Capítulo 2
Presente
Me quedé congelada con la mano cerrada en un puño. Podía percibir que estaba sentado frente a mí en la limusina después de la misa. Damon Torrance. El chico de la fuente.
El niño del traje desaliñado con el pelo en los ojos y una mano ensangrentada que apenas me hablaba o me miraba.
Pero ahora era un hombre y, desde luego, había aprendido a hablar. Era alto y seguro de sí mismo, y sus palabras en la iglesia tenían un toque amenazador, pero aún olía a fuente. Olía a cosas frías, como el agua pura.
—Tu padre nos prometió una buena suma siempre y cuando aguante un año casada contigo —dijo mi hermana, sentada junto a Damon enfrente de mi madre y de mí—. Tengo intención de cumplir mi parte del acuerdo hagas lo que hagas.
Le hablaba a él, pero Damon se dirigió a ella al fin con voz calmada y decidida:
—No nos vamos a divorciar, Arion. Jamás.
Su voz sonaba desde otro ángulo, como si estuviera mirando por la ventana o a cualquier otra cosa que no fuera ella.
¿Que no se iban a divorciar? El corazón se me aceleró. Por supuesto que se divorciaría de ella en algún momento, ¿verdad? No podía creer que hubiera llegado tan lejos; después de todo, había sido por vengarse de mi familia. ¿Por qué iba a querer seguir con eso toda la vida?
Su plan era causar nuestra ruina: encontrar pruebas de que mi padre cometió malversación y fraude fiscal, provocar que se fuera del país, que la policía incautara casi todas nuestras posesiones, dejar nuestras cuentas bancarias secas, y ahora... que el causante de todo ese caos hiciera su entrada triunfal para aprovecharse de tres mujeres en la más absoluta miseria que necesitaban apoyo. Alguien que salvara su hogar y les devolviera la vida de lujos y alta sociedad a la que estaban acostumbradas.
Pero no, lo entendía. Por mucho que quisiera fingir que no sabía cuál era el objetivo, sí que lo sabía. En el fondo lo sabía.
Su plan no era arruinarnos. Era torturarnos.
Hasta que dejara de parecerle entretenido.
—¿Quieres seguir casado conmigo?
—No quiero casarme con otra persona —aclaró Damon con una voz monótona y sin una pizca de interés—. Supongo que tú me vales. Eres guapa y joven. Eres de Thunder Bay. Eres culta y presentable. Estás sana, así que no debería haber ningún problema a la hora de tener hijos...
—¿Quieres hijos?
Había un cierto tono de esperanza en la pregunta de mi hermana. Cerré los ojos detrás de las gafas de sol e hice una mueca.
—Joder —solté sin poder evitar que se me escapara esa palabra malsonante llena de náuseas y asco.
El silencio se extendió en el coche y estuve segura de que todo el mundo había oído lo que había dicho; aunque no pudiera verlo, sabía que él me estaba mirando.
¿Cómo era posible que lo siguiera queriendo? ¿E iban a añadir niños a esta locura? Lo que hizo cuando éramos críos no bastó para convencerla de lo malo que era, ni tampoco lo que me hizo en el instituto. Sabía que él no la soportaba, pero aun así lo quería. Siempre lo había querido.
A Arion no le importaba haber tenido que casarse con él como consecuencia del lío en el que nos había metido Damon. Lo habíamos perdido todo por su culpa, pero no pasaba nada porque aquí estaba él para devolvérnoslo todo casándose con la hija mayor y cobijándonos bajo el paraguas de su protección y la cuenta bancaria de su familia. Él mismo se había convertido en el remedio, pero no habría sido necesario si no hubiera provocado la enfermedad.
Lo odiaba. El nuevo marido de mi hermana era la única persona a la que me creía capaz de matar algún día.
—Si tienes alguna aventura por ahí —le advirtió Arion—, sé discreto. Y no esperes que yo también te sea fiel.
—Ari... —mi madre le insinuó que se callara.
Pero ella siguió.
—¿Te queda claro? —pinchó a su marido.
Miré por la ventana para ocultar mi cara, o media, o tal vez quisiera aparentar que no estaba escuchando la conversación, pero el coche era demasiado pequeño para escapar de su presencia. No podía dejar de oír cada palabra.
¿No deberían haber hablado esto antes de casarse? ¿O es que mi hermana no le daba tanta importancia?
—Vamos a dejar algunas cosas claras —dijo con calma—, porque creo que se te ha olvidado cuál es tu situación, Arion. —Hizo una pausa antes de seguir—. Tendrás mi apellido. Tendrás una paga. Podrás conservar tu estatus social en esta comunidad, lo que incluye las comidas, las tardes de compras y las putas organizaciones benéficas. —Su voz severa le fue cavando la tumba con cada palabra—. Tu madre y tu hermana no acabarán en la calle, pero hasta aquí llegan mis obligaciones para contigo. No hables a no ser que te dirijan la palabra y no hagas preguntas. Me saca de quicio.
El pecho me subía y me bajaba con cada respiración entrecortada y tenía un fuerte pellizco en el estómago.
Siguió:
—Me follaré a otras mujeres, pero tú no puedes follarte a otros hombres porque nadie más puede ser el padre de mis hijos. Es obvio —añadió sarcásticamente—. Entraré y saldré cuanto me plazca y espero que estés arreglada y lista en las escasas ocasiones en las que tengamos que hacer de parejita feliz en público. No vas a ser la esposa más feliz del mundo, Arion, pero me parece que para eso inventó Dios las grandes tiendas de lujo y los ansiolíticos.
Nadie dijo nada y apreté la falda con más fuerza. Su falta de agallas para replicarle me ahogaba, pero, aunque odiaba su sinceridad, la agradecía. Su matrimonio no tendría engaños ni falsas esperanzas. Damon nunca mentía.
Excepto cuando sí lo hacía.
—Y, si quieres salir viva de todo esto —le advirtió—, yo que tú me adaptaría cuanto antes, ya que no vas a librarte de este matrimonio hasta que mueras.
—O mueras tú —murmuré.
Todo el mundo guardó silencio un instante y se me puso la piel de gallina, pero sonreí para mis adentros. Me imaginé que me estaría clavando la mirada con esos ojos negros que recordaba, apenas visibles tras ese pelo suave y espeso que estaba bastante segura de que nadie más aparte de mí había tocado, pero me daba igual. Esto iba a ser horrible de todas formas. No le iba a hacer ningún favor ni a él ni a su familia yendo con pies de plomo.
—Lo entendemos, Damon —dijo al fin mi madre.
El coche aminoró y oí la puerta de nuestra propiedad abrirse, y entonces volvió a acelerar para llevarnos a casa. Permanecí acurrucada en el fondo del asiento y contra la ventana, y sentí mi cuerpo irse a un lado cuando cogimos la rotonda y nos paramos frente a nuestra casa.
Quizás debería estar agradecida por conservar la casa. Mi padre, el alcalde de Thunder Bay, ya no estaba, habían incautado nuestros negocios, los activos y los inmuebles, y nos habían quitado casi hasta el último dólar que había a nuestro nombre. Mi madre daba gracias porque Ari y yo, al menos, podíamos dormir en nuestras camas y no habíamos perdido el lugar donde nos criamos.
Pero era una ilusa. Nada de esto nos pertenecía ya. La casa y todo lo que tenía dentro estaba a nombre del padre de Damon. En realidad, no teníamos nada.
Se podría pensar que eso nos destrozaba, pero saber que ya no tenía nada que perder me daba una cierta libertad. Damon nunca se había enfrentado a nadie que no tuviera miedo.
La puerta se abrió y oí el movimiento de alguien al levantarse.
—Yo no entro —dijo Damon.
Hubo un breve silencio y, después, la corta protesta de mi hermana:
—Pero...
No terminó. No sabía si había decidido que no valía la pena molestarse, si mi madre le había dicho que se callara con un gesto o si había recordado la orden de no hacer preguntas, pero pasó por encima de mí y salió del coche, dejando tras ella la suave fragancia de su perfume de Gucci. Los bajos de su vestido me rozaron las manoletinas.
Mi madre salió detrás, siempre antes de mí para poder guiarme hasta la entrada.
Pero, en cuanto hice amago de salir, me agarraron del cuello de la camisa, me tiraron contra un cuerpo duro y cerraron la puerta del coche de un portazo antes de oír el seguro.
Sentí su cálido aliento en los labios, ahogué una respiración y una corriente eléctrica me recorrió bajo la piel.
—¿Winter? —me llamó mi madre desde fuera—. Damon, ¿qué pasa aquí?
Oí a alguien forcejear con la manija para intentar volver a abrir la puerta.
—¡Eh! —dijo la voz de mi hermana, seguida de un golpe en la ventana.
Fui a mover los brazos para apartarlo de mí, pero los dejé caer casi de inmediato. Quería que peleara y no estaba lista para darle esa satisfacción. Todavía no.
—Sabia elección —susurró—. No gastes energías, Winter Ashby. Te harán falta.
Su aliento me acarició la boca y me hizo cosquillas en la comisura de los labios, y el pecho le subía y le bajaba más rápido que antes.
Ya no estaba tranquilo.
Se abrió la puerta y me echaron del coche sin hacer mucho esfuerzo. Caí en brazos de mi madre antes de oír la puerta volver a cerrarse con un portazo.
Alguien, supuse que mi hermana, me agarró del brazo y me puse derecha.
—¿Qué ha sido eso? —protestó.
—¿Tú eres tonta? —espeté en voz baja. ¿De verdad no lo sabía?
Nada de esto era por ella, y lo sabía.
Mi madre me condujo a la casa. Noté el vestido de mi hermana cuando me dejó atrás nada más entrar en el recibidor con suelo de mármol, y la solté mientras extendía la mano para encontrar la escalera que tenía delante. Una vez dentro, ya conocía el camino.
La escalera crujió por encima de mi cabeza. Sería Ari buscando su habitación.
Un día de bodas. Sin invitados. Sin convite. Sin noche de bodas. Al menos aún no.
—¿Mamá? —llamó Ari en cuanto giré por la barandilla y me dirigí a mi cuarto, al fondo del pasillo—. Vamos a necesitar una habitación más grande y más intimidad, además del dormitorio principal.
Apreté la mandíbula y rocé suavemente la barandilla de madera con la mano mientras iba corriendo a mi cuarto. Abrí la puerta, entré y di un portazo antes de cerrar con llave.
Tenía los nervios desbocados bajo la piel y palpé a mi derecha antes de coger inmediatamente la silla del comedor que había robado. La encajé bajo el pomo para asegurarla aún más.
Puede que se hubiera ido por ahora, pero podría volver en cualquier momento.
Cualquier día. A cualquier hora de la noche. En cualquier instante.
Mikhail me restregó la nariz húmeda contra la pierna y me agaché para acariciarlo y pegar su cabeza a la mía, disfrutando de lo único que me hacía sentir bien. Aparte de la danza.
Adopté al golden retriever el año pasado y, aunque adoraba su compañía, sería complicado escapar con él si iba a irme ahora.
Me levanté y me froté los ojos.
No podía creerme lo que estaba haciendo Ari. Le iba a quitar el dormitorio a mi madre.
La sangre me hervía de rabia, pero supuse que era algo bueno. No podíamos ampararnos en una mentira. Vivíamos, comíamos y dormíamos por la buena voluntad de otra persona. Ahora éramos meras invitadas en nuestra propia casa.
¿Cómo podía mi padre dejarnos en estas circunstancias?
Si lo hubieran atrapado, habría ido a la cárcel, que seguro que era lo que quería Damon. Ojo por ojo. Un pequeño escarmiento. Una cucharada de su propia medicina.
Pero mi padre había tenido el tiempo justo para huir y nadie sabía dónde estaba ahora. Si hubiera empleado parte de su dinero en escondernos y sacarnos del país con él o en ponernos bajo la protección de algún amigo, tal vez habría podido perdonarlo. O al menos habría confiado en que le importaba algo.
Pero se fue sin más. Y nos dejó desamparadas a merced de cualquiera que quisiese aprovecharse. ¿Qué iba a hacernos Damon?
Se iba a divertir, sin ninguna duda. Mi hermana era preciosa. A juzgar por los comentarios que había oído de pasada, mi madre conservaba su hermosura y su esbeltez. Mi hermana haría lo que le pidiese, y mi madre también. Si se negaba, él solo tenía que amenazarme y ella haría lo que fuera.
Puede que ella hubiera sido otra opción para formalizar esta alianza, de no ser por el hecho de que seguía casada con mi padre. Y yo tampoco era la opción ideal porque me iba a enfrentar a él, y jamás dejaría de hacerlo. La opción fácil era Ari.
Pero no estaba a salvo solo por haberme librado de esa. ¿Qué coño iba a hacer si no? Tenía que irme. Era el momento. Lo sabía.
No tendría que haber vuelto. Tras graduarme del instituto, estudié dos años de universidad en Rhode Island, pero lo dejé para volver y centrarme en la danza, en los ensayos y en convencer a coreógrafos y directores de compañías para que me dieran una oportunidad. Había sido un año horrible, e iba a peor.
Me arrodillé, metí las manos bajo la falda de la cama, palpé hasta dar con la correa de nailon y tiré hasta sacar una bolsa de viaje llena. La bolsa, fría y oblonga, llevaba oculta en mi armario desde que mandé a Damon a la cárcel cinco años atrás, siempre lista para huir porque sabía que no podría ganar cuando, irremediablemente, acabáramos discutiendo. Dentro llevaba dos mudas, un par de zapatillas, un teléfono desechable con su cargador, un sombrero, gafas de sol, un botiquín de primeros auxilios, una navaja suiza y todo el dinero que llevaba acumulando en secreto desde entonces: nueve mil ochenta y dos dólares hasta ahora.
Por supuesto que tenía amigos y familia a los que recurrir, pero desaparecer era el único plan sin fisuras. Necesitaba quitarme de en medio. Salir del país.
Pero necesitaba ayuda para conseguirlo. Alguien en quien pudiera confiar más que en nadie y que no le tuviera miedo a Damon, su familia o las altas esferas de esta ciudad. Alguien que pudiera ganarle en ingenio al nuevo marido de mi hermana y sacarme de aquí.
Alguien a quien detestaba poner en el punto de mira de Damon, pero no estaba segura de si tenía otra opción.
—¡Eh! —exclamó Ethan desde el coche en marcha—. ¿Estás bien?
Asentí. Sentí el coche rozarme los muslos y supe que me había abierto la puerta.
—Estoy bien.
Era poco más de medianoche. Un escalofrío me serpenteó por los brazos al exhalar el aire fresco fuera de la cancela de la propiedad y me agarré a Mikhail. Mi madre podría ver los faros, así que le había pedido a mi amigo que me recogiera en la carretera y tocara el claxon tres veces en una sucesión de dos rápidas y una lenta para que supiera que había llegado.
Se me puso la piel de gallina: estaba alerta. Damon no había regresado esta noche, pero a no ser que hubiera cambiado algo, seguía siendo el mismo. Le gustaba quedarse hasta tarde, así que aún podría estar de camino, por lo que tenía que darme prisa si quería dejar este sitio atrás antes de que nadie se diera cuenta de que me había ido.
Me quitaron la bolsa de las manos y supe que Ethan la había cogido para echarla en los asientos de atrás.
—Date prisa, hace frío —dijo.
Entré al coche, metí al perro en el asiento trasero, cerré la puerta y me puse el cinturón.
Un mechoncito de pelo que se me había soltado de la coleta me rozó los labios antes de aspirarlo sin querer de tanto jadear. Me lo aparté de la cara.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó Ethan.
—No puedo quedarme en esa casa —le respondí—. Que les vaya bien con el jueguecito retorcido que quieran jugar.
—No te va a dejar marcharte. —Lo oí poner en marcha el coche y arrancar el motor—. No os va a dejar iros a ninguna. Tu madre, tu hermana, tú... para él, ahora sois de su propiedad. Sobre todo tú.
El coche arrancó, fijé la espalda en el asiento y sentí el aliento inexistente en el cuello hacerse cada vez más cálido con cada kilómetro que nos alejamos de la casa de mis padres. Llevaba tiempo sin dormir bien, pero, a partir de este momento, siempre estaría mirando a mis espaldas.
«Sobre todo tú». Ethan era uno de mis mejores amigos y sabía todo lo que había ocurrido y lo horrible que había sido para mí.
—Solo se ha casado con Arion porque era fácil. Ha dicho que sí —me advirtió—. Pero quiere tenerte a ti.
Me quedé callada, apretando tanto los dientes que me dolieron.
Damon no quería tenerme, quería atormentarme. Quería que lo oyera con mi hermana en la habitación de al lado cada noche. Quería verme sentada en silencio a la hora del desayuno, con las piernas temblándome y preguntándome si me estaba mirando y qué iba a hacer después. Quería aniquilar la paz mental que había alcanzado estos años en los que él había estado encerrado en la cárcel.
Exhalé.
—Me da igual que venga a por mí. Tengo veintiún años. Él no puede decidir si me quedo o no en esa casa.
—Pero puede decidir si te deja irte o no —replicó Ethan—. Recurrirá a los guardias si es necesario. Tenemos que estar preparados.
Sabía que tenía razón. A nivel legal, podía hacer lo que quisiera, pero eso a Damon le daba igual. Me mantendría donde él quisiera, con o sin mi consentimiento.
Pero tenía que intentarlo. Y no pararía nunca.
—No me da miedo —murmuré—. Ya no.
—¿Y tu madre y tu hermana? ¿Qué les hará si no vuelves...?
«Nada que no fuera a hacerles ya», terminé por él.
—Sabían lo que me pasó cuando éramos pequeños. Y lo que me hizo hace cinco años —señalé—. Y, aun así, lo han vuelto a meter en nuestra vida. Me han vuelto a poner en su camino por dinero. No solo no me han protegido, sino que nos han vuelto a poner a todas en peligro. La familia de Damon es mala.
El comportamiento de Arion no me sorprendía. Siempre habíamos sido ricas y ella siempre lo había deseado. Volver a tener dinero y ser su mujer, incluso aunque él fuera la causa de todos nuestros problemas recientes, era más de lo que hubiera podido esperar. Tal vez hasta se alegrara de que hubiera ocurrido.
Pero lo de mi madre era distinto. Sabía lo que significaría volver a invitarlo a entrar en nuestra vida. Sabía cuál era su objetivo y no me protegió.
Y, por muy mal que nos lleváramos Ari y yo, no quería que sufriera.
Y Damon le haría la vida imposible. No cabía duda de que lo que había dicho en el coche era cierto. Acabaría metiéndose pastillas para aliviar el dolor que le iba a provocar tarde o temprano. ¿Cómo podía permitirlo mi madre? ¿Tanto miedo le daba perder su casa? ¿Le preocupaba cómo íbamos a sobrevivir?
¿O es que por fin tenía sentido esa mirada de complicidad íntima que vi entre el padre de Damon y ella cuando era pequeña?
Mi madre había tenido una aventura con él, ¿verdad? Quizás no solo era el miedo lo que la controlaba.
Y, por mucho que estuvieran dispuestas a aguantar, no iba a permitirles tomar esa decisión por mí.
—Podríamos casarnos —dijo Ethan con su tono desenfadado habitual y un toque seductor.
Y, a pesar de lo nerviosa que estaba, solté una risita por la nariz.
—Eso no lo detendrá ni un poco.
Tener marido no me protegería de Damon Torrance.
—Mierda —susurró Ethan.
—¿Qué pasa?
—La poli. La tengo detrás.
¿La poli? Solo llevábamos unos minutos conduciendo. Aún no había notado la incorporación a la autopista, así que seguíamos en la carretera nacional. Ahí nunca había policías. Lo sabía por todas las veces que había ido en coche con mi hermana conduciendo a toda velocidad siendo adolescente y nunca la habían pillado.
—¿Llevan las luces puestas? —pregunté.
—Ajá.
—¿Seguimos en Shadow Point?
—Ajá.
—No te pares. —Sacudí la cabeza—. No te has pasado del límite, no tienen motivos para pararnos.
—Me tengo que parar.
Él no estaba preocupado, pero yo metí las manos en un puño en el bolsillo central de la sudadera. Aquí solo había policías cuando los llamaban. Pasaba algo.
—Por favor, no te pares —supliqué.
—Tía, no pasa nada. —Sentí que el coche aminoraba—. Somos adultos y no estamos haciendo nada mal. No nos hemos metido en ningún lío.