Prólogo
Quien ríe el último, es que no lo ha acabado de entender
Buenas tardes. (Siempre se tiene que saludar cuando se entra en un lugar. En este
caso, en vuestras cabezas.) Por alguna razón que no acabo de entender, sigo teniendo
en mi agenda telefónica «Manuel de Barcelona» en lugar del titular real, Dani Guillén,
al que conozco personalmente y con el que he mantenido más de una charla. Siempre
alrededor de la comedia, claro, como no puede ser de otro modo. No he cambiado el
nombre. Me gusta mantener este personaje nacido en la cara amable de las redes y que
me cautivó desde el primer momento. ¿Por qué? Pues porque escribe sobre lo que me
gusta, me apasiona y me da de comer desde hace más de treinta años: hacer reír. Recuerdo
perfectamente la primera vez que publicó un hilo de los suyos en el que destilaba
conocimiento, erudición y una interpretación o «tesis» que personalizaba toda esa
investigación. También desprendía cariño y me pareció alucinante y, sobre todo, inédito.
¿Quién se tomaba la molestia de profundizar, organizar e interpretar los mejores momentos
de la comedia y los que la hacen posible? ¿Quién demonios era «Manuel de Barcelona»?
En seguida lo comentamos y elogiamos entre las y los colegas de profesión o bien entre
los simples usuarios de la comedia, porque nuestro trabajo a veces se asemeja al fútbol:
todo el mundo tiene una opinión, todo el mundo la disfruta. De hecho, todos éramos
beneficiarios y coincidimos en destacar y agradecer el trabajo que estaba haciendo
Manuel, ni que fuera, para empezar, organizando un mundo tan amplio, inabordable y
emocionalmente adictivo como el que nos ocupa.
No descubro nada si digo que la gente que nos hace reír ocupa un lugar destacado y
prioritario en nuestro corazón. Son memoria de la buena y puedo afirmar que sé de
lo que hablo. Yo soy usuario y también profesional del humor. Agradezco y quiero a
los que me hacen reír, y recojo (es lo mejor de mi trabajo) un cariño que siempre
siempre me sorprende y valoro muchísimo. Y, con el paso de los años, cada vez más.
En una ocasión, una señora mayor me dijo en un semáforo: «Gracias por traernos la
risa. Porque las desgracias vienen solas, pero la risa hay que ir a buscarla». «Gracias
a usted.» Me dejó muy pensativo. Me vi como un mayorista de la felicidad. Un tipo
de transportista que mueve esa preciada mercancía, la risa, y te la lleva a tu casa
a través de la radio, la tele, el teatro o lo que haga falta. Porque la comedia es
un estado de ánimo que se escurre por donde sea; una buena réplica en un ascensor
o un comentario que quita hierro en una reunión difícil. Es algo funcional y necesario
para una sociedad cada vez más preocupada y que parece perder la esperanza en poder
vivir en un mundo mejor y más amable. Y me siento orgulloso de ser ese mayorista.
Bien, pues esta compilación habla de ello: de todas las personas que han caído en
este lado del tablero en esta partida contra el paso de los años, de la vida misma
y de su inevitable final. Habla de los profesionales, a pesar de que esta denominación
parece demasiado seria.
Era una cuestión de tiempo que conociera a quién estaba detrás de Manuel. Quedé con
él para hablar de unos proyectos y apareció Dani. Yo esperaba a un camarero con una
bandeja en la mano y llegó un hombre tranquilo, sereno y metódico. Quise saber cómo
lo hacía, de dónde sacaba el tiempo, pero no es de los que se dan demasiada importancia:
«Por las noches», me dijo. O sea, que es un señor que hace su trabajo y, cuando el
mundo empieza a pararse, él activa esta máquina del tiempo, busca los archivos, los
clasifica, los traduce y pone en valor mi/nuestro oficio. ¡Cómo no declararme su fan!
Lo siguiente lo pondré en mayúsculas: GRACIAS, DANI.
Os invito a convertir este libro en un volumen de consulta obligada. A revisar referentes
o descubrir pioneros. A ir algo más allá del recuerdo iconográfico de algunos momentos
brillantes. Porque detrás de estos momentos hay mucho, pero que mucho oficio. Personas
que un día decidieron dedicarse a hacer reír y que, solo por eso, ya son de otra pasta.
Normalmente, de una inmadurez encantadora y necesaria. No importa la época, o el momento
político o personal. No importan las censuras, los camerinos pequeños o los grandes
teatros. Todo se condensa o se resume en un artista ante su público, dispuesto a romper
la expectativa, que es donde nace el humor. Y, a partir de aquí, empieza lo bueno.
Andreu Buenafuente,
2024
No tengo un recuerdo claro de la primera vez que vi un fragmento de comedia, ni sé
definir lo que me despertó. Sí recuerdo, en cambio, quedarme embobado viendo los dibujos
animados de Hanna-Barbera —creyendo que era una sola mujer—, de Looney Tunes o de El Show de la Pantera Rosa. También aprendía y repetía los chistes de Eugenio, no me perdía un especial de fin
de año de Martes y Trece, imitaba los gags de Tricicle, o cantaba las canciones de La Trinca, aun sin entender del todo los
dobles sentidos. Y devoraba las series británicas «de risa», las que empezaban con
un inconfundible acorde musical y el skyline londinense reflejándose en el Támesis, tras la palabra Thames, y las que emitían
por TV3 antes de ir a dormir.
Pero de lo que no tengo dudas es de que los mohines de Chaplin, las caras contrapuestas
del Gordo y el Flaco, o las acrobacias de Harold Lloyd o Buster Keaton están indisolublemente
asociados a una música que, hasta tiempo después, no supe que pertenecía a una película
mítica. Era la sintonía de un programa llamado Con H de Humor, que incluía la emisión de largometrajes cómicos de diferentes épocas, aunque mi
memoria haya borrado eso: para mí, solo emitía cortometrajes o escenas de los genios
del cine mudo. No había YouTube, ni Tik Tok, ni stories de Instagram, pero esos clips cortos emitidos por TVE-2, antes de ser ahora el canal para «una inmensa minoría», tenían un formato parecido
al de las redes sociales actuales, perfecto para ser consumido por una criatura y
captar su atención. Si te cautivaba, como fue mi caso, hacías lo que fuese por buscar
más información sobre esos tipos que hacían reír en blanco y negro y, mayoritariamente,
en silencio.
La canción repetía «Make'Em Laugh», o sea, «hazlos reír», y era uno de los números de Cantando bajo la lluvia (Singin' in the Rain). Tenía sentido, pues, la apuesta del programa al elegir esa melodía interpretada
por Donald O'Connor, ya que es una oda a todos los payasos y las payasas que dedican
su vida al noble arte de hacer reír a los demás. Porque, en la escena en la que aparece,
Cosmo Brown (O'Connor) intenta animar a su amigo Don Lockwood (Gene Kelly), que está
atravesando una crisis. Y le canta, le baila, y hace tres minutos de slapstick descomunales.
A medida que aumentaba el número de velas que soplaba, más grande era la devoción
que sentía por la comedia y por quienes la practicaban. De ahí que para mi alter ego —que no trol— en redes sociales escogiera a un camarero superado por las circunstancias
en un pequeño y caótico hotel de la costa suroeste inglesa; como yo, era de Barcelona,
y, a diferencia de mí, se llamaba Manuel. Esa devoción por la comedia también explica
que, cuando en mayo de 2021 me planteé compartir en Twitter (me niego a llamarlo X,
ya me perdonaréis) mi pasión por aquellos gags, escenas y comediantes que me hacían reír, eligiese, sin dudarlo, la frase que canta
O'Connor como elemento cohesionador. Y así nacieron los hilos #MakeEmLaugh. Y empezaron
a gustar, y semana a semana ganaban adeptos, y se compartían, y se comentaban. Y de
vez en cuando alguien decía: «Tendrías que escribir un libro». Y yo pensaba: «¡Y dos
huevos duros!». Y, mira, de aquellos hilos, esta madeja.
Hazme reír no pretende ser un tratado enciclopédico sobre la comedia. De esos los hay, y muy
buenos. Es solo un conjunto de historias curiosas de algunos y algunas hazmerreíres
de aquí y de allá, de ahora y de siempre. No están todos los que son, pero sí son
todos los que están. Encontrarás a los Python y a los chanantes, a Ricky Gervais y
a Rubianes, a los Hermanos Marx y a Les Luthiers, a Richard Pryor y a Ignatius Farray.
A Lucille Ball y a Nora Ephron. A Woody Allen y a Berto y a Buenafuente. Y a muchos
más.
Tanto en los hilos como ahora en este libro, mi gran objetivo ha sido despertar curiosidad
e interés sobre la comedia, que es cierto que nos gusta mucho, nos divierte enormemente,
pero aún sigue considerándose un plato de segunda mesa. La mayoría de los sketchs, las escenas, las películas o las series que aquí leeréis merecen la pena ser vistos.
Muchas las conoceréis y esta lectura os servirá para recordarlas, y ojalá os animéis
a descubrir y visionar las que no tengáis tan presentes. Buscadlas en plataformas,
en videotecas, o en «el internet»; lo encontraréis casi todo. Y veréis que todas merecen
mucho la pena, o, mejor dicho, la alegría.
¿Nos metemos ya en materia? Pues dele, Mr. Cleese: And Now for Something Completely Different...
Fawlty Towers y Manuel
Antes de Barcelona 92, e incluso antes de Messi, cuando hablabas con una persona de
Inglaterra (o de cualquier parte del territorio británico, da lo mismo), ya fuera
ligando en un pub, pidiendo indicaciones en medio de Londres o en una reunión de trabajo,
y te preguntaba de dónde eras, siempre pasaba lo mismo. Y daba igual que tuvieras
la mejor pronunciación, perfeccionada en costosas academias o a fuerza de clases particulares.
Cuando decías que eras de Barcelona, como respuesta recibías una sonrisa, en el mejor
de los casos, o una risa burlona acompañada de un «¿Qué?».
Y entonces te preguntabas: «¿Habré dicho algo mal?». Pero no había que buscar la respuesta
en disputas históricas, ni en el hecho de que a los británicos no les gustara la ciudad,
ni en el puñado de paquetes que el Arsenal ha colado al Barça desde Petit y Overmars.
La culpa era de un camarero llamado Manuel. Aunque esto es muy injusto...; la culpa,
en caso de haberla, era de John Cleese.
Cleese había abandonado los Monty Python harto de la impuntualidad y las ausencias
causadas por los excesos alcohólicos de su amigo Graham Chapman, pero también porque
veía un estancamiento en la calidad de los guiones de Flying Circus. Quería hacer otras cosas alejado de la tropa, aunque este no fue un adiós para siempre;
de hecho, siguieron rodando películas juntos. No obstante, sentía que necesitaba hacer
algo diferente y, además, quería hacerlo con su mujer, Connie Booth. Nada de embarcarse
en otro programa de sketchs; le apetecía más una sitcom, y por la cabeza le rondaba un personaje inspirado en el propietario de un pequeño
hotel en el que se había alojado cuando rodaba con los Python And Now For Something Completely Different. El hotel era el Gleneagles, en Torquay, en el suroeste de Inglaterra, y el dueño
se llamaba Donald Sinclair.
Cleese quedó fascinado por la manera en que Sinclair, un exoficial del ejército británico,
pequeño y enérgico, (mal)trataba a los y las huéspedes: les cerraba el bar en la cara,
les gritaba por cualquier cosa y resoplaba sin disimulo cuando le interrumpían en
la lectura del diario para solicitarle que llamara un taxi o pedirle algo para comer.
Hacía justicia al eslogan con el que el Python definía a la industria de servicios
británica: «Podríamos gestionar este negocio, si no fuera porque hay clientes».
La observación de aquel individuo le había proporcionado una serie de anécdotas valiosísimas.
Una de ellas, que explicaba en las entrevistas cuando quería definir la peculiar manera
de pensar y de hacer de Sinclair, era la siguiente: Eric Idle, otro de los Python,
olvidó su maletín junto al mostrador de recepción un día que iban a un rodaje. Al
volver al hotel, le preguntó al director si lo había visto. «¿Un maletín? Ah, sí...,
está detrás de la valla, junto a la piscina», le respondió. Sorprendido, el actor
preguntó qué hacía su maletín allí. «Pensé que podría ser una bomba», recibió como
respuesta. «¡Una bomba!», exclamó Idle. «Sí, hemos tenido algunos problemas con el
personal últimamente.»
Antes de escribir el piloto de la serie, llevó a Connie a aquel hotelito para que
conociera al tipo del que tanto le había hablado, ya que quería asegurarse de que
su mujer percibía como él todo el potencial humorístico de aquel hombre. Y, sí, en
la visita confirmó que Sinclair seguía siendo igual de impertinente, de grosero y
de gruñón. Así pues, lo tenían clarísimo: harían la serie sobre un hotel que tuviera
un director con ese carácter.
Sin embargo, no lo llamarían Sinclair, ya que el hombre se lo podría tomar a mal.
El dueño se llamó Fawlty —fonéticamente muy parecido a faulty, es decir, «defectuoso»—, Basil Fawlty, y lo interpretó el mismo Cleese, quien, además
de imitar algunas conductas del propietario, también aportó mucha cosecha propia al
personaje: los gestos exagerados, los cambios de humor, el cinismo...
El contrapunto de Basil sería Sybil, la esposa resignada que va siempre dos pasos
por delante de él y que lo tiene atemorizado y sometido. Pero, al contrario que su
marido, Connie no haría de Sybil, ese papel fue reservado para Prunella Scales; ella
se quedó el personaje de Polly, una muchacha avispada que trabaja en ese hotel de
mala muerte hasta que pueda marcharse a cumplir sus sueños de artista. En cualquier
caso, al contar con la pareja protagonista, Connie Booth reconoció que escribir la
serie fue terapéutico para su matrimonio: «A través de Sybil y Basil, John y yo pudimos
verter muchas de las frustraciones internas que teníamos el uno del otro». A pesar
de ello, esta especie de terapia no evitó que se divorciaran poco después, aunque
siguieron trabajando juntos en la segunda temporada.
Y llegamos al meollo del asunto. El cuarteto protagonista lo cerraba un camarero voluntarioso,
pero superado por las circunstancias; un personaje surgido de otra de las cosas que
Cleese detestaba cuando iba a hoteles y restaurantes de Inglaterra. Según él, las
opciones de que le sirvieran lo que había pedido eran de una entre seis. En aquel
momento, gente de todo el mundo iba a Inglaterra a trabajar sirviendo mesas, lavando
platos o cocinando, y los empresarios de la hostelería preferían contar con muchas
manos y no tanto tener personal que comprendiera todo lo que se les dijera. «Ya aprenderán
el idioma», pensaban. Lo que necesitaban era gente que despachara pedidos y, sobre
todo, no cobrara mucho; que establecieran una correcta comunicación con la clientela
era secundario.
La incomunicación es una fuente inagotable de comedia. Eso Cleese lo sabía bien, ya
que había explotado este recurso en diferentes piezas, tanto en At Last the 1948 Show! como en Flying Circus, en la película How to Irritate People o en los vídeos de los cursos de formación para empresas que producía con su compañía
Video Arts. Y no hay mejor incomunicación que la que provocan los malentendidos idiomáticos.
Por eso el cuarto protagonista de Fawlty Towers (u Hotel Fawlty), Manuel, sería un español de Barcelona que no sabía ni una pizca de inglés.
Solo había que encontrar a la persona indicada para interpretar aquel papel. Primero
pensaron en un actor con quien ya habían trabajado y que acababa de estrenar la comedia
teatral No Sex, Please. We're British!, en la que demostraba todo su talento de comediante físico. Pero, aunque había imitado
mil acentos en otras obras, series y películas, Andrew Sachs no estaba convencido
de resultar creíble haciendo de español. «¿Y si ese camarero fuera alemán?», sugirió
a Cleese. La respuesta fue una rotunda negativa: «Un camarero alemán lo haría todo
bien. ¿Dónde está la gracia en un personaje así?».
En realidad, la petición de cambiar la nacionalidad del personaje no había sido un
capricho. A pesar de haber desarrollado toda su carrera en Inglaterra y dominar la
lengua de Shakespeare con excelencia, Andrew Sachs había llegado al país del fish and chips cuando tenía ocho años, junto con su familia, huyendo del nazismo. «Sin Hitler, yo
no habría sido nunca actor», dice en su autobiografía. Así que a Manuel de Barcelona
lo interpretó un inglés que, en realidad, era alemán, lo que resulta cuanto menos
curioso.
Seis años después de su debut en la BBC-2, Fawlty Towers llegó a España. Su estreno en TVE fue todo un acontecimiento, pues era uno de los programas más venerados y con más
éxito de la vasta colección de comedias británicas que llegaban a nuestras pantallas
año tras año. Además, venía firmada por un miembro de los ilustres Monty Python. La
alta expectación que generó, sin embargo, se contradice con el horario de emisión
que le asignaron: los martes a las 16.15 horas.
Pero la adaptación de la serie al mercado español no fue fácil. En la fase de doblaje,
surgió un problema grave. Si todos los personajes hablaban en castellano, ¿qué idioma
tenía que hablar Manuel para poder mantener los equívocos y malentendidos de la versión
original? Se optó por convertirlo en Paolo, un italiano. Y, para complicarlo todavía
más, Basil no se dirigía a su empleado en un castellano macarrónico, como en la versión
original, sino que le hablaba en francés. Desde las primeras escenas se veía que aquello
no funcionaba de manera alguna.
El 3 de febrero de 1981 se estrenó la serie. Al día siguiente, El País veía la transformación de nacionalidad de Manuel como un caso de censura:
Los censores de Mogambo fueron más rudos, pero los censores de la televisión de ahora han tratado de no irle
a la zaga. Pueden los rectores de Televisión Española haber pensado que, para conservar
los valores de la serie, había que dar una nacionalidad distinta a la española al
característico camarero. Pudieron pensarlo, pero no debieron hacerlo. La censura cabalga
sobre caballos irónicos.
Además, a mitad del episodio hubo unos problemas técnicos y se coló el audio de la
versión original. Por todo ello, el segundo episodio ya no se emitió. En su lugar,
programaron Los Roper (George & Mildred). Un comunicado oficial de la dirección del ente aducía problemas técnicos, pero
El País insistía en la teoría de la censura:
Los actuales responsables de Televisión Española han preferido suspender la emisión
a programar un espacio censurado. Dado el tono de la explicación oficial, es posible
que se subsanen los problemas técnicos de doblaje provocados por los censores y que
se restituya al actor Andrew Sachs el verdadero nombre y nacionalidad que tiene en
la comedia.
Cuesta creer que hubiera una voluntad de censura por parte de RTVE para camuflar el hecho de que un personaje español fuera víctima de los abusos y
maltratos de su jefe, como si eso fuera una ofensa a todo el país. ¿No es más plausible
pensar que, con la traducción al castellano, simplemente no supieran cómo mantener
la comedia de situación provocada por el choque cultural idiomático del original?
***
Saltamos cinco años en el tiempo. En abril de 1986, la FORTA (Federación de Organismos de Radio y Televisión Autonómicos) se hizo con los derechos
de la serie. En el País Vasco, la ETB mantuvo la nacionalidad y el habla originales de Manuel, mientras que el resto de
personajes hablaban en euskera. Ningún problema. En Cataluña, en cambio, TV3 decidió volver a cambiarle el pasaporte al camarero: Basil, Sybill, Polly y el resto
de los ingleses hablaban en catalán, pero Manuel era mexicano y lo hacía en español.
Las cadenas autonómicas decidieron mimar mucho más la serie y la programaron en una
franja horaria de máxima audiencia: a las nueve de la noche, justo después de sus
telediarios. Fue un éxito arrollador. El Manuel mexicano se convirtió en un personaje
icónico tal como lo había sido el original. ¿Se habría producido rechazo por parte
del gran público catalán de saber que aquel simpático y voluntarioso personaje era
de Barcelona? Quizá sí, pero permitidme que lo dude.
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