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Echo Spring
Esta es la historia. Iowa City, 1973. Dos hombres en un coche, un Ford Falcon descapotable que ha vivido días mejores. Es invierno; el típico frío que se te cala en los huesos y te inunda los pulmones, que enrojece los nudillos y hace moquear la nariz. Si pudieras, como por arte de magia, asomarte por la ventanilla mientras pasa el coche traqueteando, verías que el hombre mayor, el que va en el asiento del pasajero, se ha olvidado de ponerse los calcetines. Lleva unos mocasines en los pies desnudos, ajeno al frío, como un estudiante de bachillerato durante una excursión veraniega. De hecho, se asemeja a un muchacho: menudo, con chaqueta de tweed de Brooks Brothers, pantalones de franela y el cabello peinado de forma impecable. Solo la cara le traiciona, llena de pliegues y arrugas.
El otro hombre es más grande, más corpulento, de unos treinta y cinco años. Patillas, dentadura descuidada y un jersey andrajoso con el codo agujereado. Todavía no son las nueve de la mañana. Salen de la carretera y se meten en el aparcamiento de la tienda de licores. El dependiente está en la entrada, con las llaves centelleando todavía en la mano. Al verlo, el hombre del asiento del pasajero empuja la puerta y sale dando tumbos, sin importarle que el coche aún siga en movimiento. «Para cuando entré en la tienda —escribirá el otro hombre mucho tiempo después—, él ya estaba en la caja con dos litros de whisky escocés».
Se van con el coche mientras se pasan la botella el uno al otro. En pocas horas estarán de vuelta en la Universidad de Iowa, balanceándose henchidos de elocuencia frente a sus respectivas clases. Ambos tienen, como si no fuera obvio, profundos problemas con el alcohol. Ambos son también escritores, uno de ellos muy conocido, el otro acaba de alcanzar el éxito.
John Cheever, el mayor, es autor de tres novelas —Crónica de los Wapshot, El escándalo de los Wapshot y Bullet Park— y de algunos de los relatos más extraordinarios e inconfundibles jamás escritos. Tiene sesenta y un años. En mayo fue hospitalizado de urgencia por una miocardiopatía dilatada, testimonio de los tremendos estragos que el alcohol causa en el corazón. Después de tres días en la unidad de cuidados intensivos, desarrolló un delirium tremens que le provocó un desequilibrio tan violento que tuvo que ser inmovilizado con una camisa de fuerza de cuero. El trabajo en Iowa —un semestre de clases en el célebre Taller de Escritores— debía de parecer el pasaporte a una vida mejor; nada más lejos de la realidad. Por diversas razones ha dejado a su familia atrás y vive como un soltero en una habitación individual en el hotel Iowa House.
Raymond Carver, el joven, también acaba de unirse a la facultad. Su habitación es idéntica a la de Cheever y se encuentra justo debajo. De la pared de ambas habitaciones cuelga el mismo cuadro. Él también ha venido solo y ha dejado a su mujer y a sus hijos adolescentes en California. Toda su vida ha querido ser escritor y está convencido de que, durante toda su vida, las circunstancias han jugado en su contra. Hace tiempo que bebe, pero, a pesar de los estragos que causa en él la bebida, se las ha arreglado para escribir dos libros de poesía y para crear un puñado de relatos, muchos de los cuales se han publicado en pequeñas revistas.
A primera vista, los dos hombres parecen polos opuestos. Cheever tiene el típico aspecto de un hombre blanco, protestante y adinerado, aunque, cuando lo conoces mejor, te das cuenta de que se trata de una especie de subterfugio complejo. Carver, por el contrario, es hijo de un molinero de Clatskanie, Oregón, que pasó años financiando su escritura con trabajos menores como bedel, reponedor y limpiador.
Se conocieron la noche del 30 de agosto de 1973. Cheever llamó a la puerta de la habitación 240 con un vaso en la mano y, según Jon Jackson, un estudiante que estaba presente en ese momento, proclamó: «Disculpa. Me llamo John Cheever. ¿Podrías prestarme algo de whisky?». Carver, eufórico por conocer a uno de sus héroes, le tendió aturullado una enorme botella de Smirnoff. Cheever aceptó el trago, pero le hizo ascos a aderezarlo con hielo o zumo.
Al darse cuenta de que compartían un doble interés, los dos hombres intimaron de inmediato. Pasaban gran parte del tiempo juntos en el bar Mill, que solo servía cerveza, mientras hablaban sobre literatura y mujeres. Dos veces a la semana se acercaban en el Falcon de Carver hasta la tienda de licores a buscar whisky, que después bebían en la habitación de Cheever. «No hacíamos más que beber», contó Carver más tarde en la Paris Review. «A ver, cumplíamos con nuestro deber de impartir clases, por así decirlo, pero nos pasábamos allí todo el tiempo... No creo que ninguno de nosotros llegara a retirar la funda de su máquina de escribir en algún momento».
Lo más raro de ese año desperdiciado, por no mencionar los desastres que lo siguieron, es que Cheever lo predijo, en cierto modo. Una década antes escribió un relato publicado en el New Yorker el 18 de julio de 1964. «El nadador» trata sobre el alcohol y lo que este puede hacerle a un hombre; de la capacidad que tiene para arrebatar una vida de forma concluyente. Empieza con una frase muy característica de Cheever: «Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan: "Anoche bebí demasiado"».
Una de esas personas es Neddy Merrill, un hombre esbelto y de aspecto juvenil con una vitalidad muy atractiva. Cuando se dirige a la piscina de su anfitrión bajo la luz del sol a darse un chapuzón matutino, se le ocurre una idea deliciosa: volverá a casa a través de una «hilera de piscinas; esa corriente casi subterránea que recorría el condado». A esta senda secreta de aguas le pone el nombre de Lucinda, en honor a su mujer. Pero también sigue otro sinuoso camino líquido: la cadena de bebidas que toma de las terrazas y los jardines de los vecinos; y esa ruta más peligrosa es la que lo conduce gradualmente cuesta abajo hasta el sorprendente y trágico final de la historia.
Embriagado con su maravilloso plan, Neddy nada entre los jardines de los Graham y los Hammer, los Lear, los Howland, los Crosscup y los Bunker. Mientras recorre esta ruta que él mismo ha fijado, los «nativos» —cuyas costumbres «debía manejar con cautela [...] si quería llegar a buen destino», una mentira con la que quiere autoconvencerse— lo atiborran de ginebra. La siguiente casa a la que llega está desierta y, después de cruzar la piscina, se cuela en la glorieta y se sirve una bebida: la cuarta, calcula vagamente, o quizá la quinta. Una gran ciudadela de cúmulos se ha ido formando a lo largo del día y ahora estalla la tormenta: un intenso repiqueteo de lluvia sobre los robles seguido de un agradable olor a cordita.
A Neddy le gustan las tormentas, pero hay algo en ese aguacero que cambia el tono de su día. Se resguarda bajo la glorieta y ve un farolillo japonés que la señora Levy había comprado en Kioto «dos años atrás, ¿o eran tres?». Cualquiera puede perder la noción del tiempo, equivocarse con uno o dos datos cronológicos. Pero después hay otro parpadeo extraño en la temporalidad. La lluvia ha deshojado el arce y el follaje rojo y amarillo está esparcido sobre la hierba. Estamos a mediados de verano, piensa Neddy, concentrándose, así que solo es el árbol, que está seco; sin embargo, esta señal otoñal le provoca cierta melancolía.
El presentimiento del fin se hace más profundo. En casa de los Lindley, la pista de saltos está cubierta de maleza y parece que han vendido los caballos. Peor aún, la piscina de los Welcher está vacía. Lucinda, ese mágico y abundante río, se ha secado. Neddy se queda atónito y empieza a albergar serias dudas sobre su noción del tiempo. «¿La memoria le estaba fallando o la había disciplinado tanto en la represión de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad?». Aun así, se recompone y consigue cruzar la Ruta 424, un trayecto que le requiere esforzarse y exponerse más de lo que esperaba.
Después se enfrenta a los baños públicos con sus silbidos y aguas turbias. Allí no encuentra ningún placer, pero pronto está fuera, trepando por los bosques de la finca de los Halloran hacia el oscuro resplandor dorado de su piscina alimentada con agua de manantial. Entonces surge otro problema: la sensación de que el mundo por el que Neddy viaja le es de algún modo desconocido, o tal vez es él el extraño. La señora Halloran pregunta solícita por sus pobres hijas, mientras murmura algo sobre la pérdida de su casa. Después, mientras se aleja, Neddy se da cuenta de que los pantalones cortos no se le ciñen a la cintura. ¿Es posible, se pregunta, que haya perdido peso durante una sola tarde? El tiempo se derrama como la ginebra en un vaso. Sigue siendo categóricamente el mismo día, pero ahora la calidez de mediados de verano se ha disipado y el aire posee un inconfundible olor a humo de leña.
Desde la finca de los Halloran, Neddy llega a casa de su hija con la esperanza de poder mendigar un vaso de whisky. Helen lo recibe con cordialidad, pero en su casa no hay ni rastro de alcohol y así ha sido durante tres años. Desconcertado y helado hasta los huesos, cruza la piscina trabajosamente y toma un atajo hasta los terrenos de los Biswanger. Por el alboroto que se oye es evidente que celebran una fiesta. Entra, todavía casi desnudo. Pero ahora, misteriosamente, está anocheciendo y el agua de la piscina tiene un «brillo invernal». La señora Biswanger, que anduvo a la caza de Neddy durante años para que fuera su invitado, al parecer ha cambiado de opinión. Lo recibe con grosería y, cuando le da la espalda, la oye decir: «Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares». Cuando el camarero también lo atiende de malas maneras, se confirma su leve sospecha de que ha sufrido una especie de caída en desgracia social que ha sido registrada y no se olvida.
Sigue avanzando con dificultad hasta llegar al jardín de una antigua amante, aunque no puede recordar con precisión cuándo ni de qué humor rompió con ella. Ella tampoco se muestra encantada de verle y también le inquieta la posibilidad de que quiera dinero. Cuando se marcha, percibe en el aire fresco cierto olor otoñal, no totalmente reconocible, pero «fuerte como el gas». ¿Caléndulas? ¿Crisantemos? Alza la vista y ve que las constelaciones invernales han ocupado sus puestos en el cielo nocturno. Lleno de incertidumbre, empieza, por primera vez en su vida, a llorar.
Solo quedan dos piscinas más. Se agita y jadea durante los últimos tramos antes de llegar con el bañador mojado al camino que lleva a su casa. Pero entonces las pistas sobre el deterioro de su fortuna empiezan a esclarecerse: las luces están apagadas; las puertas, cerradas; las habitaciones, vacías, y está claro que hace tiempo que nadie vive allí.
Recordé «El nadador» porque estaba cayendo en picado por el cielo que cubre Nueva York, donde la tierra se separa en una amalgama de islas y ciénagas. Hay temas que no se pueden tratar en casa, de modo que a principios de año dejé Inglaterra para trasladarme a Estados Unidos, un país que me era desconocido casi por completo. Quería tiempo para pensar y quería pensar en el alcohol. Había pasado el invierno en el interior, en una cabaña de Nuevo Hampshire, y ahora era primavera y me mudaba al sur.
La última vez que pasé por aquí estaba todo cubierto de blanco hasta el Ártico, y el río Connecticut había adoptado, a través de barras oscuras de bosque congelado, el color azul grisáceo del cañón de una pistola. Ahora el hielo se había derretido y todo el paisaje estaba en llamas. Me recordaba a la frase de Cheever de que vivir «en un mundo con un suministro tan generoso de agua parecía un acto de clemencia, de caridad».
«El nadador», que considero uno de los mejores relatos jamás escritos, captura en su extraña compresión el arco completo de la vida de un alcohólico, y esa oscura trayectoria era la que yo perseguía. Quería saber qué incita a una persona a beber y qué le hace la bebida a esa persona. Más concretamente, quería saber por qué beben los escritores y qué consecuencias ha tenido ese caldo de bebidas espirituosas en la literatura.
Sin embargo, John Cheever y Raymond Carver no son los únicos escritores cuyas vidas destruyó el alcohol. Junto a ellos están Ernest Hemingway, William Faulkner, Tennessee Williams, Jean Rhys, Patricia Highsmith, Truman Capote, Dylan Thomas, Marguerite Duras, Heart Crane, John Berryman, Jack London, Elizabeth Bishop, Raymond Chandler... y la lista continúa. Tal y como Lewis Hyde señala en su ensayo «Alcohol y poesía», «cuatro de los seis estadounidenses que han ganado el Premio Nobel de Literatura eran alcohólicos. Cerca de la mitad de nuestros escritores alcohólicos acabaron quitándose la vida».
El alcoholismo no es una afección que pueda definirse fácilmente. Según la Sociedad Americana de Medicina de la Adicción, sus rasgos esenciales son «falta de control con la bebida, obsesión por la droga alcohólica, consumo de alcohol a pesar de sus consecuencias adversas y distorsiones en el pensamiento, en especial la negación». En 1980, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales rechazó por completo el término «alcoholismo» y lo sustituyó por dos trastornos interrelacionados: abuso del alcohol (definido como «el consumo reiterado a pesar de las constantes consecuencias negativas») y dependencia del alcohol (explicada como «el mal uso del alcohol combinado con la tolerancia, el síndrome de abstinencia y un deseo incontrolable de beber»).
En cuanto a las causas, el jurado se abstiene. De hecho, bajo el título de «Etiología», mi viejo Manual Merck de 1992 afirma sin rodeos: «Se desconoce la causa del alcoholismo». De un tiempo a esta parte, se han sucedido miles de programas de investigación y estudios académicos y, sin embargo, el consenso sigue siendo que el alcoholismo se debe a un conjunto de factores misteriosos, entre los cuales se incluyen los rasgos de personalidad, una experiencia temprana, la presión social, la predisposición genética y una química cerebral anormal. Después de enumerar las posibles causas, la presente edición del Manual Merck llega a una conclusión ciertamente desalentadora: «Sin embargo, estas generalizaciones no deberían esconder el hecho de que el trastorno por consumo de alcohol puede afectar a cualquiera, sin importar la edad, el sexo, la procedencia, la etnia o la posición social».
Como era de esperar, las teorías que los escritores suelen ofrecer se decantan más por lo simbólico que por lo sociológico o científico. Baudelaire comentó en una ocasión con relación a Poe que el alcohol se había convertido en un arma «para matar algo que moraba en su interior, un gusano que se resistía a morir». En su introducción a Recuperación, la novela póstuma del poeta John Berryman, Saul Bellow apuntó: «La inspiración contenía una amenaza de muerte. Mientras escribía aquello que había esperado y por lo que había rezado, se iba consumiendo. La bebida era un estabilizador. De algún modo, reducía la letal intensidad».
Hay algo en estas respuestas y en los motivos complejos y diversos que revelan que parece abordar un aspecto más profundo y relevante de la adicción al alcohol que las explicaciones sociogenéticas que gozan de aceptación hoy en día. Por eso quería centrarme en los escritores que bebían, aunque Dios sabe que no hay apenas sector alguno de nuestra sociedad que sea inmune a la tentación del alcohol. Después de todo, son los escritores quienes, por su propia naturaleza, describen mejor que nadie la aflicción. A menudo han escrito sobre sus experiencias o las de sus contemporáneos, ya sea a modo de ficción o mediante cartas, memorias y diarios que han usado para mitificar o escudriñar sus vidas.
Cuando empecé a leer estas pilas de textos, me di cuenta de otra cosa. Estos hombres y mujeres estaban conectados, tanto físicamente como por una serie de patrones que se repetían. Eran amigos y aliados, mentores, estudiantes o fuentes de inspiración de algún otro miembro del grupo. Además de Raymond Carver y John Cheever en Iowa, había otras asociaciones de bebedores, otras lealtades controvertidas. Hemingway y Fitzgerald empinaban el codo juntos en los cafés del París de la década de 1920, mientras que el poeta John Berryman fue el primero en velar a Dylan Thomas cuando este murió.
Después estaban los ecos. Me habían llamado más la atención seis escritores varones cuyas experiencias parecían encajar e imitarse las unas a las otras. (También podría haber elegido a muchas escritoras, pero, por razones que serán evidentes más adelante, sus historias me resultaban demasiado cercanas). La mayoría de estos seis autores tenían —o creyeron tener— como progenitores a una pareja que encajaba a la perfección en la teoría freudiana: una madre autoritaria y un padre débil. Todos vivieron atormentados por el desprecio hacia sí mismos y un sentimiento de inadecuación. Tres de ellos fueron profundamente promiscuos y casi todos experimentaron conflictos e insatisfacción respecto a su sexualidad. La mayoría murieron al llegar a la mediana edad, y las muertes que no fueron suicidios estuvieron, en general, directamente relacionadas con la vida dura y agitada que llevaron. Todos trataron de dejar el alcohol en algún momento, con mayor o menor empeño, pero solo dos consiguieron, y ya a edad avanzada, desintoxicarse.
Parecen vidas trágicas, las vidas de derrochadores o disolutos, y, sin embargo, estos seis hombres —F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, John Cheever, John Berryman y Raymond Carver— crearon algunos de los textos más hermosos que jamás se hayan escrito en este mundo. Como Jay McInerney comentó una vez sobre Cheever: «Miles de alcohólicos han tenido problemas relacionados con la sexualidad, pero solo uno de ellos escribió "El ladrón de Shady Hill" y "Las amarguras de la ginebra"».
Si me detenía un minuto, podía visualizarlos uno por uno. Veía a Fitzgerald con una corbata de rayas rojas y azules y con el cabello rubio peinado hacia atrás, discretamente seguro de los méritos de El gran Gatsby: un hombre amable siempre que no te pidiera bailar un vals o hirviera tu reloj en una olla con sopa. A Ernest Hemingway siempre lo imaginé al timón de un barco o cazando en el aire limpio de las tierras altas, totalmente concentrado en la tarea que tenía entre manos. Y más tarde en su escritorio, con las gafas puestas, mientras daba forma al Míchigan de los cuentos de Nick Adams e inventaba corridas y ciudades, ríos llenos de truchas y campos de batalla, un mundo que casi se puede oler.
A Tennessee Williams lo veía con unas gafas Ray-Ban y pantalones cortos, sentado discretamente en el ensayo de una de sus obras: Un tranvía llamado deseo, por ejemplo, o De repente el último verano. El guion no está cerrado todavía, así que corrige algunos pasajes si alguien lo solicita, mientras rebuzna con su risa de asno en las frases más tristes. A Cheever me gustaba imaginarlo en bicicleta, un hábito que adoptó entrado ya en años; y a Carver, siempre con un cigarrillo, ancho de hombros, pero con andares suaves. Y después está John Berryman, el poeta y profesor erudito, con la luz reflejada en sus gafas y una barba poblada, frente a una clase de Princeton o de la Universidad de Minnesota, leyendo Lycidas y haciendo que toda la sala se diera cuenta de lo «maravilloso» que era.
Muchos libros y artículos se han regodeado describiendo al milímetro lo grotesco y vergonzoso que puede ser el comportamiento de los escritores alcohólicos. Esa no era mi intención. Lo que yo pretendía era descubrir cómo cada uno de esos hombres —y, sobre la marcha, algunos de los muchos otros que sufrieron esta enfermedad— experimentó su adicción y reflexionó sobre ella. En todo caso, era un modo de expresar mi fe en la literatura y en su poder para cartografiar las regiones más complicadas de la experiencia y el conocimiento humano.
En cuanto al origen de mi interés, debo admitir que yo misma crecí en una familia alcohólica. Entre los ocho y los once años, viví en una casa gobernada por la ley del alcohol, y los efectos de esa época me han acompañado desde entonces. Al leer la obra de Tennessee Williams La gata sobre el tejado de zinc a los diecisiete, fue la primera vez que vi no solo nombrar y describir el comportamiento con el que había crecido, sino también afrontarlo activamente. Desde ese momento me obsesioné con lo que los escritores tenían que decir sobre el alcohol y sus efectos. Si albergaba alguna esperanza de comprender a los alcohólicos —y mi vida como adulta estaba también repleta de ellos—, sería investigando los vestigios que habían dejado en los libros.
Había una frase de La gata en particular que me acompañó durante años. Brick, el borracho, se reúne con su padre. Big Daddy le suelta un sermón y, al cabo de un rato, Brick pide que le alcancen su muleta. «¿Adónde vas?», pregunta Big Daddy, y Brick contesta: «Voy a hacer un viajecito a Echo Spring». Físicamente, Echo Spring no es más que el nombre en clave del armario de los licores, sacado de la marca de bourbon que contiene. Simbólicamente, sin embargo, se refiere a algo totalmente diferente: quizá a la consecución del silencio o a la erradicación de pensamientos conflictivos que, al menos temporalmente, se consigue con la cantidad suficiente de bebida.
Echo Spring. Suena como un lugar agradable y reconfortante. Desprende otro eco también. Por coincidencia o por alguna otra razón, la mayoría de estos hombres compartían un amor profundo y enriquecedor por el agua. John Cheever y Tennessee Williams eran nadadores apasionados, incluso fanáticos, mientras que Hemingway y Fitzgerald compartían su afición por el mar. En el caso de Raymond Carver, su relación con el agua —particularmente con los gélidos riachuelos llenos de truchas y de agua de color verde botella que discurren por las montañas sobre Port Angeles— acabaría reemplazando de un modo muy profundo su tóxica necesidad de alcohol. En uno de sus últimos y más sinceros poemas, escribió:
Los amo como otros aman a los caballos
o a las mujeres sofisticadas. Siento algo
por esta fría y rauda agua.
Con solo mirarla me corre la sangre
y la piel se me estremece.
La palabra «viaje» también parecía importante. Muchos alcohólicos, entre ellos los escritores que me interesaban, han sido viajeros incansables que han vagado como espíritus inquietos a lo largo y ancho de sus naciones y otros países de este mundo. Igual que Cheever, yo creía que era posible trazar el curso de algunas de estas vidas inquietas mediante un viaje físico por Estados Unidos. Durante las semanas siguientes, planeé hacer lo que en los círculos de Alcohólicos Anónimos se conoce como una «fuga geográfica», un viaje sin ataduras por el país, primero hacia el sur, pasando por Nueva York, Nueva Orleans y Cayo Hueso, y después hacia el noroeste, por Saint Paul, el lugar de la desafortunada recuperación de John Berryman, hasta los ríos y arroyos de Port Angeles, donde Raymond Carver pasó sus últimos y exultantes años.