia, Malcolm Fade, el Brujo Supremo de Londres, de ojos de color púrpura, parecía dirigir a un grupo de hadas en una complicada danza.
El suelo estaba lleno de montoncitos de algo que parecía nieve, pero que, al mirar de cerca, resultaba ser papel blanco cortado en tiras finas, que se iba amontonando a causa de los subterráneos que bailaban sobre él. Claro que no todo el mundo bailaba: muchos de los huéspedes del local se reunían en mesitas circulares, con las manos alrededor de jarras de cobre que contenían vino especiado. Cerca, sentados a otra mesa, un licántropo y un hada discutían sobre el autogobierno irlandés. A Cordelia siempre le había maravillado la mezcla de subterráneos que acudían al Ruelle Infierno; las enemistades que se establecían en el mundo exterior entre vampiros y licántropos, o entre diferentes cortes de hadas, parecían suspenderse en favor del arte y la poesía. Entendía perfectamente por qué a Matthew le gustaba tanto ese lugar.
—Vaya, vaya, mi cazadora de sombras favorita —dijo una voz familiar. Cordelia se volvió y se encontró con Claude Kellington, un joven licántropo músico que supervisaba los espectáculos del Ruelle. Estaba sentado ante una mesa con un hada de pelo largo azul verdoso que miraba a Cordelia con curiosidad—. Veo que has traído a Fairchild —añadió Kellington—. Convéncelo para que sea más divertido, ¿de acuerdo? Nunca baila.
—Claude, soy crucial para tus artistas —repuso Matthew—, soy el elemento que no puede faltar: el público ansioso.
—Bueno, tráeme más artistas como esta —contestó Claude señalando a Cordelia—, si es que conoces alguna.
Cordelia recordó la actuación que había impresionado tanto a Kellington. Había hecho un baile tan escandaloso en el escenario del Ruelle que hasta ella misma se había quedado impresionada. Intentó no ponerse roja, sino aparentar ser el tipo de chica sofisticada que, en un abrir y cerrar de ojos, podía ponerse a bailar como Salomé.
Señaló la decoración.
—¿Así que en el Ruelle se celebra la Navidad?
—No exactamente —dijo una voz. Cordelia se volvió y vio a Hypatia Vex, la encargada del Ruelle Infierno. Aunque el lugar pertenecía a Malcolm Fade, era Hypatia la que se encargaba de invitar a la clientela; si ella no aceptaba a alguien, ese alguien jamás podría cruzar la puerta. Hypatia llevaba un traje de noche rojo brillante y una peonía bañada en oro prendida en el remolino de su pelo negro—. El Ruelle no celebra la Navidad. Sus invitados pueden hacer lo que quieran en sus casas, faltaría más, pero en diciembre, el Ruelle homenajea a su patrón con el Festum Lamia.
—¿Su patrón? ¿O sea..., tú? —preguntó Cordelia.
Hubo un destello de sorpresa en los característicos ojos de Hypatia, cuyas pupilas tenían forma de estrella.
—Su patrón cósmico. Nuestra antepasada, a la que algunos llaman la madre de los brujos, y otros, la madre de los demonios.
—Ah —contestó Matthew—. Lilith. Ahora que lo dices, es cierto que tienes muchos más búhos de lo normal en la decoración.
—El búho es uno de sus símbolos —confirmó Hypatia mientras deslizaba una mano por el respaldo de la silla de Kellington—. En los primeros días de la Tierra, Dios le dio a Adán una esposa. Su nombre era Lilith y como no se plegó a los deseos de Adán, la expulsaron del edén. Se apareó con el demonio Sammael, y tuvo muchos niños demonios, cuya descendencia fueron los primeros brujos. Esto enfadó al cielo, y envió a tres ángeles vengadores, Sanvi, Sansanvi y Semangelaf, a castigar a Lilith. Los ángeles la esterilizaron y la desterraron al reino de Edom, un páramo de criaturas nocturnas y búhos, donde sigue en la actualidad. Pero a veces extiende una mano para ayudar a los brujos que le son fieles.
A Cordelia le sonaba la mayor parte de la historia, aunque en las leyendas de los cazadores de sombras los tres ángeles eran héroes protectores. A los ocho días del nacimiento de un niño cazador de sombras, se llevaba a cabo un ritual: los Hermanos Silenciosos y las Hermanas de Hierro entonaban sobre el niño los nombres Sanvi, Sansanvi y Semangelaf. Sona le había explicado a Cordelia que era una forma de asegurar el alma del niño, haciendo que los ángeles fueran una barrera ante cualquier tipo de posesión o influencia demoníaca.
Pensó que sería mejor no mencionar eso.
—Matthew me prometió una noche escandalosa —repuso—, pero sospecho que a la Clave no le gustaría mucho que unos cazadores de sombras acudieran a la fiesta de cumpleaños de un demonio famoso.
—No es su cumpleaños —matizó Hypatia—, solo un día de celebración. Creemos que es el día en el que salió del jardín del edén.
—Las bolas rojas que cuelgan de los árboles son manzanas —dijo Cordelia, dándose cuenta—. La fruta prohibida.
—El Ruelle Infierno se deleita con el consumo de todo lo prohibido —contestó Hypatia sonriendo—. Creemos que el hecho de ser tabú lo hace todavía más delicioso.
Matthew se encogió de hombros.
—No veo por qué la Clave debería molestarse. Yo no creo que estemos celebrando a Lilith ni nada por el estilo. No es nada más que decoración.
Hypatia lo miró divertida.
—Por supuesto. Nada más. Lo que me recuerda que...
Echó una mirada significativa al hada que acompañaba a Kellington, que se levantó y ofreció su sitio a Hypatia. Esta se sentó sin más, y extendió la falda de su vestido. El hada se perdió entre la multitud.
—No he vuelto a ver mi pyxis desde la última vez que estuviste aquí, señorita Carstairs. Recuerdo que Matthew también estaba. Me pregunto si os la habré regalado sin darme cuenta.
«Uy, no» Cordelia recordó la pyxis que habían robado hacía meses: había explotado durante una batalla con un demonio mandikhor. Miró a Matthew. Este se encogió de hombros y cogió una jarra de vino especiado de la bandeja de un hada que pasaba por allí. Cordelia carraspeó.
—Pues creo que sí. Creo recordar que me deseaste mucha suerte con mi futuro.
—Y no fue solo un amable regalo —añadió Matthew—, resultó muy útil para salvar de la destrucción a la ciudad de Londres.
—Sí —confirmó Cordelia—. Imprescindible. Una ayuda absolutamente necesaria para evitar un desastre total.
—Señor Fairchild, es usted una mala influencia para la señorita Carstairs. Está empezando a desarrollar una preocupante cara dura. —Hypatia se volvió hacia Cordelia y sus ojos de estrella eran inescrutables—. Debo decir que estoy un poco sorprendida de verte esta noche. Habría esperado que una cazadora de sombras a punto de casarse quisiera pasar la última velada antes de su matrimonio afilando sus armas o practicando decapitaciones.
Cordelia empezó a preguntarse por qué Matthew la habría llevado al Ruelle. Nadie quería pasar la noche previa a su boda aguantando las burlas de brujos arrogantes, por muy interesante que fuera la decoración del lugar.
—No soy una novia corriente —se limitó a contestar.
Hypatia sonrió.
—Lo que tú digas —concedió—. Creo que hay unos cuantos invitados esperándote.
Cordelia echó un vistazo a la sala y, sorprendida, vio a dos personas conocidas sentadas a una mesa. Anna Lightwood, espléndida como siempre, en una entallada levita y con polainas azules, y Lucie Herondale, elegante y muy guapa con un vestido color hueso con pedrería azul, y saludándola enérgicamente.
—¿Las has invitado tú? —le preguntó a Matthew, que había vuelto a sacar la petaca. Se la llevó a los labios, hizo una mueca al encontrársela vacía, y la volvió a guardar en el bolsillo. Tenía los ojos vidriosos.
—Sí —contestó—, yo no puedo quedarme porque tengo que ir a la fiesta de James, y quería asegurarme de que estuvieras en buena compañía. Tienen instrucciones de bailar y beber contigo toda la noche. Que te diviertas.
—Gracias. —Cordelia se inclinó para besar a Matthew en la mejilla, olía a clavo y brandi, pero este volvió la cara en el último momento y el beso de ella le rozó los labios. Se apartó inmediatamente y vio a Kellington e Hypatia mirándola suspicaces.
—Antes de que te vayas, Fairchild, veo que tienes la petaca vacía —dijo Kellington—; acompáñame al bar y haré que te la rellenen con lo que quieras.
Miraba a Matthew con una expresión curiosa, un poco parecida a la forma en la que la había mirado a ella, después de su baile. Una especie de mirada hambrienta.
—Nunca he sido de los que declinan la oferta de «lo que quieras» —contestó Matthew, dejándose llevar por Kellington. Cordelia pensó en ir tras él, pero decidió que no, y, además, Anna le estaba haciendo gestos para que se uniera a ellas a la mesa.
Dejó a Hypatia y estaba a mitad de camino cuando vio algo en las sombras que le llamó la atención: dos figuras masculinas muy juntas. Sorprendida, se dio cuenta de que eran Matthew y Kellington. Matthew estaba apoyado contra la pared; Kellington, el más alto de los dos, se inclinaba sobre él.
Kellington alzó la mano para acariciarle la nuca a Matthew, con los dedos hundidos en los suaves cabellos.
Cordelia vio que Matthew negaba con la cabeza justo cuando más bailarines se unían a los que ya estaban en la pista de baile, impidiéndole verlos; cuando estos se apartaron, Matthew se había ido y Kellington, con aspecto molesto, cruzaba la sala de vuelta hacia Hypatia. Cordelia se preguntó por qué le había extrañado aquello, si sabía perfectamente que a Matthew le gustaban tanto los hombres como las mujeres, y estaba soltero: sus decisiones eran cosa suya. Aun así, había algo en Kellington que la incomodaba. Esperaba que Matthew tuviera cuidado...
De pronto, alguien le puso la mano en el brazo.
Se volvió automáticamente y se encontró a una mujer ante ella: el hada que había estado en la mesa con Kellington. Llevaba un vestido de terciopelo esmeralda y un collar de piedras azules brillantes.
—Disculpa la intromisión —le dijo sin aliento, como si estuviera nerviosa—, ¿eres... eres la chica que bailó aquí hace unos meses?
—Sí —respondió Cordelia cauta.
—Sí, eso creía —dijo el hada, que tenía una cara pálida y voluntariosa—. Me gustó mucho lo que hiciste. Y tu espada, claro. ¿Me equivoco al pensar que el arma es la mismísimaCortana? —Murmuró esta última parte, como si hiciera falta valor solo para nombrarla.
—Ah, no —contestó Cordelia—. Es falsa. Es solo una imitación muy bien hecha.
El hada la miró durante unos instantes, y luego estalló en carcajadas.
—¡Ah, muy bien! —respondió—. A veces se me olvida que los humanos bromean; es como una mentira, ¿no?, pero para hacer gracia. Cualquier hada auténtica reconocería el trabajo de Waylandel Herrero. —Observó la espada con admiración—. Si me permites decirlo, Wayland es el metalista vivo más grande de las islas Británicas.
Cordelia se quedó pasmada.
—¿Vivo? —repitió—. ¿Me estás diciendo que Waylandel Herrerosigue vivo?
—¡Pues claro! —respondió el hada mientras daba un par de palmadas, y Cordelia se preguntó si estaría a punto de revelarle que Waylandel Herreroera, de hecho, el trasgo borracho que estaba en la esquina con una pantalla de lámpara en la cabeza. Pero solo añadió—: Nada de lo que ha hecho en los últimos siglos ha pasado por manos humanas, pero se dice que aún maneja su forja, debajo de un túmulo en los Downs de Berkshire.
—No me digas —contestó Cordelia, intentando llamar la atención de Anna para que la rescatara—, qué interesante.
—Si estás interesada en conocer al creador deCortana, podría llevarte. Pasado el gran caballo blanco y bajo la colina. Por solo una moneda y la promesa de...
—No —replicó Cordelia con firmeza. Quizá fuera tan ingenua como la clientela del lugar pensaba, pero hasta ella sabía cuál era la respuesta correcta a un hada que intentaba hacer un trato: alejarse—. Disfruta de la fiesta —le dijo—, yo tengo que irme.
Mientras Cordelia se volvía dispuesta a marcharse, oyó que la mujer decía algo en voz baja.
—No tienes por qué casarte con un hombre que no te ama, ¿sabes?
Cordelia se quedó helada. La miró por encima del hombro; el hada la observaba con una expresión seria, tensa y vigilante, sin rastro de la dulzura de hacía un momento.
—Hay otros caminos —añadió—, yo podría ayudarte.
Cordelia borró toda expresión de su rostro.
—Mis amigas me están esperando —repuso, y se fue con el corazón latiéndole con fuerza. Se dejó caer en una silla frente a Anna y Lucie. Estas la saludaron alegremente, pero ella tenía la cabeza en otra cosa.
«Un hombre que no te ama.» ¿Cómo podía saber eso aquella hada?
—¡Daisy! —la llamó Anna—. Haz el favor de prestar atención. Estamos ocupándonos de ti. —Bebía un pálido champán en una copa estrecha, y con un leve movimiento de dedos hizo que apareciera otra, que tendió a Cordelia.
—¡Hurra! —exclamó Lucie encantada, antes de volver a ignorar por completo su sidra y a sus amigas y dedicarse a garabatear furiosamente en una libreta y observar lo que pasaba a pocos metros de su sitio.
—¿Te han visitado las musas? —preguntó Cordelia. Su corazón estaba empezando a serenarse. Se dijo con convicción que el hada solo había dicho tonterías. Seguro que había oído a Hypatia hablarle sobre su boda y había decidido jugar con las inseguridades habituales de cualquier novia. ¿A quién podría no preocuparle que el hombre con quien va a casarse no la amase? En el caso de Cordelia eso era cierto, pero cualquiera temería lo mismo, y las hadas se aprovechaban de los miedos de los mortales. No significaba nada, no había sido más que un intento para conseguir de ella lo que ya le había pedido antes: una moneda y una promesa.
Lucie movió una mano manchada de tinta para atraer su atención.
—Aquí hay muchísimo material —dijo—. ¿Has visto que Malcolm Fade está allí? Me encanta su abrigo. Ah, he decidido que en vez de ser un apuesto oficial naval, lord Kincaid debería ser un artista cuya obra se prohibió en Londres, así que huyó a París, donde convirtió a la bella Cordelia en su musa y es bienvenido en los mejores salones...
—¿Qué ha pasado con el duque de Blankshire? —preguntó Cordelia—. Pensaba que la Cordelia ficticia estaba a punto de convertirse en duquesa.
—Ha muerto —dijo Lucie mientras se chupaba la tinta del dedo. Una cadena dorada le brillaba alrededor del cuello. Llevaba varios meses con el mismo sencillo medallón de oro; cuando Cordelia le había preguntado por él, Lucie había dicho que era una antigua reliquia familiar que supuestamente traía buena suerte. Cordelia aún podía recordar su presencia, un destello dorado en la oscuridad, la noche en la que James había estado a punto de morir por el veneno del demonio en el cementerio Highgate. No recordaba haber visto a Lucie con el medallón antes de eso. Suponía que podía haber interrogado a Lucie con más insistencia, pero cuando ella misma se guardaba secretos que no compartía con suparabatai, difícilmente podía insistir en saber los de Lucie, sobre todo en relación con algo tan pequeño como un medallón.
—Suena a tragedia —comentó Anna, observando cómo su champán reflejaba la luz.
—Oh, no lo es —contestó Lucie—. No quería que la Cordelia de ficción estuviera atada a un solo hombre. Quería que tuviera aventuras.
—No es exactamente el tipo de planteamiento que una esperaría en vísperas de una boda —comentó Anna—, pero, en cualquier caso, lo aplaudo. Porque una espera que sigas teniendo aventuras después de casarte, Daisy. —Sus ojos azules chispearon mientras levantaba su copa para un brindis.
Lucie elevó su jarra.
—¡Por el fin de la libertad! ¡Por el principio de un divertido cautiverio!
—Tonterías —contradijo Anna—, el matrimonio de una mujer es el principio de su liberación, Lucie.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Cordelia.
—A una mujer soltera, la sociedad la ve como alguien en un estado transitorio y temporal en el que no está casada, pero espera estarlo en cualquier momento —explicó Anna—. Sin embargo, una mujer casada puede flirtear con quien quiera sin dañar su reputación. Puede viajar con libertad. Para ir a mi casa o para salir de ella, por ejemplo.
Lucie abrió mucho los ojos, perpleja.
—¿Estás diciendo que algunas de tus amantes eran damas que ya estaban casadas?
—Estoy diciendo que es más frecuente eso que lo contrario —respondió Anna—. Es simple: una mujer casada tiene más libertad para hacer lo que quiera. Una joven soltera apenas puede salir de casa sin que la acompañen. Una casada puede ir de compras, ir a conferencias, quedar con amigas... Tiene un montón de excusas para estar fuera de casa, siempre y cuando lleve un sombrero favorecedor.
Cordelia se rio. Anna y Lucie siempre conseguían animarla.
—Y a ti te gusta una mujer con un sombrero favorecedor.
Anna levantó un dedo.
—Una mujer que sabe elegir un sombrero que la favorece, es muy probable que haya prestado atención a cada capa de su atuendo.
—Qué sabia reflexión —dijo Lucie—. ¿Te importa si la pongo en la novela? Es justo el tipo de cosa que diría lord Kincaid.
—Como quieras, bonita —contestó Anna—, ya me has robado la mitad de mis mejores frases. —Dejó vagar la mirada por la estancia—. ¿Habéis visto a Matthew con Kellington? Espero que eso no empiece otra vez.
—¿Qué pasó con Kellington? —preguntó Lucie.
—Medio le rompió el corazón a Matthew, hace un año o así —contestó Anna—. Matthew tiene por costumbre que le rompan mucho el corazón. Parece preferir los amores imposibles.
—¿En serio? —Lucie volvía a garabatear en su libreta—. Ay, Dios.
—Saludos, bellas damas —dijo un hombre alto con una piel blanca como la de un cadáver y pelo castaño rizado, que apareció al lado de su mesa como por arte de magia—. ¿Cuál de estas beldades anhela bailar conmigo la primera?
Lucie se levantó de un salto.
—Yo bailaré contigo —dijo—. Eres un vampiro, ¿no?
—Esto... ¿Sí?
—Estupendo. Bailaremos, y me contarás todo sobre el vampirismo. ¿Acosas a las mujeres bellas por las calles de la ciudad con la esperanza de robarles un sorbo de su sangre gentil? ¿Lloras porque tu alma está maldita?
Los ojos oscuros del joven miraron alrededor con preocupación.
—La verdad es que yo solo quería bailar el vals —dijo, pero Lucie ya lo había agarrado y lo arrastraba hacia la pista. La música subió de volumen, y Cordelia chocó su copa con la de Anna mientras ambas se reían.
—Pobre Edwin —comentó Anna mirando a los bailarines—. Se pone nervioso incluso en los mejores momentos. Ahora, Cordelia, te ruego que me cuentes todos los detalles de los planes de boda, y yo pediré champán frío para las dos.
Y si alguna vez, sobre las gradas de un palacio, sobre el pasto verde de un foso o en la soledad melancólica de tu cuarto te despiertas, la borrachera ya atenuada o desaparecida, pregúntale al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, pregúntale la hora; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro y el reloj te contestarán: «¡Es la hora de emborracharse! ¡Para no ser el esclavo martirizado por el tiempo, emborráchate, emborráchate sin parar! Con vino, con poesía, con virtud, con lo que quieras».
Charles Baudelaire,Enivrez-vous
—¡Cuidado! ¡Detrás de ti! —gritó Christopher alarmado. James se apartó apresuradamente. Dos licántropos pasaron a toda velocidad al lado de los chicos, enzarzados en una pelea de borrachos, y cayeron al suelo. Thomas colocó su vaso por encima de la cabeza para mantenerlo a salvo de la muchedumbre que no dejaba de darle empujones.
James no había tenido muy claro que el Devil's Tavern fuera el mejor sitio para su fiesta, ya que solía ir allí varios días a la semana, pero Matthew había insistido mucho, dando a entender que había organizado algo especial.
James echó una mirada al caos y dejó escapar un suspiro silencioso.
—Me había imaginado una velada más tranquila.
Cuando llegaron al principio, las cosas no estaban tan desenfrenadas. La Tavern tenía su ambiente habitual, animado y amistoso, y a James le hubiera agradado subir a sus habitaciones privadas, como había hecho tantas veces antes, y relajarse con sus viejos amigos.
Matthew, sin embargo, se había subido inmediatamente a una silla y había reclamado la atención de los presentes golpeando un candelabro de metal con su estela.
—¡Amigos! ¡Esta noche, miparabatai, James Jeremiah Jehoshaphat Herondale, celebra su última noche de soltero! —había gritado.
Elpubentero había prorrumpido en gritos y felicitaciones.
James había saludado con la mano para dar las gracias y dar por finalizada la ovación de buenos deseos, pero parecía que la cosa no había acabado. Subterráneos de todo tipo se acercaron a estrecharle la mano, darle palmadas en la espalda y desearle felicidad. Sorprendido, James se dio cuenta de que conocía a casi todos los presentes, que los conocía, de hecho, desde pequeño y que lo habían visto crecer.
Estaba Nisha, «la vampira más vieja, de la parte más vieja de esta vieja ciudad», como ella misma siempre decía. Estaban Sid y Sid, los dos hombres lobos que siempre estaban discutiendo sobre cuál de ellos podría ser «Sid» y cuál debería ser «Sidney». El extraño grupo de trasgos que solo hablaban entre ellos, nunca con los demás, pero de vez en cuando invitaban a bebidas a otros clientes, aparentemente al azar. Estos rodearon a James y exigieron que se acabara el whisky que tenía en la mano para que pudiera beberse el que ellos le habían traído.
James estaba realmente emocionado por la expresión de todos estos sentimientos, pero solo le hacían sentirse más inseguro sobre su matrimonio.
«En un año se habrá acabado —pensó—. Si supierais eso, no estaríais celebrándolo.»
Matthew había desaparecido escalera arriba después de su discurso y había dejado a los demás rodeados por los ruidosos juerguistas, que cada vez estaban más y más borrachos en honor de James, hasta que, por supuesto, llegó el inevitable momento en el que Sid le dio un puñetazo a Sid y un rugido, mitad de aprobación y mitad de burla, se alzó entre la multitud.
Thomas, con el ceño fruncido, usó su gran tamaño y abultados músculos para abrir paso a los otros tres hasta una esquina menos concurrida del local.
—Enhorabuena, Thomas —dijo Christopher. Su pelo castaño estaba revuelto y tenía las gafas casi en la cabeza—. El espectáculo especial de Matthew debería empezar... —Miró hacia la escalera con gesto esperanzado—... en cualquier momento.
—Cuando Matthew planea algo especial, suele ser terriblemente maravilloso o maravillosamente terrible —apuntó James—. ¿Alguno quiere apostar qué nos tocará esta vez?
Christopher esbozó una ligera sonrisa.
—Algo de belleza incomparable, según Matthew.
—Eso podría ser cualquier cosa —replicó James, que observaba a Polly, la camarera, ir hacia el meollo de la batalla para separar a los Sids, mientras Pickles, el kelpie, organizaba apuestas sobre quién sería el ganador.
Thomas se descruzó de brazos.
—Va de una sirena.
—¿De una qué? —preguntó James.
—Una sirena —repitió Thomas—. Representando algún tipo de... actuación de sirena seductora.
—Alguna amiga suya deldemi-monde, ya sabes —añadió Christopher, que parecía encantado de conocer la palabrademi-monde. Había que reconocer que las frecuentes citas de Matthew con poetas y cortesanas distaban mucho de las tinturas y los tubos de ensayo de Christopher, o la extensa biblioteca de Thomas y sus intensivos regímenes de entrenamiento. Aun así, ambos parecían aliviados de haber contado su secreto.
—¿Qué va a hacer? —preguntó James—. ¿Y... dónde va a hacerlo?
—Espero que en un gran tanque de agua —contestó Christopher.
—En cuanto a qué va a hacer —añadió Thomas—, será algo bohemio con campanas y castañuelas y velos. Digo yo.
Christopher parecía preocupado.
—¿No se le mojarán los velos?
—Será una experiencia inolvidable —siguió Thomas—. O eso dice Matthew. Belleza incomparable y todo eso.
Inconscientemente, James se llevó la mano al brazalete de plata que lucía en la muñeca y pasó los dedos por la superficie de forma automática. Después de tanto tiempo, apenas notaba su presencia; Grace Blackthorn se lo había confiado cuando tenía solo catorce años. Pero a medida que la boda se aproximaba, James había puesto todo su empeño en no pensar en Grace.
«Un año», pensó James. Tenía que sacarse a Grace de la cabeza durante un año más. Esa era la promesa que se habían hecho el uno al otro. Y también le había prometido a Cordelia que no vería a Grace solo ni a sus espaldas; si alguien se enteraba, sería una humillación para ella. El mundo tenía que pensar que su matrimonio era de verdad.
El pensamiento de seguir adelante con su boda con Cordelia mientras aún llevaba el brazalete lo hizo sentirse incómodo. Se recordó a sí mismo que debía quitárselo al llegar a casa. Sacárselo sería un desaire a Grace, pero dejárselo sería un desaire a Cordelia. Cuando sucedió todo, había decidido no traicionar sus votos matrimoniales de palabra u obra. Quizá no fuera capaz de controlar su corazón o sus sentimientos, pero sí podía quitarse el brazalete. Eso sí estaba a su alcance.
En el otro lado de la sala, Polly daba instrucciones a un pequeño equipo de brownies. Habían instalado un escenario en el extremo más alejado de la estancia, en el cual había, efectivamente, un gran tanque de agua. Un par de brownies pusieron candelabros alrededor para lograr una iluminación dramática, y otros se movían por el lugar, apartando a la gente y así hacer espacio para el público.
La escalera tembló; Matthew bajó a toda prisa; en la penumbra del bar, el pelo le brillaba con el color de las luces de las velas. Se había quitado la chaqueta e iba en mangas de camisa y con un chaleco de rayas verdes y azules. Saltó por encima de la balaustrada de la escalera y aterrizó en el escenario. De pie, detrás del tanque, levantó las manos pidiendo silencio.
Pero el estruendo siguió hasta que el primer Sid levantó sus impresionantes puños por encima de la cabeza.
—¡Eh! ¡Silencio u os aplasto esas asquerosas cabezas! —gritó.
—¡Eso es! —apoyó el otro Sid; parecía que ya habían resuelto sus diferencias.
Hubo un pequeño murmullo de quejas, y un licántropo que estaba cerca también gritó.
—¡Asquerosas! ¡Bien!
Pero, finalmente, la multitud se quedó callada.
—Espera un momento —susurró James—, ¿cómo va a bajar la escalera una sirena?
Hubo una pausa, y Christopher, que se había quitado las gafas para limpiarlas, le contestó.
—¿Y cómo la ha subido?
Thomas se encogió de hombros.
—¡Buenas noches, amigos! —gritó Matthew ante un puñado de educados aplausos—. Hoy tenemos algo realmente excepcional que presentaros en honor de un viejo amigo de la Tavern. Habéis sido lo suficientemente amables para tolerar la presencia de los Alegres Compañeros durante varios años ya...
—Es que pensábamos que los cazadores de sombras estabais asaltando el lugar —dijo Polly con una mueca sarcástica—, y tomándooslo con calma...
—Mañana, uno de nosotros, el primero de nosotros, parte hacia su destino y se une a vuestras filas, pobres desgraciados casados —continuó Matthew—. Pero ¡esta noche lo despediremos a lo grande!
Los gritos y las felicitaciones acompañaron a las burlas y los golpes sobre las mesas. Un sátiro y una criatura de cuernos achaparrados que estaban cerca de la primera fila se levantaron y fingieron un abrazo obsceno, hasta que alguien les tiró una salchicha. En el piano, uno de los duendes tocó una tonadilla cómica. La música llenó el lugar, y Matthew levantó su piedra de luz mágica. Con su brillo, iluminó una figura que descendía por la escalera.
Por un momento, James se preguntó si sería la primera vez que alguien usaba una piedra de luz mágica como la iluminación de un escenario, pero enseguida se dio cuenta de lo que estaba contemplando y se quedó en blanco. Christopher hizo un ruidito con la garganta, y Thomas miró con los ojos muy abiertos.
La sirena tenía piernas humanas. Eran largas y muy bien formadas, tuvo que admitir James, y estaban vagamente cubiertas por faldas diáfanas hechas de exóticas algas entrelazadas.
Por desgracia, de cintura para arriba, tenía la mitad superior de un pez boquiabierto y de mirada fija. Las escamas eran de un plateado metálico y brillante y reflejaban la luz de una manera que casi conseguía distraer, aunque no del todo, de sus ojos amarillos sin párpados del tamaño de un plato de sopa.
El público enloqueció, animando y gritando el doble de alto. Uno de los licántropos aulló: «¡CLARIBELLA!», con una voz lastimera y nostálgica.
—Permítanme presentarles a... —gritó Matthew con una sonrisa— ¡Claribella, la Sirena!
El público silbó, aplaudió y golpeó cosas para mostrar su aprobación. James, Christopher y Thomas luchaban por encontrar palabras.
—Es una sirena al revés —dijo James, que había recuperado algo de su vocabulario, aunque quizá no todo.
—Matthew ha contratado una sirena invertida —coincidió Thomas—, pero ¿por qué?
—Me pregunto qué tipo de pez es —intervino Christopher—. ¿Las sirenas son un tipo específico de pez? ¿Tiburones, arenques o algo por el estilo?
—Esta mañana he desayunado arenques ahumados —recordó Thomas con tristeza.
La sirena invertida empezó a mover las caderas de lado a lado, con la facilidad de una experimentada bailarina de cabaret. Su boca de pez se abría y se cerraba al ritmo de la música. Las pequeñas aletas, una a cada lado del cuerpo, se agitaban.
En favor de Matthew, había que decir que el resto de los parroquianos del Devil's Tavern parecían auténticos admiradores de Claribella y su número. Cuando acabó su baile, se retiró detrás del tanque, en parte para protegerse de los devotos más entusiastas.
—Sí que tiene un algo —reconoció Christopher. Miró a James esperanzado—. ¿No?
—Deberíamos haber ido a la fiesta de trineos de Pounceby —contestó James.
—¿Y si pasamos una tranquila velada en el piso de arriba? —propuso Thomas con amabilidad—. Yo me encargo de abrir camino entre la multitud.
Mientras seguían a Thomas a través de la muchedumbre de subterráneos, Matthew, que había estado vendiendo entradas para pases privados con Claribella, los vio y bajó del escenario de un salto.
—¿Buscando el bello refugio de la soledad? —preguntó Matthew cogiendo a James del brazo. Olía como siempre lo hacía Matthew: a colonia y brandi mezclado con un poco de humo y serrín.
—Me voy al piso de arriba con vosotros tres —contestó James—, no llamaría a eso «soledad».
—Tranquilidad, entonces —dijo Matthew—. «Tú, novia aún intacta de la tranquilidad; tú, hija adoptiva del silencio y del tardo tiempo...» —añadió citando a Keats.
Mientras se dirigían a la escalera, Ernie, el dueño de la taberna, se subió al escenario e intentó bailar con Claribella, pero con un simple par de aleteos esta lo evitó y se tiró de cabeza en la tina de ginebra habitada por Pickles, el kelpie. Emergió un segundo después, echando un chorro de ginebra por la boca mientras Pickles relinchaba de puro placer.
Llegaron a sus aposentos en el piso de arriba y Thomas cerró bien las puertas. Hacía frío y había una gotera en el techo que vertía agua sobre las alfombras desgastadas, pero aun así James encontró el lugar tan acogedor y agradable como siempre. Era el cuartel general de los Alegres Compañeros, su guarida, su lugar para esconderse del mundo, y el único sitio donde James quería estar en ese momento. Había empezado a nevar otra vez y se formaban remolinos blancos que golpeaban las ventanas de vidrio emplomado.
Mientras Thomas cogía una olla vacía para poner bajo la gotera, Christopher se arrodilló ante la chimenea y examinó los troncos que estaban dentro, húmedos a causa de la nieve derretida. Sacó un objeto del bolsillo, un tubo de metal unido a un pequeño matraz de cristal, el método de suministro de un iniciador químico del fuego de su propia invención en el que había estado trabajando las últimas semanas. Apretó un pulsador y el matraz se llenó de un gas rosa. Con un ligero clic, un pequeño rayo de fuego salió lanzado hacia el extremo del tubo, pero se extinguió rápidamente, y un denso humo negro se extendió por la habitación.
—No me esperaba esto —se lamentó Christopher mientras intentaba tapar el tubo con la punta de su pañuelo. James intercambió una mirada exasperada con Matthew y luego se apresuraron a abrir las ventanas mientras tosían y carraspeaban. Thomas cogió un viejo libro de las estanterías e intentó abanicar el humo hacia la ventana. Abrieron el resto de las ventanas y puertas, y cogieron todo lo que tenían a mano para mover el humo por la habitación hasta que finalmente se disipó, dejando una peste amarga y marcas de hollín diseminadas en todas las superficies.
Cerraron las ventanas. Thomas fue a la habitación contigua y volvió con madera seca: esta vez, cuando Christopher intentó encender el fuego, con cerillas ordinarias, prendió sin problemas. Se juntaron los cuatro alrededor de la mesa circular del centro de la habitación, temblando; Matthew cogió las manos de James y se las calentó frotándolas entre las suyas.
—Bueno, esta es una buena manera de pasar la víspera de tu boda —le dijo con tono de disculpa.
—No me gustaría estar en ningún otro sitio —contestó James mientras le castañeaban los dientes—. Para empezar, porque vosotros sois los únicos que sabéis la verdad sobre esta boda.
—Lo cual nos libera de la expectativa habitual de que esta penúltima noche se debe disfrutar —repuso Matthew. Soltó las manos de su amigo y puso cuatro copas sobre la mesa. Cogió la botella de brandi y echó un poco en cada una.
Tenía la voz clara, pero había un cierto deje en ella, y James se preguntó cuánto habría bebido Matthew antes de llegar a la taberna.
—Yo diría que los habituales han disfrutado de la actuación de Claribella —dijo Thomas.
—¿Sabías que era una sirena invertida? —preguntó Christopher con sus ojos de color lila muy abiertos y llenos de inocente curiosidad.
—Pueees —contestó Matthew mientras se rellenaba la copa—, no exactamente, no. O sea, su representante me dijo que era una invertida, pero pensé que era una forma de referirse a sus gustos sexuales y, como comprenderéis, me pareció estupendo.
Thomas reprimió una carcajada.
—Podías haber pedido verla antes de contratarla —sugirió James. Tomó un sorbo de su copa; el brandi empezó a calentarlo por dentro, igual que el fuego, que ya crepitaba, lo calentaba por fuera.
James lo había dicho de broma, pero Matthew pareció herido.
—Yo he intentado que saliera bien —protestó, y añadió mirando a Thomas y a Christopher—: Tampoco os he oído proponer ninguna idea magnífica para esta noche.
—Porque dijiste que ya te encargabas tú —se justificó Thomas.
—Lo importante —intervino Christopher, alarmado al ver que podía darse un conflicto— es que estamos aquí juntos. Y que llevaremos a James a tiempo para la ceremonia, por supuesto.
—Por supuesto, porque el novio se consume de impaciencia por estar casado —ironizó Matthew, y todos se miraron entre sí, tan alarmados como Christopher. Rara vez discutían o se peleaban, y James y Matthew casi nunca.
Hasta Matthew se dio cuenta de que había ido demasiado lejos con su comentario, la verdad resplandecía como una luna llena en el cielo oscuro. Sacó la petaca del abrigo y le dio la vuelta, pero estaba vacía. La tiró en el sofá más cercano y miró a James con los ojos brillantes.
—Jamie —dijo—. Mi sangre. Miparabatai. No tienes por qué hacer esto. No tienes que seguir adelante. Lo sabes, ¿verdad?
Christopher y Thomas se quedaron inmóviles en sus asientos.
—Cordelia... —empezó James.
—Quizá Cordelia tampoco quiera esto —interrumpió Matthew—. Un matrimonio falso seguro que no es el sueño de una chica joven...
James se levantó. El corazón le latía al ritmo de una extraña marcha.
—Cordelia mintió por mí, para evitar que la Clave me mandara a prisión por incendio premeditado, destrucción de la propiedad y el Ángel sabe cuántas cosas más. Dijo que habíamos pasado la noche juntos. —Su tono era duro y cada palabra sonaba clara y precisa—. Sabes lo que eso significa para una mujer. Destruyó su reputación y lo hizo por mí.
—Pero no está destruida —dijo Christopher—. Tú...
—Me ofrecí a casarme con ella —completó James—. No, borra eso, le dije que íbamos a casarnos. Porque Cordelia sería la primera en rechazar tal unión. Nunca querría que yo hiciera algo por obligación, nunca dejaría que hiciera algo que me causara infelicidad solo por ella.
—¿Y lo estás haciendo? —Thomas tenía los ojos fijos en él—. ¿Te estás metiendo en algo que te hace infeliz por ella?
—Sería más infeliz si su situación fuera desgraciada —contestó James—, y tendría la culpa de ello. Un año de matrimonio con Daisy es un precio muy pequeño por salvarnos a ambos. —Dejó escapar una exhalación—. ¿Os acordáis? Dijimos que sería divertido. Una broma divertida.
—Supongo que a medida que se acerca el día, va pareciendo más serio —opinó Christopher.
—No es algo para tomarse a la ligera —sentenció Thomas—. Las runas del matrimonio, los votos...
—Lo sé —dijo James mientras se volvía hacia la ventana. La nieve parecía haberse tragado Londres por completo. Estaban recogidos en un pequeño punto de luz y calor, en el centro de un mundo de hielo.
—Y Grace Blackthorn —apuntó Matthew.
El nombre fue seguido por un corto silencio. Ninguno había vuelto a pronunciar el nombre de Grace delante de James desde la fiesta de compromiso de Cordelia, hacía cuatro meses.
—La verdad es que no sé qué piensa Grace —confesó James—. Estaba muy rara después del anuncio de compromiso...
Matthew torció la boca en una mueca.
—A pesar de que ella misma estaba comprometida y no le suponía ningún problema...
—Matthew —lo reprendió Thomas con suavidad.
—Llevo meses sin hablar con ella —dijo James—, ni una sola palabra.
—No has olvidado que quemaste aquella casa por ella, ¿verdad? —preguntó Matthew rellenándose la copa.
—No —contestó James secamente—. Pero eso no importa. Le hice una promesa a Daisy y voy a mantenerla. Si querías evitar que hiciera lo correcto, deberías haber empezado la campaña un poquito antes de la noche previa a mi boda.
Durante un momento, todo se quedó en silencio. Los cuatro estaban inmóviles, apenas respiraban. La nieve se desplomaba contra los cristales en suaves explosiones de blancura. James podía verse reflejado en el cristal: el pelo negro y el rostro pálido.
Finalmente, fue Matthew quien habló.
—Tienes razón, por supuesto; es solo que quizá nos preocupe que seas demasiado honesto, demasiado bueno, y la bondad puede ser un cuchillo lo suficientemente afilado, ya lo sabes, igual que la maldad.
—No soy tan bueno —replicó James mientras se alejaba de la ventana.
Y de pronto la habitación y sus amigos se desvanecieron, y aunque seguía quieto, tuvo la sensación de caer, girando sin parar en una gran extensión de vacío.
Había aterrizado en un duro trozo de tierra.
«No, ahora no, no puede ser.»
Pero cuando se puso en pie, se encontró en un yermo estéril, bajo un cielo cubierto de ceniza. No era posible, pensó, él había visto cómo este reino de las sombras se destruía mientras Belial aullaba de rabia.
La última vez que había estado en ese lugar, había visto a Cordelia clavarle la espada a Belial en el pecho. Una imagen de ella le apareció en la mente de forma inesperada, lanzando la estocada con la espada en alto y el pelo al aire, como si fuera la diosa de un cuadro: la Libertad o la Victoria guiando al pueblo.
Y después el mundo se había abierto mientras el cielo se dividía, y una luz roja y negra caía sobre la tierra resquebrajada. Y James había visto la cara de Belial destruirse y el cuerpo estallarle en mil pedazos.
Belial no estaba muerto, pero se había quedado tan debilitado a causa deCortanaque Jem había dicho que no podría volver al menos en cien años. Y lo cierto era que, desde aquel momento, todo había estado en calma. James no había vuelto a ver a su abuelo ni un atisbo de su reino de las sombras. Pero ¿quién, sino él, podía haber arrastrado a James hasta ese lugar?
James se volvió en redondo entornando los ojos. Había algo diferente en ese lugar que había visto tantas veces en sueños y visiones. ¿Dónde estaban los montones de huesos desteñidos, las dunas de arena, los árboles retorcidos y nudosos? Lejos, en la distancia, más allá de la desolada extensión de un pedregal lleno de malas hierbas, James vio la silueta de una enorme estructura de piedra, una imponente fortaleza sobre la llanura.
Solo unas manos humanas, o inteligentes, al menos, podían haber construido semejante edificación. James nunca había visto ningún indicio de tal historia en la desolación del reino de Belial.
Con cuidado, dio un paso, y notó que el aire le golpeaba como una ola. Se quedó ciego, cayó de rodillas ahogándose, y se sintió lanzado hacia una oscuridad sin fondo. Volvió a precipitarse en la nada, girando y sacudiéndose hasta que aterrizó bruscamente en un duro suelo de madera.
Se forzó a alzarse sobre los codos mientras respiraba el hedor de productos químicos quemados mezclado con lana mojada. Oyó voces, antes de que la visión se le aclarara del todo, y la de Matthew se alzó sobre las otras dos.
—¿James? ¡Jamie!
James tosió débilmente. Notaba sabor a sal, se llevó los dedos a la boca y los sacó manchados de negro y rojo. Unas manos lo cogieron por las muñecas; lo levantaron con brusquedad, un brazo le rodeó la espalda. Brandi y colonia.
—Matthew —pronunció con la boca seca.
—Agua —pidió Christopher—, ¿tenemos algo de agua?
—Yo ni la toco —dijo Matthew mientras colocaba a James sobre el sofá grande. Se sentó a su lado y lo miró a la cara con tal intensidad que, a pesar de todo, este tuvo que reprimir una carcajada.
—Estoy bien, Matthew —aseguró James—. Además, no sé qué esperas descubrir mirándome fijamente dentro del globo ocular.
—Traigo agua —dijo Thomas, empujando a Christopher en su impaciencia por ofrecerle una taza a James; este tenía las manos tan temblorosas que el primer trago se le fue mitad por la garganta, mitad por la camisa. Christopher le dio palmadas en la espalda hasta que fue capaz de tragar aire, respirar y beber sin atragantarse.
Puso la taza vacía en el brazo del sofá.
—Gracias, Thomas.
De repente se vio envuelto en un fiero abrazo de Matthew. Las manos de su amigo se le agarraban fuertes a la espalda y la mejilla fría se apretaba contra la suya.
—Parecías una sombra —dijo Matthew en voz baja—, como si fueras a desaparecer, como si hubiera deseado que te fueras y estuvieras haciéndolo...
James se echó hacia atrás y le apartó el pelo de la frente a su amigo.
—¿Has deseado que desaparezca? —le preguntó de broma.
—No, a veces deseo desaparecer yo —contestó Matthew en un susurro, y fue algo muy raro en él: una frase completamente cierta, sin bromas, burlas o humor de ninguna clase.
—No desees eso nunca —contestó James, y se sentó lo suficientemente enderezado para observar a los otros dos Alegres Compañeros y sus caras preocupadas—. ¿Me he vuelto una sombra?
Thomas asintió. Matthew estaba apoyado contra el respaldo del sofá, y con la mano derecha rodeaba la muñeca de James, como si quisiera asegurarse de que su amigo seguía allí.
—Pensaba que toda esa mierda se había acabado —admitió James.
—Han pasado meses —apoyó Christopher.
—Pensé que ya no te podía pasar —dijo Thomas—. Creía que el reino de Belial se había destruido.
James miró a sus amigos, queriendo tranquilizarlos: «No significa nada, puede haber pasado por cualquier razón, estoy seguro de que no tiene importancia»; pero las palabras no le salían de la boca. La oscuridad de ese lugar estaba todavía demasiado dentro de él, el sabor ácido del aire, la fortaleza a lo lejos rodeada de humo.
Pensó que alguien había querido que él viese eso. Y probablemente era alguien que no le deseaba ningún bien.
—Lo sé —reconoció finalmente—. Yo también lo creía.
El aire del exterior estaba tan frío que parecía titilar mientras Cordelia, achispada y riéndose, se bajaba del carruaje del Instituto y se despedía efusivamente de Lucie. A su espalda, la casa de Cornwall Gardens estaba oscura y cerrada.
—Gracias por la fiesta sorpresa —dijo mientras cerraba la puerta del carruaje—. Nunca hubiera esperado pasar la víspera de mi boda jugando a la pulga con licántropos.
—¿Crees que estaban haciendo trampas? Yo sí. Pero aun así ha sido muy divertido. —Lucie se asomó por la ventanilla abierta y le tiró un teatral beso al aire a su amiga—. ¡Buenas noches, querida! ¡Mañana seré túsuggenes! Seremos hermanas.
Por un momento, Cordelia pareció ansiosa.
—Solo durante un año.
—No —dijo Lucie con firmeza—. Pase lo que pase, siempre seremos hermanas.
Cordelia sonrió y se volvió para entrar en la casa. La puerta se había abierto, y Lucie vio a Alastair en el umbral, sosteniendo en alto un farol, como Diógenes buscando a un hombre honesto. Saludó a Lucie con un gesto de cabeza y luego cerró la puerta tras su hermana; Lucie golpeó el lateral del carruaje, yBaliosse puso en marcha de nuevo; el sonido de su galope contra el suelo nevado era como lluvia amortiguada.
Con un suspiro, se hundió en el asiento de seda azul, repentinamente cansada. Había sido una noche larga. Una hora antes de medianoche, Anna se había ido con Lily, una vampira de Pekín. Lucie había aguantado firme, pues quería quedarse en el Ruelle mientras Cordelia se lo estuviera pasando bien; sabía que su amiga tenía ciertos temores respecto al día siguiente. No podía culparla. Sí que la gente se casaba por todo tipo de razones de conveniencia que nada tenían que ver con el amor, pero aunque fuera algo temporal, era muy aparatoso. Cordelia tendría que hacer todo un papelón al día siguiente, y James igual.
—Un penique por tus pensamientos —susurró una voz. Lucie levantó la vista mientras la boca se le curvaba en una sonrisa.
Jesse. Sentado junto a ella, con la cara iluminada por el rosado resplandor del farol del carruaje, que se filtraba a través de la ventanilla. Se había entrenado para no dar un respingo cada vez que él aparecía de repente; en los cuatro meses que habían pasado desde que se habían vuelto a encontrar, lo había visto casi cada noche.
Siempre tenía el mismo aspecto. Nunca engordaba un gramo ni le crecía el pelo un centímetro. Siempre iba vestido con el mismo pantalón negro y la misma camisa blanca. Sus ojos siempre eran profundos y verdes, como el verdín que colorea una moneda.
Y su presencia siempre la hacía sentirse como si unos dedos delicados le subieran por la espalda. Temblorosa y cálida, todo a la vez.
—Un penique es muy poco —respondió ella, haciendo un esfuerzo por mantener una voz despreocupada—. Mis pensamientos son de lo más interesante y deberían suponer un mayor desembolso de dinero.
—Lástima que sea más pobre que una rata —repuso él mientras señalaba sus bolsillos vacíos—. ¿Te lo has pasado bien en el Ruelle? La ropa de Anna es realmente espectacular; ojalá pudiera aconsejarme sobre chalecos y polainas, pero, ya sabes... —Levantó los brazos, mostrando su atuendo inamovible.
Lucie le sonrió.
—¿Andabas por allí espiando? No te he visto.
Era raro que no viera a Jesse si este estaba en una habitación. Cuatro meses atrás, él había donado su último aliento (que antes había estado atrapado en el relicario dorado que ella llevaba colgado al cuello) para salvar la vida de James. Después de aquello, Lucie había estado preocupada porque esa pérdida pudiera hacer que Jesse se evaporara o desapareciera; pero aunque aún insustancial, por fastidioso que eso fuera, seguía siendo muy visible, al menos para ella.
Él apoyó la morena cabeza contra el tapizado azul y dorado.
—Puede ser que haya aparecido un momento por allí para asegurarme de que llegabas al Ruelle sana y salva. Por la noche, hay muchos tipos sospechosos por Berwick Street: ladrones, rateros, bellacos...
—¿Bellacos? —Lucie estaba encantada—. Eso suena a algo sacado deLa bella Cordelia.
—Ahora que lo mencionas. —La señaló con un dedo acusador—. ¿Cuándo vas a dejarme que lo lea?
Lucie dudó. Le había dejado leer algunas de sus novelas anteriores, comoRescatando a la princesa secreta Lucie de su terrible familia, que a él le había divertido mucho, sobre todo el personaje del cruel príncipe James. PeroLa bella Cordeliaera diferente.
—La estoy puliendo. Todas las novelas tienen que pulirse, como los diamantes.
—O los zapatos —repuso él irónico—. He pensado en escribir una novela. Es sobre un fantasma que está muy muy aburrido.
—Quizá —sugirió Lucie— deberías escribir una novela sobre un fantasma que tiene una hermana que lo adora y una... amiga que también lo adora, y que se pasan un montón de tiempo intentando averiguar cómo conseguir que él deje de ser un fantasma.
Jesse no contestó. Lucie solo había intentado decir algo divertido, pero los ojos del chico se habían vuelto oscuros y serios. Qué extraño resultaba que, incluso siendo un fantasma, los ojos fueran la ventana del alma. Y ella sabía que Jesse tenía alma. Y que estaba tan viva como cualquier otra cosa viva, desesperada por estar otra vez en el mundo, y no sentenciada a una semiexistencia de su conciencia de la que solo podía disfrutar por la noche.
Jesse miró por la ventanilla. Estaban pasando por Piccadilly Circus, que a aquella hora estaba casi desierta. La estatua de Eros, en su centro, estaba ligeramente cubierta de nieve; un vagabundo solitario dormía sobre sus escalones.
—No albergues demasiadas esperanzas, Lucie. A veces son peligrosas.
—¿Le has dicho eso a Grace?
—Ella no me va a hacer caso. Ninguno. Yo... no me gustaría que sufrieras una decepción.
Lucie extendió la mano, aún cubierta por un guante de piel de cabritilla de color azul. Jesse parecía mirarla en su pálido reflejo proyectado en el interior de la ventanilla, aunque, por supuesto, ahí no podía verse a sí mismo. Quizá Jesse lo prefiriese así.
Volvió la mano, dejando la palma hacia arriba. Ella se quitó el guante y posó los dedos con suavidad en los de él. Oh. Sentirlo... La mano era fría y un poco insustancial, como el recuerdo de una caricia. Y aun así el contacto le hizo saltar chispas por dentro; casi podía verlas, como luciérnagas en la oscuridad.
Lucie se aclaró la garganta.
—No te preocupes por mi posible decepción —le dijo—. Estoy terriblemente ocupada con cosas importantes, y mañana tengo una boda que organizar.
Él la miró con una sonrisa casi reticente.
—¿Eres la única que está planeando esta boda?
Ella asintió con la cabeza, haciendo que las flores del sombrero se sacudieran.
—La única competente.
—Ah, cierto. Recuerdo la escena deRescatando a la princesa secreta Lucie de su terrible familiaen la que la princesa Lucie supera al cruel príncipe James en el arte del arreglo floral.
—James se enfadó mucho por ese capítulo —recordó Lucie con cierta satisfacción. La luz brillaba en el interior del carruaje al ir pasando las farolas; fuera, un policía solitario hacía su ronda ante el pórtico corintio del teatro Haymarket.
Dejó de notar la mano de Jesse en la suya. Miró hacia abajo y vio que parecía tener los dedos apoyados en nada; él había pasado de un poco insustancial a totalmente insustancial. Lucie frunció el ceño, pero él ya había retirado la mano, y ella se quedó preguntándose si se lo habría imaginado.
—Supongo que mañana verás a Grace —dijo Jesse—. No parece molesta por la boda y aparentemente le desea lo mejor a tu hermano.
Lucie no pudo evitar preguntarse si eso sería verdad. Grace era un tema que Jesse y ella solo tocaban muy por encima. Nunca los veía a los dos a la vez, pues Jesse yacía inconsciente durante el día, y a Grace le resultaba difícil escaparse de los Bridgestock y de Charles durante la noche; Jesse la visitaba a menudo, pero nunca le hablaba a Lucie sobre esas conversaciones. A pesar de que Grace y Lucie colaboraban para salvar a Jesse, hablar sobre cómo estaba en esos momentos les resultaba un tema incómodo.
Jesse parecía entender que Grace se había prometido a Charles para que la protegiera de la influencia de Tatiana, y que James y Cordelia fueran a casarse para salvar la reputación de la chica. Hasta parecía pensar que eso era lo correcto. Pero Jesse quería a su hermana con un amor muy protector, y Lucie no quería hablar con él sobre que le preocupaba que Grace le hubiera roto el corazón a James.
Sobre todo cuando ella seguía necesitando la ayuda de Grace.
—Bueno, me alegra oírlo —dijo concisa. Torcieron desde Shoe Lane, y atravesaron la puerta de hierro del Instituto para entrar en el patio. La catedral se elevaba ante ellos, oscura e imponente contra el cielo—. ¿Cuándo... cuándo volveré a verte?
Inmediatamente deseó no haberlo preguntado. Él siempre aparecía, y pocas veces dejaba pasar más de una noche entre sus encuentros. Ella no debía presionarlo.
Jesse sonrió con cierta tristeza.
—Ojalá pudiera aparecer durante la boda. Es una pena. Me habría gustado verte con tu vestido desuggenes. Parecía las alas de una mariposa.
Ella le había mostrado la tela, una seda tornasolada de un color melocotón lavanda iridiscente, pero la sorprendió que él se acordase. Las luces del Instituto se estaban encendiendo; Lucie sabía que sus padres saldrían en breve a recibirla. Se apartó de Jesse, y se inclinó para recoger su guante, mientras la puerta del Instituto se abría, dejando escapar la cálida luz amarilla que iluminó las baldosas del patio.
—Tal vez mañana por la noche... —empezó a decir ella, pero Jesse ya no estaba.
Hacía mucho tiempo, ella había sido otra persona, lo recuerda muchas veces. Una niña distinta, aunque tenía las mismas muñecas huesudas y el mismo pelo de un rubio casi blanco. Cuando aún era pequeña, sus padres la sentaron y le explicaron que ella y ellos, y todas las personas que conocían, no eran gente corriente, sino descendientes de ángeles. Nefilim, seres que habían jurado proteger el mundo de los monstruos que lo amenazaban. La niña tenía un dibujo de un ojo en el dorso de la mano, desde que tenía memoria. Sus padres se lo habían puesto allí; la marcaba como una de las cazadoras de sombras y le permitía ver a los monstruos, que eran invisibles para los demás.
Lo normal sería que pudiera recordar la cara de sus padres y la casa en la que vivían. En aquel momento tenía siete años; debería ser capaz de recordar cómo se había sentido en la habitación de piedra en Alacante, cuando un montón de adultos a los que no conocía le dijeron que sus padres habían muerto.
Pero aquel momento fue el final de sus sentimientos. La niña que había sido antes de entrar en aquella habitación de piedra se había ido para siempre.
Al principio, la niña pensó que la mandarían a vivir con otros miembros de su familia, aunque sus padres se habían distanciado de todos ellos y ella no los conocía. Pero la acabaron mandando a vivir con otra persona igualmente desconocida pero totalmente diferente. De repente, era una Blackthorn. Un carruaje de marfil tan negro y brillante como un piano fue a recogerla; la llevó a través de los campos veraniegos de Idris, hasta el límite del bosque de Brocelind y a través de unas verjas de hierro de una filigrana elaborada. Así llegó a la mansión Blackthorn, su nuevo hogar.
Para la niña debió de ser una impresión pasar de vivir en una modesta casa en la parte baja de Alacante al caserón ancestral de una de las familias más antiguas de cazadores de sombras. Pero esa impresión, y de hecho la mayoría de los recuerdos de la casa de Alacante, se había ido, igual que otras muchas cosas.
Su nueva madre era rara. Al principio era amable, casi demasiado. Solía agarrar a la niña por la cintura, de repente, y abrazarla con fuerza.
—Nunca pensé que tendría una hija —le murmuraba en un tono maravillado, como si se lo estuviera diciendo a alguien que estaba en la habitación, pero que la niña no podía ver—. Y encima una que viene con un nombre tan bonito. Grace.
Grace.
Pero Tatiana Blackthorn también era rara de formas más inquietantes. No se molestaba en mantener la casa de Idris o evitar que se fuera deteriorando; la única sirvienta era una silenciosa doncella de rostro avinagrado a la que Grace veía en raras ocasiones. A veces, Tatiana era agradable; otras, le soltaba de mal humor una letanía interminable de quejas: contras sus hermanos, contra otras familias de cazadores de sombras, contra los cazadores de sombras en general. Eran los responsables de la muerte de su marido, y todos ellos, según llegó a entender Grace, podían irse al diablo.
Grace agradecía que la hubiera adoptado, y estaba contenta de tener una familia y un lugar que llamar suyos. Pero aquel era un sitio extraño, y su madre resultaba impenetrable, siempre atareada con su magia rara en rincones oscuros de la mansión. Habría sido una vida muy solitaria, de no ser por Jesse.
Él era siete años mayor que ella, y estaba encantado de tener una hermana. Era tranquilo y amable, leía para ella y la ayudaba a hacer coronas de flores en el jardín. Grace notaba que el rostro se le volvía inexpresivo cuando su madre comenzaba con el tema de sus enemigos y la venganza que planeaba para ellos.
Si había algo en el mundo que Tatiana Blackthorn amase, era Jesse. Con Grace solía ser crítica, y muy suelta con los bofetones y los pellizcos, pero a Jesse jamás le levantó la mano. Grace se preguntaba si eso se debía a que era un chico o a que era hijo natural de Tatiana, mientras que ella no era más que una pupila a la que habían acogido.
Pero la respuesta no era importante. A Grace no le hacía falta el amor de su madre, si tenía a Jesse. Fue un compañero cuando más lo necesitaba, y con la diferencia de edad, para ella era casi un adulto.
Tenerse el uno al otro para hacerse compañía era algo bueno, ya que rara vez salían de los terrenos de la mansión, excepto cuando acompañaban a su madre a sus breves viajes a Chiswick House, una vasta finca de piedra en Inglaterra que Tatiana había conseguido quitarles a sus hermanos hacía veinticinco años y que guardaba celosamente. Aunque la casa estaba cerca de Londres, con lo cual era una propiedad valiosa, Tatiana parecía determinada a ver cómo también se iba pudriendo.
Grace siempre se sentía aliviada al volver a Idris. No era que la cercanía de Londres le recordara su antigua vida, que ya se había convertido en sombras y sueños, pero sí le recordaba que tenía un pasado, que había existido un tiempo antes de pertenecer a Jesse, a Tatiana y a la mansión Blackthorn. ¿Y de qué le servía eso?
Un día, Grace oyó un extraño ruido sordo que venía de la habitación que estaba sobre la suya. Fue a investigar, más curiosa que preocupada, y descubrió que el origen del ruido era, sorprendentemente, Jesse, que se había montado una galería de lanzamiento de cuchillos con algunos fardos de paja y una tela de arpillera en una de las espaciosas habitaciones de techo alto del piso superior de la mansión. Seguramente los anteriores inquilinos las habrían usado como salas de entrenamiento, pero su madre se refería a ellas como «los salones de baile».
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Grace escandalizada—. Sabes que no debemos fingir que somos cazadores de sombras.
Jesse fue a recuperar un cuchillo de uno de los fardos de paja. Grace no pudo evitar darse cuenta de la buena puntería de su hermano.
—No se trata de fingir, Grace. Somos cazadores de sombras.
—Por nacimiento, según dice mamá —apuntó ella precavida—, pero no por elección. Ella dice que los cazadores de sombras son unos brutos y unos asesinos. Y nosotros no podemos entrenar.
Su hermano se preparó para volver a lanzar el cuchillo.
—Y, sin embargo, vivimos en Idris, una nación secreta construida por cazadores de sombras y que solo ellos conocen. Tú llevas una Marca. Yo... debería.
—Jesse —dijo Grace despacio—. ¿De verdad te interesa tanto ser cazador de sombras? ¿Luchar contra demonios con palos y todo eso?
—Es para lo que he nacido —contestó, y frunció el ceño—. Desde que tenía ocho años, he ido aprendiendo yo solo; el desván de esta casa está lleno de armas viejas y manuales de entrenamiento. Tú también has nacido para esto. —Grace dudó, y la asaltó un extraño recuerdo: sus padres lanzando cuchillos a un tablero colgado en la pared de su pequeña casa de Alacante. Habían luchado contra demonios. Así era como habían vivido y así era como habían muerto. Probablemente, todo eso no era ninguna tontería, como Tatiana decía. Seguro que no era una vida sin sentido.
Jesse vio su extraña expresión, pero no la presionó para que le contara lo que estaba pensando, sino que siguió con sus argumentos.
—¿Qué pasa si un día nos atacan unos demonios? Alguien tendría que proteger a nuestra familia.
—¿Me entrenarás a mí también? —pidió Grace de repente, y su hermano esbozó una sonrisa que hizo que se le saltaran las lágrimas, anonadada por la repentina sensación de que alguien la cuidaba. De ser parte de algo más grande que sí misma.
Empezaron con los cuchillos. No se atrevían a entrenar durante el día, pero cuando su madre dormía, estaba lo suficientemente lejos para no oír el ruido de los cuchillos clavándose en los soportes. Y Grace, para su sorpresa, era buena en los entrenamientos y aprendía deprisa. Tras unas pocas semanas, Jesse le dio un arco y un carcaj de un bonito cuero rojo curtido; se disculpó porque no eran nuevos, pero Grace ya sabía que los había encontrado en el desván y se había pasado semanas limpiándolos y reparándolos para ella, y eso tenía más valor del que habría tenido cualquier regalo caro.
Empezaron con las lecciones de tiro con arco. Esto era más peligroso de llevar a cabo, pues incluía escaparse al exterior en medio de la noche para practicar en el antiguo campo de tiro que había detrás de la casa, casi junto a los muros. Grace solía acostarse vestida, esperar a que la luna fuera visible a través de la ventana, y bajar por la escalera en penumbra para unirse a su hermano. Jesse era un profesor paciente, amable y que siempre la animaba. Nunca había pensado en tener un hermano, pero todos los días agradecía tenerlo, y no solo lo hacía por obligación, como con su madre.
Antes de vivir con Tatiana, Grace nunca había entendido el veneno tan potente que podía ser la soledad. A medida que los meses pasaban, la niña se daba cuenta de que la soledad había vuelto loca a su madre adoptiva. Grace deseaba querer a Tatiana, pero esta no permitía que ese afecto creciera. La soledad se le había retorcido de tal forma en su interior que la mujer había acabado temiendo el amor, y rechazaba el cariño de cualquiera que no fuese Jesse. Al final, Grace llegó a entender que Tatiana no quería su amor, solo su lealtad.
Pero aquel amor tenía que ir a algún lado, de lo contrario Grace estallaría, como un río que revienta una presa. Así que puso todo su amor en Jesse. Jesse, que le enseñaba a subir a los árboles, a hablar y leer en francés, y que siempre le leía en la cama por las noches obras tan diversas como laEneida, de Virgilio, oLa isla del tesoro.
Cuando su madre estaba distraída con otros asuntos, ellos se encontraban en el estudio abandonado del final del pasillo, donde había estanterías que llegaban hasta el techo en todas las paredes, y varios sillones grandes y viejos. Jesse le había dicho que eso también era parte de su entrenamiento, así que leían juntos. Grace nunca supo por qué Jesse era tan amable con ella. Pensaba que a lo mejor él había entendido desde el principio que ellos dos eran los verdaderos aliados, y que dependían el uno del otro para sobrevivir. Separados podían caer en el mismo pozo que se había tragado a su madre; juntos incluso podrían llegar a prosperar.
Cuando Grace cumplió diez años, Jesse convenció a su madre para que le permitiera tener, al menos, una runa. Dijo que no era justo vivir en Idris sin tener siquiera una runa de videncia para mejorar la Visión. Se entendía que cualquiera que viviera en Idris poseía la Visión, y hasta podría resultar peligroso no tenerla. La madre protestó, pero acabó cediendo. Acudieron dos Hermanos Silenciosos. Grace apenas recordaba su propia ceremonia de la runa, y la visión de aquellas personas con cicatrices y que parecían flotar entre las oscuras paredes de la mansión Blackthorn hicieron que la piel se le erizara. Pero reunió todo su coraje y estuvo con Jesse cuando un Hermano Silencioso le dibujó la runa de videncia en el dorso de la mano derecha. Estuvo allí para verlo levantar la mano, mirársela maravillado y deshacerse en agradecimientos con los Hermanos.
Y estuvo allí esa noche para verlo morir.
Bueno, bueno, bueno, puede que me sedujera
algún coqueto engaño.
Aun así, si ella no fuera una pícara,
si Maud todo lo que parecía fuera,
y su sonrisa, en lo único que yo soñara,
entonces, el mundo tan amargo no sería,
pues una sonrisa en dulce lo tornaría.
Lord Alfred Tennyson,Maud
«No tienes por qué casarte con un hombre que no te ama.»
La voz del hada le resonaba a Cordelia en la cabeza mientras se contemplaba en el espejo de su dormitorio. A pesar del vivo color dorado de su vestido de novia, parecía un fantasma, un espíritu flotante atado a esta realidad por un delgado lazo. Ella no era la que se iba a casar con un hombre que no la amaba. Ese día no podía ser el último que pasara en aquel dormitorio, que se despertara tras dormir bajo el mismo techo que su madre y su hermano, que viera por la ventana las filas de casas de South Kensington, pálidas bajo el sol de invierno. No era posible que su vida fuera a cambiar tan drásticamente con solo diecisiete años.
—Doktare zibaye man. Mi hermosa hija —dijo su madre abrazándola desde detrás en un gesto extraño, cuidadoso, con su barriga de embarazada. Cordelia observó el reflejo de su madre y el suyo en el espejo: el parecido de las manos, de la boca. Llevaba un collar dorado que había sido parte del ajuar de su madre. Su piel era un poco más pálida que la de la mujer, pero los ojos eran del mismo color negro. ¿Y desde cuándo era más alta que Sona?
Su madre rio por lo bajo. Un mechón de pelo se había escapado de la diadema dorada de joyas que le rodeaba la cabeza a Cordelia; volvió a ponérselo en su sitio con delicadeza.
—Layla,azizam. Pareces preocupada.
Cordelia dejó escapar aire lentamente. Ni siquiera podía imaginar la reacción de su madre si le dijera la verdad.
—Es solo que es un cambio muy grande,maman. Mudarme de aquí, y no para volver a Cirenworth, sino para irme a una casa que no conozco...
—Layla —dijo Sona—, no te preocupes. Enfrentarse a los cambios siempre es difícil. Cuando yo me casé con tu padre, estaba terriblemente nerviosa. Y eso que la gente no hacía más que decirme lo afortunada que era, porque me iba a casar con el apuesto héroe que había acabado con el demonio Yanluo. Pero mi madre me cogió aparte y me dijo: «Claro que es apuesto, pero no debes olvidar tu propio heroísmo». Así que todo saldrá bien. Simplemente no te olvides de tu heroísmo.
Estas palabras sorprendieron a Cordelia. Era raro que Sona mencionara a su familia, si no era como un ideal de heroísmo, porque su linaje se remontaba a los primeros cazadores de sombras de Persia. Cordelia sabía que sus abuelos ya no estaban vivos, que habían muerto antes de que ella naciera, pero tenía tías y tíos y primos y primas en Teherán. Sona apenas hablaba de ellos, y no los había invitado a la boda de Cordelia y James, porque decía que pedirles que viajaran tan lejos sería ponerlos en un compromiso porque no se fiaban de los portales.
Era como si, al casarse con Elias, se hubiera separado de su antigua vida por completo y, en el presente, Risa era lo más parecido que tenía a una familia persa. Y el aislamiento de Sona no era lo único que preocupaba a Cordelia. Después de todo, Elias llevaba años sin ser un apuesto héroe. ¿Cómo se sentía Sona respecto a eso? ¿Qué pensaba de su propio heroísmo, que había dejado a un lado para criar a sus hijos e ir constantemente de un lado para otro, sin establecerse nunca, a causa de la «salud» de su marido?
—¡Sonakhanoom! —Risa apareció de repente en la puerta—. Acaba de llegar —dijo mientras lanzaba una mirada urgente hacia atrás—. Justo ahora... Sin avisar, ni nada...
—¡Alastair! ¡Cordelia! —Una voz familiar llegó desde el piso de abajo—. ¡Sona, mi amor!
Sona se puso pálida y apoyó una mano en la pared para estabilizarse.
—¿Elias?
—¿Es Baba? —Cordelia se recogió las pesadas faldas del vestido y corrió hacia la entrada. Risa ya estaba dirigiéndose al piso de abajo, con una expresión de enfado. Elias pasó a su lado, sin mirarla siquiera, y corrió escalera arriba con una sonrisa en la cara y una mano en la barandilla.
Cordelia se quedó clavada. Al oír la voz de su padre, la había recorrido una ola de alegría, pero en ese momento... en ese momento era incapaz de moverse; su madre, por el contrario, pasaba a su lado como una exhalación para ir a abrazar a Elias. Cordelia se sintió extrañamente alejada mientras su padre abrazaba y besaba a su madre y luego se apartaba un poco para posarle una mano en la barriga redondeada.
Sona inclinó la cabeza mientras le hablaba con suavidad y rapidez a Elias. Este sonreía, aunque se lo veía cansado, con arrugas profundas y una incipiente barba gris cubriéndole en parte el mentón. Tenía el traje raído, como si lo hubiera llevado todos los días desde que lo arrestaran.
Extendió los brazos.
—Cordelia —dijo.
Esta salió de su parálisis. En un segundo estaba abrazando a su padre, y la sensación familiar de su persona, el roce de la barba al besarle la frente, la calmó a pesar de todo.
—Baba —dijo mientras levantaba la vista para mirarlo. Parecía mucho más viejo—. ¿Dónde estabas? Nos tenías muy preocupadas.
El aroma de su ropa, de su pelo, como a humo de tabaco, también resultaba familiar. ¿O había un olor desagradablemente dulzón debajo? ¿Olía a alcohol o estaba imaginándose cosas?
Elias la apartó para contemplarla.
—Aprecio la bienvenida, cariño. —La miró de arriba abajo y, tras guiñarle el ojo, añadió—: Aunque no era necesario que te pusieras tan elegante para mí.
Cordelia se rio y sintió que su padre estaba de vuelta. «Va a estar en mi boda. Eso es lo que importa.»
—Es mi vestido de novia —empezó a decir, pero Elias la interrumpió con una sonrisa.
—Ya lo sé, pequeña. Por eso he vuelto hoy. No me perdería tu boda ni en sueños.
—Entonces ¿por qué no regresaste cuando te dejaron salir de la Basilias? —Todos se volvieron para mirar a Alastair, que acababa de salir de su habitación. Era evidente que estaba vistiéndose para la ceremonia, todavía tenía los puños desabrochados y aún no se había puesto la chaqueta. Llevaba un chaleco negro con dibujos de runas doradas de amor, júbilo y unión, pero su expresión distaba mucho de ser de celebración—. Sabemos que saliste hace una semana, padre. Si hubieras vuelto antes, le habrías ahorrado mucha preocupación a madre. Y a Layla, también.
Elias miró a su hijo. No extendió los brazos, como había hecho con Cordelia, pero su voz estaba cargada de emoción cuando le habló.
—Ven a saludarme, Esfandiyãr —dijo.
Era el segundo nombre de Alastair. Esfandiyãr era un gran héroe delShahnameh, un libro persa de antiguos reyes míticos que podían atar a cualquier demonio con una cadena encantada. Cuando era pequeño, a Alastair le encantaba escuchar las historias delShahnameh; él y Cordelia se acurrucaban frente al fuego mientras Elias leía.
Pero eso había sucedido hacía mucho tiempo. Alastair no se movió y Elias frunció el ceño.
—Sí, me dejaron salir hace unos días —admitió—. Pero, antes de volver, fui a una zona remota de Francia, al oeste de Idris.
—¿A hacer penitencia? —preguntó Alastair con ironía.
—A buscar el regalo de boda de Cordelia —respondió Elias—. ¡Risa! —llamó en dirección al piso de abajo.
—Ah, no, los regalos los entregamos luego —protestó Cordelia. Sentía cómo la tensión aumentaba mientras su madre no dejaba de mirar ansiosa a su hijo y a su marido—. Cuando los abra con James.
—Risa —repitió Elias—, ¿puedes traer la caja de madera rectangular que está entre mis cosas? —Y añadió, mirando a Cordelia—: Tonterías, no es un regalo para tu casa. Es un regalo para ti.
Risa apareció llevando la caja sobre un hombro y con expresión molesta. Elias no hizo caso de su enfado, cogió la caja y se la entregó a Cordelia. Esta miró a Alastair, que estaba apoyado en la pared, y alzó las cejas, como preguntándole qué hacer. Él se limitó a encogerse de hombros. A ella le hubiera gustado zarandearlo un poco: ¿acaso le costaba tanto fingir ser feliz?
Cordelia se volvió hacia su padre, que sostenía la caja mientras ella corría los pestillos de cobre y la abría.
Se quedó sin habla.
En un lecho de terciopelo azul brillante reposaba una vaina, una de las más bonitas que Cordelia había visto nunca, digna de estar en un museo. Forjada en acero de gran calidad, tan brillante como la plata, la superficie mostraba elaboradas incrustaciones doradas y estaba grabada con delicados diseños de pájaros, hojas y ramas. Cuando la miró más de cerca, distinguió pequeñas runas como mariposas entre las hojas.
—El único regalo digno de mi hija —dijo Elias— es el regalo digno de la espada que la eligió a ella.
—¿De dónde la has sacado? —preguntó Cordelia. No pudo evitar emocionarse. Lo que Alastair le había contado sobre todas las veces que había tenido que rescatar a su padre, y a él mismo y a Cordelia y a su madre, de las consecuencias de su alcoholismo, la había puesto furiosa. ¿Cómo había podido su padre ser tan egoísta, tan indiferente a las necesidades de su familia?
Pero también había estado con ella muchas veces, cuando la ayudaba a trepar a los árboles, a entrenar y cuando le enseñó cuál era el significado deCortanay la responsabilidad que recaía en quien la empuñaba. Y había llegado ese día, para su boda, y con ese regalo. ¿Acaso era tan raro pensar que su intención era buena?
—Las hadas del norte de Francia son famosas por su exquisita habilidad —explicó Elias—. Se dice que la vaina la hizo la propia Melusine. Sabía que tenía que ser tuya. Espero que la aceptes como una muestra de mi amor, pequeña, y... como mi promesa de hacer mejor las cosas.
Sona sonrió trémula. Elias puso la caja con cuidado en la mesa del vestíbulo.
—Gracias, padre —dijo Cordelia abrazándolo. Mientras se apretaba con fuerza contra él, vio por el rabillo del ojo que Alastair se dirigía a su habitación sin decir una palabra.
El maldito brazalete seguía en su muñeca, pensó James, mientras paseaba de arriba abajo por la alfombra de su habitación. Llevaba días pensando en quitárselo. De hecho, había intentado hacerlo, pero el cierre estaba atascado.
Se dirigía al escritorio en busca de un abrecartas con el que forzar el cierre cuando se vio en el espejo. Se detuvo para comprobar que todo estaba en orden; por respeto a Cordelia, él debía tener la mejor apariencia posible.
Se alisó el pelo, lo cual no sirvió de nada, ya que volvió a ponérsele de punta inmediatamente, y se abrochó el último botón de la levita dorada de brocado que le había hecho a medida el sastre de su padre, un anciano llamado Lemuel Sykes.
Pensó en la emoción de su padre cuando le había presentado a Sykes: «¡Mi chico se casa!». El sastre había murmurado unas felicitaciones con cierta irritación. A juzgar por la cantidad de pelo que le salía de las orejas, James supuso que sería un licántropo, pero le pareció de mala educación preguntárselo. En cualquier caso, Will había tenido razón al pasar por alto las maneras ariscas de Sykes y el miedo constante a que se cayera muerto de puro viejo delante de ellos. A James le parecía que no era el más indicado para juzgar su propio aspecto, pero tenía que admitir que el traje que le había hecho, con la levita dorada y todo, le hacían parecer una persona seria. Como un hombre joven decidido que sabía lo que estaba haciendo. Dada la situación, podía hasta aprovechar la ilusión de confianza en sí mismo que el traje le proporcionaba.
Iba a volver al escritorio, cuando llamaron a la puerta. James la abrió y se encontró a sus padres, muy elegantes en sus trajes de gala. Al igual que James, Will llevaba pantalones negros y levita, pero la suya era de lana de color ébano. Tessa llevaba un sencillo vestido de terciopelo rosa pálido, adornado con pequeñas perlas. Ambos parecían muy serios.
A James se le encogió el estómago.
—¿Pasa algo?
«Se han enterado —pensó—. Saben que incendié la mansión Blackthorn, que Cordelia mintió para protegerme, que este matrimonio es una farsa para salvarnos a los dos.»
—No, tranquilo —dijo Will calmado—. Hay una pequeña noticia.
Tessa suspiró.
—Will, estás aterrorizando al pobre chico —dijo—. Seguro que ya está pensando que Cordelia ha roto el compromiso. No lo ha hecho —añadió—. No es nada de eso. Es solo... que su padre acaba de regresar.
—¿Elias ha vuelto? —James se apartó de la entrada para permitir el paso a sus padres; los pasillos estaban llenos de doncellas y lacayos que corrían de aquí para allí para prepararlo todo, y el tema parecía de los que convenía tratar en privado—. ¿Cuándo?
—Parece ser que acaba de llegar esta mañana —contestó Will. Había tres sillas al lado de la ventana. James se sentó allí con sus padres. Fuera, las ramas de los árboles cubiertas de escarcha brillaban mecidas por el viento del invierno. Un pálido rayo de sol se proyectaba en la alfombra—. Como sabes, la Basilias lo dejó salir hace algún tiempo, pero, según él, se fue a Francia a por un regalo de boda para Cordelia. Y por eso retrasó su llegada.
—No parece que le creáis —apuntó James—. ¿Dónde pensáis que ha estado?
Will y Tessa intercambiaron una mirada. El destino de Elias Carstairs se había vuelto una parte importante de los cotilleos de la Clave apenas una o dos semanas después de que lo mandaran a la Basilias para su «cura». La mayoría sabía, o sospechaba, que su enfermedad provenía del fondo de una botella. Cordelia había sido dolorosamente honesta con James sobre este asunto: le contó que, durante su infancia, ella nunca había sabido que su padre tuviera problemas con el alcohol, y que tanto esperaba que en la Basilias lo curaran, como se temía que no pudieran hacerlo.
Cuando Tessa habló, lo hizo con cuidado.
—Es el padre de Cordelia —dijo—. Debemos confiar en que lo que cuenta es la verdad. Sona parece encantada de tenerlo de vuelta, y, sin duda, Cordelia se sentirá muy aliviada de que esté en su boda.
—Entonces, ¿ya están aquí? —preguntó James con una punzada de preocupación—. ¿Cordelia y su familia? ¿Ella está bien?
—Ha subido por la escalera trasera para evitar que la vieran —contestó Will—. Por lo que he podido ver, parecía..., bueno, bastante inflada y dorada.
—Ni que fuera un pudin de Yorkshire —protestó James—. ¿Debería ir con ella? ¿Ver si me necesita?
—No creo —opinó Tessa—. Cordelia es una chica inteligente, valiente y resuelta, pero estamos hablando de su padre. Imagino que el asunto es muy delicado, especialmente con tanta gente de la Clave hablando sobre ello. Lo mejor que puedes hacer es permanecer de su lado, y junto a Elias. Dejar claro que estamos encantados de que haya vuelto, y que nos parece un motivo de felicidad.
—Eso es parte de tu cometido como marido —añadió Will—. Ahora, Cordelia y tú sois uno. Vuestras metas, vuestros sueños, los compartiréis todos, al igual que las responsabilidades. Lo que yo creo es que Elias escondió su enfermedad durante muchos años; si no lo hubiera hecho, las cosas hubieran sido diferentes. ¿Puedo darte un pequeño consejo matrimonial?
—¿Crees que una manada de caballos salvajes podría detenerte? —dijo James.
«Por favor, no lo hagas —pensó—. Lo último que quiero es que pienses que mi matrimonio salió mal porque tu consejo no era bueno.»
—Eso depende —contestó Will—. ¿Normalmente tienes a mano manadas de caballos salvajes?
James no pudo evitar sonreír.
—En este momento no.
—Entonces, mi respuesta es negativa —sentenció Will—, así que aquí va: dile siempre a Cordelia lo que sientes. —Miró a James fijamente—. Puede que tengas miedo de las consecuencias de hablar desde el corazón. Que desees ocultar ciertas cosas por no herir a los demás. Pero los secretos acaban minando las relaciones, Jamie. En el amor y en la amistad, las socavan y las destruyen hasta que al final te encuentras tristemente solo con los secretos que te guardaste.
Tessa posó la mano suavemente sobre la de Will. James se limitó a asentir, sintiéndose fatal. Secretos. Mentiras. Él estaba mintiendo a sus padres en ese preciso instante, y estaba mintiendo a todo el mundo sobre sus sentimientos. ¿Qué dirían cuando él y Cordelia se divorciaran pasado un año? ¿Cómo iba a explicarlo? De pronto se imaginó perfectamente a su padre mirando las runas de matrimonio de James con una expresión derrotada.
Will parecía a punto de decir algo más, pero el ruido de crujidos y traqueteos que llegaba de fuera lo interrumpió: ruedas sobre la nieve y el pavimento. Alguien que saludaba en voz alta. Los primeros huéspedes comenzaban a llegar.
Se levantaron todos, y Will se acercó para hacer una leve caricia a James.
—¿Necesitas un momento? Te veo muy pálido. Es normal estar nervioso antes de un acontecimiento así, ya lo sabes.
«Le debo a Cordelia una actuación mejor que esta», pensó James. Inesperadamente, pensar en Daisy le dio fuerzas: a veces se le olvidaba que era con ella con quien se iba a casar, Daisy, con su risa ligera, su tacto amable y conocido, su fuerza sorprendente. No era una extraña cualquiera. Si no fuera por lo decepcionados que iban a sentirse sus padres cuando todo esto acabara, hasta podría estar bastante contento.
—No, no lo necesito —respondió—. Solo estoy emocionado, eso es todo.
Sus padres sonrieron aliviados. Los tres se dirigieron a la planta baja del Instituto, que relucía con la decoración. Will abrió la puerta, y dejó que entrara una ventisca de cristales de hielo acompañando a los primeros invitados. Mientras James se preparaba para saludarlos, se dio cuenta de que seguía llevando el brazalete de Grace. Bueno, ya no tenía tiempo para quitárselo. Cordelia lo entendería.
James estaba en medio del bullicio que suponía saludar a lo que parecían ser todos los cazadores de sombras de Londres (y unos cuantos de otras partes), cuando vio a Lucie aparecer en la estancia.
Se excusó con la fila de huéspedes y se apresuró a acercarse a su hermana. Se habían trasladado a lo que Tessa llamaba el Vestíbulo Largo, la sala rectangular que separaba la puerta de entrada de la capilla. A través de la amplia puerta doble de la propia capilla, James vio que la habían transformado. Las vigas estaban cubiertas de guirnaldas de crisantemos entrelazados con ramas de trigo de invierno y anudados con lazos dorados, y el pasillo había sido sembrado de pétalos dorados. Los remates de los bancos lucían ramilletes de lirios de corazón amarillo, narcisos irlandeses y caléndulas, y había carteles de terciopelo dorado que colgaban del techo y mostraban dibujos de pájaros y castillos, los símbolos de las familias Herondale y Carstairs, unidos. A ambos lados del altar («el altar en el que pronto estarás tú», murmuró una voz en su interior) había grandes jarrones de cristal, repletos de más flores. Las velas brillaban sobre cada superficie libre.
Su madre y Sona lo habían planeado todo, lo sabía; la verdad era que se habían superado a sí mismas.
—¿Dónde estabas? —le susurró James a su hermana. Esta llevaba un vestido de seda de color melocotón con un chal de gasa y lazos de satén dorado en las mangas. El medallón dorado que tanto le gustaba le brillaba en el cuello. Él le había preguntado dónde lo había conseguido: Lucie le había respondido que no fuera tonto, que lo tenía desde hacía tiempo, y, de hecho, él la recordaba besándolo la noche que él había estado a punto de morir en el cementerio Highgate. Para tener buena suerte, le había dicho ella después.
—Matthew aún no ha llegado y he tenido que saludar a miles de extraños yo solo. Incluyendo a los Pangborn del Instituto de Cornwall.
—¿Incluido el Viejo Manos Pegajosas? —le preguntó Lucie con una mueca.
James sonrió al oír el mote de Albert Pangborn, que había asumido la dirección del Instituto de Cornwall sucediendo a Felix Blackthorn en 1850.
—Creo que padre me ha pedido que me refiriera a él como «sir». Y que le estrechara la mano pegajosa.
—Un desgraciado contratiempo. —Lucie lo miró fingiendo petulancia—. Yo hoy tengo que estar al lado de Cordelia, James. No al tuyo. Soy susuggenes. Se está preparando en mi habitación.
—¿Por qué no puedo prepararme en paz yo también? —preguntó James con bastante lógica, según su criterio.
—Porque tú no eres la novia —contestó Lucie—, sino el novio. Y cuando la veas en la capilla, por primera vez, con el vestido de novia, se supone que será mágico.
Se quedaron en silencio durante un momento. Lucie sabía perfectamente cuál era la verdad, pero tenía una mueca de determinación que hizo sospechar a James que no era el momento de señalar que no estaban en ese tipo de boda.
—¿Quién ha encendido todas las velas? —preguntó James—. Deben de haber tardado como una hora.
Lucie se había colado en la capilla y estaba echando un vistazo.
—La verdad, James, no creo que sea el tipo de cosa en la que deberías estar pensando ahora. Supongo que habrá sido Magnus; ha estado muy solícito. —Salió rápidamente de la capilla, con un puñado de rosas amarillas en la mano—. Vamos allá. Buena suerte, James. Tengo que volver con Daisy. —Vio a alguien detrás de él, y se le iluminó el rostro—. Mira, son Thomas y Christopher. Matthew no puede andar lejos.
James cruzó la estancia en dirección a sus amigos, pero lo detuvo un remolino de tíos y tías: la tía Cecily y su marido, Gabriel Lightwood; Gideon, hermano de Gabriel, y su mujer, Sophie, y con ellos una mujer que él no conocía.
Gideon le dio una palmada en el hombro.
—¡James! Tienes un aspecto magnífico.
—Qué levita tan estupenda —dijo Gabriel—, ¿fue mi hija quien te ayudó a encontrarla?
—Debo decir que esto no ha sido obra de Anna —respondió James estirándose los puños de la levita—. Mi padre me llevó a ver a su anciano sastre, que fue incapaz de entender por qué yo quería una levita dorada y no una de un color más digno de un caballero, como el negro o el gris.
—Los cazadores de sombras no se casan de gris —comentó Cecily con los ojos brillantes—. Y Will lleva tanto tiempo usando los servicios de ese sastre que empiezo a preguntarme si no será que perdió una apuesta a las cartas con él. ¿Conoces ya a Filomena?
James miró a la mujer que estaba al lado de sus tíos. Sería más o menos de la edad de Anna, y llevaba el sedoso pelo negro recogido en una coleta baja. Sus labios eran muy rojos, y tenía los ojos oscuros con espesas pestañas. Lo miró y le sonrió.
—No he tenido el placer —contestó James.
—¡Por el Ángel!, ¿dónde están nuestros modales? —exclamó Gabriel negando con la cabeza—. James, permíteme presentarte a Filomena di Angelo. Acaba de llegar de Roma, en su año de viaje.
—¿Eres el novio? —preguntó Filomena con un fuerte acento—. Qué lástima. Eres muy guapo.