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MISIÓN DE VIDA
Villa de Madrid, mayo del año 1621 de Nuestro Señor
Alonso González de Armenteros, otrora Alonso Castro, atravesó la Puerta del Sol y se dirigió a la calle de los Preciados, donde se ubicaba la Inclusa de Madrid.
Aunque acababa de cumplir catorce años, su elevada estatura sugería dieciséis y hasta diecisiete. De ojos verdes, cabello castaño con reflejos dorados, indómitos rizos, nariz griega y una pícara sonrisa que le fabricaba un hoyuelo en la mejilla derecha, destilaba atractivo e hidalguía. Lástima que apenas luciera tan apuestos rasgos embozado como iba siempre en una enorme capa y un sombrero más grande todavía que le conferían un aspecto torvo muy difícil de engarzar en ningún calificativo amable. Pero, dado que no aspiraba a gustar a nadie, sino a sobrevivir, lejos de desagradarle su lóbrega fachada, la bendecía. Gracias a ella, había conseguido salir adelante cuando seis meses antes, en diciembre de 1620, la Inquisición irrumpió en su hogar, arrestó a sus padres, Sebastián Castro y Margarita Carvajal, y él quedó solo, al raso y acarreando a su hermano Diego, un bebé que pronto comenzó a llorar de hambre. Tras semanas de incesantes berrinches reclamando un alimento que no llegaba, el pequeño agotó lágrimas y vigores. Al verlo marchito e inerme, Alonso lo creyó en el umbral de la muerte y, en un desesperado intento de salvarlo, lo introdujo en el torno de la Inclusa.
Solventadas las cuitas de Diego, trató de demostrar la inocencia de sus padres, a quienes la Inquisición acusaba de los polémicos Crímenes del Ritual. Llamó a cuantas puertas pudo, arriesgó vida y libertad, cometió auténticas temeridades, luchó hasta desfallecer, nunca se rindió... Pero todo fue en vano. Después de un tortuoso peregrinaje repleto de peripecias, el 21 de marzo de 1621, una hoguera vil e injusta devoró a los Castro.
Alonso devino huérfano, indigente y prófugo del Santo Oficio. Los dominicos le pensaban un hereje judaizante y llevaban persiguiéndolo desde la Navidad del año anterior, asedio que lo había obligado a cambiar de identidad. A mayor desastre, el abandono de Diego le atormentaba la conciencia de un modo encarnizado y pertinaz. No se perdonaba semejante canallada y a menudo los remordimientos lo empujaban a visitar el hospicio. Siempre acudía resuelto a averiguar si el niño continuaba vivo, pero lo asustaba tanto obtener una respuesta luctuosa que nunca lograba formular la pregunta. Prefería beber en las fuentes de la duda. Esas aguas sabían a esperanza y a ella se aferraba. El problema surgió cuando dejaron de calmar su sed de conocer la verdad. Entonces decidió encararla y en tales andaba aquella mañana de mediados de mayo.
Mientras se arengaba a sí mismo con un «¡Coraje, Alonso!» e imploraba a la Virgen una buena noticia, aldabeó el portalón de la Inclusa. Le abrió sor Casilda, la monja encargada de custodiar el torno en horario nocturno hasta hacía poco y, a la postre, la que recogió a Diego cuando Alonso lo metió en el cilindro maldito. Tras demasiadas vigilias, ahora la habían adscrito al turno de día, lo cual mejoró sus condiciones laborales, pero no un talante rezongón e irascible que, pese a todo, resultaba simpático y la mar de cómico.
—¿Qué se os ofrece? —preguntó recelosa al ver la sordidez del recién llegado.
Aunque esa voz cascada y achacosa era la misma que le habló a través del torno antes de que este girase con Diego en su interior, Alonso no la identificó. A fuego la tenía grabada en la memoria, pero, como una religiosa achaparrada y famélica no encajaba en el gruñido cavernoso que escuchó aquella noche, la palanca del recuerdo no se le activó.
—A la paz de Dios, hermana —saludó a la vez que se descubría la cabeza en el ánimo de suavizar sus foscos mimbres—. Desearía pediros una merced.
—Denegada —le cortó sor Casilda, que, no bien reparó en su juventud, le apeó el tratamiento—. Ve a San Felipe. Los frailes reparten la sopa boba a las once. Nosotras apenas podemos alimentar a los de dentro, ¡como para sacar la olla fuera!
—No se trata de eso. Necesito información sobre el ingreso de un...
—Denegado también —volvió a interrumpirle la mujer con el cuello arqueado hacia arriba, pues ni siquiera le alcanzaba el pecho—. La Inclusa solo admite infantes y, aunque sin ese chapeo descomunal, te intuyo escasas primaveras, tú ya estás crecidito. ¡Mucho, además! ¡Qué estatura, pardiez! ¡Si pareces un escolta del Altísimo! Y nunca mejor dicho. —Riendo su propio chascarrillo, se dispuso a darle con la puerta en las narices—. ¡Ea! Mueve el talón, que aquí no se te ha perdido nada.
—Se me ha perdido un bebé —aclaró Alonso al tiempo que metía la bota en el quicio para impedir la abrupta despedida—. Se llama Diego e ingresó en febrero con nueve meses. Llevaba una mantilla roja y un rosario que tenía su nombre tallado en la cruz. Os lo suplico. Reportadme sobre él.
Sor Casilda, que ni de lejos recordaba aquella funesta madrugada, pues en tierra de torno todas eran igual de horribles, lo miró desconcertada. A lo largo del montón de lustros que ya acumulaba en la Inclusa, nadie había mostrado interés por ningún expósito ni, mucho menos, el desasosiego que aquel mozo evidenciaba. La sorpresa, quizá el sentirse a salvo, porque, sin el sombrero, Alonso se le antojó más desangelado que endemoniado, o tal vez la suma de ambas cosas la ablandaron.
—¿Cómo se apellida el interfecto? —inquirió después de lanzar un suspiro resignado.
—No trajo apellido. Solo se llama Diego.
—¡Estupendo! Hemos de encontrar a un interno que entró hace tres meses y que «solo se llama Diego». ¿Piensas que recibimos un pituso cada muerte de obispo? Nos llegan riadas de ellos a diario, de modo que o ahondas en detalles o no podré complacerte.
—¿Qué más detalles precisáis? Se llama Diego, tenía nueve meses en febrero, una mantilla roja y un rosario con su nombre grabado en la cruz. ¿Os parecen sucintas referencias? De seguro exceden las de la mayoría. ¿Tan difícil os resulta rastrear a alguien de esas características entre las «riadas» de chiquillos abandonados en febrero?
—Pues, si lo demandas con esos humos, ciertamente, lo cual pone punto final a esta conversación —sentenció sor Casilda, airada—. Márchate o avisaré a los alguaciles. Tu aspecto de malandrín me indica que los prefieres lejos, así que ¡cuidadito!
Decidido a no desistir hasta saber de Diego, Alonso extrajo un puñado de monedas de una faltriquera, lo depositó en la esquelética mano de la mujer y habló en tono sumiso.
—Gasto angustia, hermana, no humos. Ayudadme y os entregaré el resto de la talega.
Los cuartos surtieron un efecto fulminante. Sor Casilda se los guardó en el bolsillo del hábito y adoptó un gesto de circunspecta condescendencia.
—Comprendo que la congoja envilece la cortesía, pero merezco un respeto. Otra impertinencia y te echo a la calle. Pasa, anda. Revisaremos los registros.
Cuando Alonso accedió a la sala del torno y experimentó la amargura que emanaban aquellas decrépitas paredes, la culpa de haber dejado allí a Diego le golpeó con tal fiereza que se tambaleó. Ajena a su desazón, sor Casilda se instaló frente a un escritorio y empezó a hojear un grueso libro.
—Febrero —leyó, alejando el rostro del papel, pues la vista le fallaba en las distancias cortas—. José de la Virgen, Gabriel González, Diego de la Mantilla, Raúl de la Luna...
—¿Diego de la Mantilla? ¡Mirad! «Folio 1255. Impedimenta: rosario».
—Permíteme un instante. Estos añejos ojos apenas me funcionan ya.
—¿Qué sucede? —preguntó Alonso cuando la monja chasqueó la lengua.
—Fíjate en el final del epígrafe. Dice que falleció el 6 de febrero.
—No es posible —balbuceó Alonso, trémulo—. Diego no puede haber muerto.
—Hemos sufrido un invierno gélido y casi no disponíamos de nodrizas —se excusó sor Casilda, afligida—. Frío y hambre por separado mortifican lo suyo, pero en comandita arrasan, y pocas criaturas resisten el doble envite.
—Continuad buscando, os lo ruego. Debe tratarse de otro Diego.
—Compruébalo tú mismo. En el listado de febrero solo hay un Diego y se ajusta a tu descripción. La calentura lo venció a las cinco lunas de ingresar.
—A lo mejor no lo inscribisteis en el libro —aventuró Alonso, incapaz de encajar el mazazo—. Recogéis muchos niños. Quizá en aquel momento se os amontonó la faena y olvidasteis hacerlo.
—En verdad recibimos torrenteras de desgraciados, pero, asomen diez o asomen cien a la vez, el protocolo no varía. Les adjudicamos folio, les colocamos una medalla con el número de ese folio y después los trasladamos al lazareto. Como el galeno rechaza al que le llega sin colgante, en el muy improbable caso de que a nosotras se nos pasase cursar el alta, él se percataría y nos exigiría cumplimentar el trámite antes de atenderlo.
—¿De veras no existe ni un mínimo margen de error?
Sor Casilda se acarició el mentón en ademán reflexivo.
—Me temo que no, pero hay una manera de constatarlo. Aguarda aquí. Ahora vuelvo.
Salió de la estancia y al poco regresó con una caja de madera roída que tendió a Alonso. Cuando este la abrió e identificó el rosario de Diego y la mantilla roja que perteneció a Margarita, palideció. De modo instintivo, hundió el semblante en la tela e inhaló el añorado aroma materno.
—Son las posesiones del difunto y, viendo tu reacción, presumo que las has reconocido —infirió sor Casilda, consternada—. Lo lamento. Dios tenga en su gloria al querubín.
—¡No me habléis de Dios! —bramó Alonso, fuera de sí—. ¡Lo aborrezco! Igual que él me odia a mí, yo le odio a él. Me ha arruinado la vida, ¡maldito sea!
—Aparca las blasfemias y serénate. Dios no odia a nadie. Te ama y también amaba a Diego; tanto que, en su infinita piedad, lo mudó al paraíso no bien advirtió cuánto padecía en la tierra. Allí está mucho mejor. ¿No te alivia saberle contento y libre de fatigas?
—En absoluto —contestó Alonso, cuya ira se había convertido en llanto—. Era lo único que me quedaba. Ese Dios que, según vuesa merced, me ama se ha ensañado conmigo. Me lo ha arrebatado todo. ¡Todo!
—Aunque sus caminos nos resulten inescrutables, en ellos siempre late un fundamento, hijo mío. Ignoro qué negruras arrastras, pero te garantizo que tienen un propósito y que ese propósito forma parte de tu misión de vida.
Alonso, que sollozaba abrazado a la mantilla de Margarita, levantó el rostro sorprendido.
—¿Mi misión de vida? No... no os entiendo.
—Has de saber que los humanos venimos al mundo con una misión y que, en el afán de ayudarnos a cumplirla, el Señor nos fabrica avatares. Unas veces orquesta situaciones jubilosas que nos alegran el corazón, y otras, lances infaustos que nos lo rompen. De tu aflicción deduzco que gozabas de un hogar y que lo has perdido, combinación de regalía y descalabro indicativa de que tu misión reclamaba sacarte del nido donde eras feliz.
—¿Y en qué consiste esa misión mía? Singular la presumo cuando ha demandado destruir mi mundo entero, arramplar con todos mis sueños y arrebatarme a las personas que daban razón a mi existencia.
—Tal vez tu mundo debía derrumbarse para posibilitar la construcción de uno nuevo y permitir la llegada de otra gente que también cobrará importancia para ti —sugirió sor Casilda—. Me figuro que las personas de tu pasado son incompatibles con las que han de integrar tu futuro y que, solo si pierdes a las unas, recorrerás el camino que te conducirá a las otras.
—Dudo que nadie logre llenar el vacío de haber perdido mi hogar —se dolió Alonso.
—Nunca se sabe, joven. Hasta el peor quebranto oculta luz en sus entretelas. Busca la tuya. Prendió cuando caíste en la penumbra y ahora está en alguna parte aguardándote. Localízala y permite que te ilumine. Verás entonces el objeto de tu misión y comprenderás por qué ha sucedido lo que hoy te impide sonreír.
Aquellas palabras espolearon la curiosidad de Alonso y le instaron a escudriñar su interior. Al principio solo halló el luto que lo devastaba, pero, al cabo de un rato, tenues destellos empezaron a titilar en medio de la oscuridad.
Creía que no le quedaba nada y estaba equivocado. Le quedaban los recuerdos; recuerdos de una infancia deliciosa, una familia entrañable, momentos cálidos, cariño a raudales... Atesoraba numerosas remembranzas que en no pocas ocasiones habían templado el frío de la soledad y que de seguro continuarían haciéndolo.
Luego pensó que sor Casilda no desvariaba al sostener que la pérdida de Margarita, Sebastián y Diego lo había conducido a gente que, como ellos, daban razón a su existencia. De no haberse terciado el drama que culminó en la muerte de los tres, no tendría relación ni con Juan ni con Antonio, ambos punta de lanza en su escalafón de afectos. Además, aunque la tragedia había destrozado la feliz burbuja en la que despertaba cada día, algunos de sus sueños sí se habían salvado; en especial, tres nacidos a raíz de los acontecimientos: estudiar Leyes, convertirse en abogado y restituir el honor de los Castro. Se lo había jurado a Sebastián y no cejaría hasta dar buen puerto a esa promesa. Cuando lo lograse, estaría en condiciones de desterrar el González de Armenteros. Ansiaba pregonar el orgullo de ser hijo de Sebastián y Margarita, dos cristianos de intachable comportamiento a quienes endilgaron las vilezas de Enrique Valcárcel y el soldado Márquez. Y en lo concerniente a aquella pareja de luzbeles, demostraría que cometieron los Crímenes del Ritual y se regodearía en la estampa de verlos arder en la hoguera.
En este cúmulo de pequeñas grandes luces cosechadas en las entretelas de sus quebrantos encontró algo de consuelo y también la fuerza que necesitaba para presentar batalla. Ni sucumbiría a la pena ni se rendiría. Al contrario. Lucharía a tumba abierta. Lo haría por Sebastián, por Margarita, por Diego, por Juan, por Antonio, por los desconocidos que lo aguardaran en el camino, por sí mismo y por sus sueños. Por todo eso pelearía y por todo eso vencería.
—Dios os bendiga, hermana —sonrió al tiempo que se enjugaba las lágrimas—. Habéis logrado serenarme un poco y de corazón os lo agradezco.
—Esas gratitudes han de tintinear —repuso sor Casilda con la mano extendida—. Te comprometiste a darme el resto de la talega si te ayudaba, así que afloja la mosca.
—Tomadla —accedió Alonso, tendiéndole la faltriquera—. Bien la meritáis.
—¡Cuánta pana! —silbó sor Casilda al calibrar su peso—. ¿De dónde la has sacado?
—De los naipes. Trampeé a un curtidor del Rastro y conseguí desplumarlo.
—Ya te dije que todos tenemos una misión en este mundo. La de ese bienaventurado consiste en calmar las hambres de los expósitos, pero, como pretendía esquinarla, el Señor te envió a disuadirlo. Aunque ahora reniegue del varapalo, se alegrará cuando la espiche, recale en el paraíso y san Pedro le explique que se lo han adjudicado en compensación a las redondas donadas al hospicio merced a las malas artes de un fullero.
—Hiláis fino, hermana —apreció Alonso, divertido—. Me gustaría escuchar vuestras disquisiciones si echásemos una partida y perdierais la bolsa merced a mis «malas artes».
—¿Qué desatinos parloteas? Aquí no hay timbas. Somos decentes, deslenguado.
—No mintáis, que luego habréis de confesaros. Nadie ignora que las monjas apostáis hasta las cuentas del rosario.
—Apea las insolencias o de una coz te despacho a la calle —rezongó sor Casilda.
—¿Dónde enterráis a los bebés fallecidos? —inquirió Alonso, recobrando la seriedad.
—Pertenecemos a la demarcación de San Ginés y allí efectuamos bautizos y sepelios. En su cementerio hay una fosa común asignada a los incluseros.
—Comprendo —murmuró Alonso, turbado al imaginar a Diego metido en un agujero anónimo—. ¿Podría conservar la mantilla y el rosario?
—No está autorizado, pero supongo que no descabalaré la contabilidad de la institución. Alegaré que los has comprado. No caeré en embuste porque acabas de entregarme una suculenta suma a cambio.
—Lástima que no nacierais hombre. Habríais sido un magnífico abogado.
—¿Cómo voy a nacer hombre, cebollino? ¡Soy una esposa del Señor!
—Si todas sus esposas se parecen a vuesa merced, el Señor debe de andar contentísimo.
—Ahórrate las zalamerías e indícame a quién diriges estos dineros que me has dado.
—¿Dirigir? ¿A qué os referís?
—Las caridades se destinan al conjunto global de nuestros expósitos o a uno en concreto. Si el donante especifica beneficiario, consagramos los cuartos al afortunado y, si no, los invertimos en la comunidad. Habiendo perecido Diego de la Mantilla, ¿deseas adjudicar tu ofrenda a la institución en general?
Alonso iba a asentir, pero entonces se acordó de Luisa, la joven madre salvajemente violada por Márquez, Salcedo y otros dos soldados. La halló agonizante la madrugada que abandonó a Diego en el torno y, tras contarle lo ocurrido e implorar venganza, le rogó que, cuando regresase a la Inclusa a por su hermano, buscase a Gabriel, su bebé.
«Decidle que él auspició mi última sonrisa; la más bonita de todas —musitó al borde ya de la muerte—. Decidle que lo adoré en cuanto pisó este mundo y que solo por amor lo encomendé a las monjas. Decidle que nunca me alejaré de su vera y que siempre le brindaré mi amparo».
Recordar aquel episodio en ese preciso momento reveló a Alonso cómo debía actuar. Juró a Luisa que la vengaría y, en buena medida, lo había hecho esquilmando a Márquez y Salcedo la noche que Juan y él multiplicaron la Bolsa de la Esperanza en la casa de apuestas de Márquez. También le prometió localizar a Gabriel y quizá en ese aspecto ahora podía complacerla.
—Previo a contestaros, necesito saber de otro expósito —demandó cuando sor Casilda le tiró de la capa reclamando una respuesta—. Se llama Gabriel González.
—¡Hum! —frunció el ceño la monja mientras se encaminaba al escritorio de nuevo para repasar el libro de entradas—. Creo haberle citado justo antes que a Diego.
—No me extrañaría —adujo Alonso—. Ambos ingresaron el 1 de febrero.
—1 de febrero... 1 de febrero... ¡Te lo dije! «Gabriel González. Folio 1254. Impedimenta: medalla de la virgen del Carmen. Fray Benito, de la Ronda del Pan y el Huevo, posibilita la identificación manifestando que con tal recado le envía la madre».
—¿Se menciona si vive?
—No consta fecha de defunción. Eso significa que continúa en este valle de lágrimas.
—Entonces, le otorgo la mitad de mi donativo —anunció Alonso en tono resuelto—. El resto que lo disfrute la comunidad.
—¿Y se puede saber por qué? —preguntó sor Casilda, confundida—. ¿Lo conoces?
—A él no, pero conversé con su madre la noche que lo dejó en el torno.
—Si así lo estipulas, así obraremos. Informaré al administrador.
—¿Me permitiríais verle? Antes de morir, la madre me suplicó que le transmitiese un mensaje capaz de aliviarle las tristezas. No importa que no me comprenda. Basta con que mis palabras se le graben en la memoria del alma.
—Lo que se le grabará es tu terrorífica estampa. ¿Tú te has mirado? Con tamaña estatura y embalado en esos trapos patibularios, pareces un acólito de Lucifer.
—Acabáis de compararme con un escolta del Altísimo —rio Alonso.
—Porque eres altísimo, gañán. Pero prueba a visitar el cielo. Apuesto el hábito a que, en cuanto asomes el hocico, sacan la cruz grande para curarse en salud.
—Presentadme a Gabriel, por favor. Quizá le tome afecto y engrose mis donaciones.
—Aunque la cristiana obligación de auxiliar al prójimo no requiere de afectos, te lo traeré. Ojalá de veras te encariñes con él y lo adoptes. Nos urge reducir la parroquia.
—Me temo que eso supera mis posibilidades económicas. Apenas subsisto yo. ¿Cómo me voy a encargar de una criatura?
—Como nuestra comunidad lo hace de unas dos mil: con empeño y oración —aseveró sor Casilda para luego enarbolar la faltriquera que Alonso le había dado—. Además, si puedes obtener mochilas de este fuste, puedes sustentar a un churumbel. Pero no intentaré persuadirte. Allá te las compongas cuando el Supremo te emplace en el juicio final. Aguarda un momento. ¡Y las manos quietas! Las intuyo igual de largas que tus piernas y no te conviene pasearlas en mis dominios.
Al cabo de un buen rato regresó con un bebé moreno y rechonchón de unos tres meses que lloraba de un modo atronador.
—Aquí lo tienes. Gabriel González para servirte.
Sin previo aviso, lo colocó en el regazo de Alonso. El espontáneo gesto pilló a este tan desprevenido como la añorada sensación de acunar a un rorro. Lo miró arrobado y acusando en el semblante las feroces arremetidas de la nostalgia. Aquel canijo regordete y sollozante le recordaba mucho a Diego.
—¿Qué le ocurre? —preguntó—. ¿Le duele algo?
—Echa en falta a Raúl, su hermano de leche —explicó sor Casilda—. Duermen juntos, comen juntos y respiran juntos. No toleran ni una breve separación. De no percibir cerca al otro, empiezan a berrear y no callan hasta que vuelven a reunirse.
—En ese caso, id en su busca. Me acongoja oírle.
—Alégrate, entonces, de no residir ahí dentro. Una jaula de grillos resulta más apacible que la perpetua salmodia de nuestros huéspedes. Uno en solitario abruma, pero la cencerrada de todos gimoteando a coro día y noche atora las mientes.
—Traed al tal Raúl o este pobre chiquillo morirá atragantado —se alarmó Alonso cuando Gabriel agudizó la rabieta y las mejillas se le amapolaron de puro arrebato.
—De ninguna manera —graznó sor Casilda, que ahora intentaba recuperar al niño—. No pienso pasarme la jornada de Belén a Nazaret para satisfacer tus caprichos. Solicitaste conocer a Gabriel y lo has hecho. Fin del cuento.
—¡Un momento! —se resistió Alonso en tanto se zafaba de las garras de la mujer—. Olvidáis que Gabriel y yo hemos de tratar un asunto de suma importancia.
—Es un lechón, zagal. Lo único importante para él brota de los pechos de su nodriza.
Impasible a las protestas de la monja, Alonso aproximó los labios al oído de Gabriel.
—Tu madre se llamaba Luisa y tú forjaste su sonrisa más bonita —le susurró—. Te adoraba y te dejó aquí para protegerte de hombres malos. Te cuida desde el cielo, así que no te sientas solo en el mundo porque siempre la tendrás caminando junto a ti.
De inmediato Gabriel interrumpió el berrinche y emitió un gorjeo.
—Os dije que mi mensaje lo consolaría —alardeó Alonso ante una atónita sor Casilda.
—¿Y en qué consiste la vaina? Si sirve para cerrarle el pico al resto del barco, no vacilaremos en ponerla en práctica.
—Le he hablado de su madre. Ahora sabe que lo quiere y que, desde el cielo, lo cuida, de modo que congratulémonos. Hemos propiciado el contacto de este querubín con la mujer que le regaló la vida.
—¡Menuda vida le regaló! —masculló sor Casilda, que, al fin, consiguió quitarle a Gabriel de los brazos—. ¡De expósito! ¡A mí mejor me tiran al mar!
—Gabriel me ha conmovido, hermana. Aunque carezco de medios para adoptarle, donaré parte de mis ingresos a la Inclusa y los destinaré a su manutención.
—Dios te conserve la memoria y la intención de tan desprendido propósito.
—No es un propósito; es una promesa, y yo nunca olvido mis promesas. Vendré cada cierto tiempo a entregaros mis limosnas.
—Pues amén para que sepa a rezo —decretó sor Casilda—. ¿Planeas largarte en algún momento del día o pretendes continuar dándome la lata?
—Ya marcho —contestó Alonso antes de besar a Gabriel en la mejilla—. Te veré pronto, pequeño. Gracias, hermana. Me habéis ayudado mucho y eso tampoco lo olvidaré.
—No olvides tú todo lo que te he dicho —replicó sor Casilda con ternura—. Confía en la vida y aprende de ella; de sus rosas y, en particular, de sus espinas. Que la Virgen de la Soledad te proteja y acompañe, hijo.
En cuanto Alonso salió a la calle y se alejó del terapéutico influjo de sor Casilda, los remordimientos le asaetearon la conciencia de nuevo. Azogado, se dirigió al lugar donde acudía cuando necesitaba desahogarse: a la colina que, pasada la Puerta de Alcalá, se alzaba frente al brasero inquisitorial y desde cuya cima presenció el ajusticiamiento de los Castro. Trepó la pendiente y, ya en la cumbre, cayó de rodillas. Roto de pena, escondió el rostro en la mantilla de Margarita y le pidió perdón por haberla defraudado. Ella le confió a Diego, le suplicó que lo amparase. Pero no lo había logrado. Al revés. El niño acabó enterrado en una fosa común sin nombre ni flores.
Después de un largo rato llorando e increpándose a sí mismo, consiguió calmarse. Sumido en la melancolía, se arremangó para observar la marca que le rotulaba el antebrazo izquierdo. Parecía una luna menguante y motas de color chocolate la rodeaban. Diego tenía una igual, y los dos la habían heredado de Margarita, quien, reacia a considerarla una imperfección cutánea, aseguraba que era una caricia de luna. Alonso solía burlarse de aquella metáfora porque, a su entender, la mancha no merecía otro calificativo que el de tara amorfa, pero, tras el auto de fe, había cambiado de opinión. Ahora lo consolaba mirarla e imaginar que, en efecto, se trataba de una caricia; aunque no de la luna, sino de su madre. Entristecido, la besó como si la besara a ella mientras clavaba los ojos en el brasero y retrocedía a la aciaga noche de la ejecución.
El fuego no solo había quemado a sus padres. También le calcinó los cinco sentidos.
El tacto murió cuando cerró los puños intentando retener los tiempos felices y fracasó, pues, pese a apretarlos hasta llagarse las manos, aquellos bellos días se colaron entre sus dedos y el viento se los llevó. El gusto se acorchó bajo el amargo sabor a polvo de piel que, suspendido en el aire, se le pegó en los labios para siempre. El penetrante hedor a carne chamuscada le saturó el olfato, y los oídos se le quedaron atrapados en una horrísona rapsodia compuesta de aullidos de dolor y chasquidos de leña candente.
El mayor impacto lo había recibido la vista. Se le extravió ante la imagen de sus padres atados a una estaca, en llamas y convulsionando. Después el humo se había intensificado tanto que le impedía distinguir nada; luego la escena reapareció. Sin embargo, la notó cambiada. Las piras ya no recortaban el horizonte. Sus ocupantes tampoco. Todo se había desmoronado y yacía en el suelo. Huesos y troncos se mezclaban en un confuso lienzo negro. La vida extinta de los unos y la savia coagulada de los otros ayermaban la tierra convertidos en dunas de ceniza.
Cuando aquella hoguera maldita se apagó, Alonso lo hizo con ella. Lloró hasta secarse. Al principio pensó que, diezmado su embalse personal de lágrimas, nunca más podría volver a derramar ninguna, pero luego comprendió que se regeneraban. Resignado a la idea de pasar años achicando agua de duelo, en cuanto percibía el caudal a punto de desbordarse, regresaba a la colina donde todo terminó y lo vaciaba de nuevo.
Esa tarde, tras enterarse del fallecimiento de Diego, escurrió el dique de sus miserias por enésima vez. No le aliviaba saber a su hermano en el paraíso. Todos los Castro moraban allí ahora; todos, excepto él. ¿Por qué Dios no se apiadaba y le permitía marchar también? «Porque tienes una misión de vida», le pareció escuchar a sor Casilda.
—Supongo que pronto averiguaré en qué consiste esa misteriosa misión —caviló abatido y, al tiempo, expectante—. Mientras, intentaré seguir el consejo de la monja. Confiaré en la vida y aprenderé de ella; de sus rosas y, en particular, de sus espinas.