El odio.
Se sentía atravesado por él, lo llenaba de arriba abajo. Era la pulsión que lo empujaba.
Desde que se despertaba por la mañana hasta que se quedaba dormido unas horas, a menudo
de puro agotamiento.
El odio.
Puro y genuino.
Llevaba un tiempo cargando con él, sobre todo desde aquel fatídico día, pero antes
de eso solo había estado diluido, a veces incluso a la sombra de otros sentimientos:
pena, desesperación, rabia, insuficiencia.
En ese momento no. En ese momento, todas las demás emociones se habían desvanecido.
Solo quedaba el odio.
Era un riesgo que asumía. La noche de junio era templada y luminosa. El barrio, concurrido.
Bajar con la mujer inconsciente a cuestas hasta el agua y, una vez muerta, volver
al coche no dejaba de ser una auténtica temeridad. Podía aparecer alguien en cualquier
momento, verlo, desintegrar por completo su esgrimida venganza antes de que hubiese
podido dar siquiera el primer paso.
La mujer.
Sentía lástima genuina por ella.
Era inocente. Es más, también era una víctima. Pero, desgraciadamente, algunas estaban
obligadas a morir. Él lo lamentaba de verdad, deseaba con todo su corazón que hubiese
habido otra manera, otro camino. El hecho de que hubiese que cobrarse vidas era lo
que le había hecho dudar, dedicar cierto tiempo a buscar alternativas, pero no las
había. Esto era lo único que despertaría el interés que él andaba buscando, la atención
que él necesitaba.
En la tele y las películas, matar parecía tan fácil... Si leías la prensa y escuchabas
pódcasts de crímenes reales, daba la sensación de que cualquier persona estaba capacitada
para arrebatarle la vida a otra.
Pero matar no era tan simple.
Él agradecía que la mujer estuviera inconsciente, que no opusiera resistencia mientras
él la mantenía bajo la superficie, sumergiendo su bota para la lluvia en los apenas
diez centímetros de agua que había. Lloraba, pero no podía evitarlo; la muerte de
aquella mujer era algo necesario.
Tal y como ponía en el libro: «Era importante que él entendiera, que él supiera, que
iba dirigido contra él. La pulsión no era el acto en sí de matar, eso era un desafío,
una comparación de fuerzas. Hinde quería, por poderes, compararse a sí mismo con él.
Era una lucha de titanes».
Una lucha de titanes.
Dos intelectos brillantes en un mano a mano.
La mujer en el maletero era la primera. Cuántas más serían era algo que dependía enteramente
de su adversario, si es que de verdad era tan inteligente como acostumbraba decir
él mismo.
Ese cabrón arrogante.
Sebastian Bergman.
Otra vez de vuelta.
Había estado evitando la ciudad a plena conciencia, llevaba meses sin poner un pie
en ella, no la había pisado desde que formó parte de la Unidad de Homicidios para
investigar a un violador en serie que resultó ser una mujer y que le había hecho sufrir
uno de los períodos de mayor ansiedad de su vida. Unos meses en los que creyó que
podía ser el padre de...
¡No! Nada de volver a pensar en ello. Todo había salido bien. Él era el abuelo de
Amanda, nada más.
Por lo menos a nivel biológico. Amanda lo llamaba Sebastian. A quien llamaba abuelo
era a Valdemar. Era complicado. Como tantas otras cosas entre él y Vanja.
Su hija.
Jefa de la Unidad de Homicidios desde que Torkel se había visto obligado a prejubilarse.
Su primer caso como máxima responsable lo habían resuelto bastante rápido. Dos francotiradores
de Karlshamn. Pero nadie hablaba de ello. Todo había quedado eclipsado por el hecho
de que Billy, que había formado parte del equipo durante muchos años y había sido
el mejor amigo de Vanja —quizá su único amigo, pensaba a veces Sebastian—, había resultado
ser un asesino en serie.
Esa era la razón por la que había vuelto a Uppsala.
Por eso estaba cavilando tanto.
Incluso lo más difícil era más fácil de gestionar que el hecho de que un compañero
en el que habían confiado, que les caía bien a todos y a quien creían conocer se había
pasado varios años yendo de un lado a otro matando a gente. Después de la dramática
detención, en la que tanto Torkel como Ursula casi se dejaron la vida, Billy se había
transformado. Lo había confesado todo sin rodeos, se había mostrado dispuesto a cooperar,
había explicado detalladamente cómo había actuado y dónde había escondido los cuerpos.
Al principio, a Sebastian le había dado la sensación de que era todo un juego, una
manera de intentar conseguir una sentencia menor en el juicio que le esperaba. Pero
la única condena plausible era cadena perpetua, y cuanto más tiempo pasaba, cuantas
más veces se reunían, más convencido estaba de que Billy se sentía de veras aliviado
de haber sido detenido.
De que se hubiese acabado todo.
Él siempre había sabido que estaba obrando mal, había lidiado con la vergüenza y el
arrepentimiento entre un asesinato y otro, pero la pulsión, la necesidad, había sido
demasiado fuerte. No podía resistirla. A pesar de ser consciente de lo caro que le
podía salir. Lo había dicho el propio Billy, en una de las muchas conversaciones que
habían mantenido desde su detención: cuando My se quedó embarazada, cuando él supo
que iba a ser padre, decidió parar, no dejarse llevar. Tenía demasiado que perder.
Podía perderlo todo. Después terminó en Karlshamn, y se le presentó la ocasión de
cometer lo que él pensaba que sería el crimen perfecto.
Una última vez. Un último asesinato.
Pero no era esa la razón por la que Sebastian volvía a estar en Uppsala.
Sino el primer asesinato, la cuarta víctima.
Billy había abatido a dos personas cumpliendo servicio. En ambas ocasiones, tras completar
las investigaciones posteriores había quedado exculpado, pero aquello fue el origen
de su necesidad, el momento en que había sentido por primera vez la malsana conexión
entre matar y el placer. Ahí fue cuando saboreó el poder absoluto que implica tener
la vida de otra persona en tus manos y arrebatársela. La tercera víctima había sido
Jennifer, una compañera con la que había mantenido una relación de amantes, pero tampoco
esa había sido premeditada. Billy ni siquiera había sido consciente de haberla matado
hasta que a la mañana siguiente la encontró sin vida en la cama, tras una noche de
abundante alcohol. Un accidente, dijo que había sido.
No se podía decir lo mismo de Hugo Sahlén. Diecisiete años. Su padre tenía una consulta
veterinaria enfrente de un local en el que, durante un tiempo, un grupo de mujeres
estuvieron vendiendo servicios sexuales. Hugo, el emprendedor, había engrosado su
beca de estudiante a base de fotografiar a los puteros y sus coches, encontrarlos
a través del portal de la Dirección Nacional de Tráfico y extorsionarlos para que
le pagaran. Cantidades pequeñas, apenas unos cientos de coronas. Un precio razonable
para no ser delatado.
A menos que fueras policía.
A menos que fueras Billy Rosén.
—Aquí a la izquierda —se oyó desde el asiento de atrás. La mujer que conducía el coche
de incógnito, Therese «Algo» (Sebastian no se había quedado con el apellido), activó
el intermitente para que el coche que tenían detrás supiera que iban a girar.
—¿Estás segura? —dijo Sebastian, y se volvió hacia el asiento trasero.
Billy estaba esposado detrás de la rejilla, mirando por la luna lateral. Su rostro
se mostraba inexpresivo, como casi siempre esos últimos tiempos. La vista, por lo
general fija en el horizonte. Se limitó a asentir brevemente con la cabeza.
—Este no es el camino que has dicho antes —dijo Therese Algo un tanto contenida.
—Perdón, pero este es el correcto... No recuerdo con demasiada claridad, aquel día
estaba bastante... —Billy se quedó callado.
Sebastian pensó un momento cómo podría haber continuado Billy la frase. Estaba bastante
¿qué?
¿Nervioso? ¿Excitado? ¿Colocado?
Todas las palabras le parecían demasiado pequeñas y fútiles como para describir la
sensación que Billy debió de tener después de haber acabado a sangre fría con la vida
de una persona tan joven. Seguramente por eso se había quedado callado.
Los demás cuerpos ya los habían encontrado. Billy no había tenido que estar presente,
les había bastado con disponer de mapas y comunicación directa por teléfono con uno
de los agentes de policía para guiarlos. Pero con Hugo Sahlén no había funcionado.
Tras las indicaciones de Billy, habían buscado en tres zonas distintas, sin obtener
resultado alguno, y al final se había tomado la decisión de que él mismo los acompañara.
Se habían reunido en un sitio que se llamaba «bosque primario de Fiby», en el lugar
en el que Billy había asesinado al adolescente, estrangulándolo, según sus propias
palabras. Después de ofrecer una corta descripción de los acontecimientos tal y como
él los recordaba, se habían montado en uno de los coches y le habían dejado que fuera
señalando el camino.
En ese momento se adentraron por un camino de tierra que era poco más que dos roderas
con una tira de hierba en el medio.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sebastian en voz alta.
—No lo tengo del todo claro, en algún sitio de Stora Branden —respondió Therese Algo,
pero Sebastian no le dio vueltas a qué sería Stora Branden; dio por hecho que se trataría
de un área recreativa, una reserva natural o algo por el estilo. No tenía importancia.
—Después de la curva hay un apartadero —dijo Billy en voz baja desde el asiento de
atrás—. Para ahí.
Efectivamente. Giraron y aparcaron delante del cartel que indicaba que era un apartadero.
El coche de atrás los imitó.
—Está un poco más adentro, en esa dirección —dijo Billy, y señaló con la cabeza el
denso bosque que veía al otro lado de la ventanilla derecha.
Therese Algo apagó el motor y se bajó. Abrió la puerta del asiento de atrás y ayudó
a Billy a apearse. Sebastian se quitó el cinturón y salió a acompañarlos. Los agentes
del otro vehículo soltaron a un perro de la jaula que llevaban en el maletero. Billy
señaló de nuevo entre los árboles con la cabeza y toda la comitiva echó a andar en
silencio.
Sebastian miró a Billy con el rabillo del ojo mientras caminaban. Las heridas que
Torkel le había ocasionado se habían curado, el único rastro que quedaba eran los
restos de un moratón en el ojo, un matiz amarillento junto al tabique nasal justo
por debajo de un ojo. Billy había perdido la mayor parte de la visión en su ojo izquierdo,
pero eso era algo que no se veía desde fuera. Para cuando se celebrara el juicio,
Billy tendría su aspecto habitual.
Afable, arreglado, elocuente.
«No tiene pinta de asesino en serie», diría la gente.
Pero aún faltaban varios meses para ese proceso. La investigación del caso era extensa
y llevaría su tiempo. Sebastian cruzaba los dedos para que, con un poco de suerte,
el juicio coincidiera con la publicación del libro. Un periódico había bautizado a
Billy como «el policía asesino». Lo habían puesto en letras negras sobre fondo blanco
encima de cada artículo que habían publicado sobre él.
Era un buen nombre.
Un buen título.
Si Sebastian se daba un poco de prisa y conseguía terminar el libro, despertaría mucho
interés. Su obra anterior,El aprendiz, no se había vendido en absoluto igual de bien que sus predecesores. No había recibido
la misma atención ni había sido tan comentado. En consecuencia, las apariciones en
la tele y las colaboraciones en pódcasts habían sido escasas, y ya nadie parecía interesado
en contratarlo para hacer conferencias. Sebastian no tenía una red sobre la que caer
ni favores que cobrarse, puesto que se había convertido enpersona non grataen la mayoría de los sitios, y la gente que en teoría podría haberle echado una mano
lo evitaba activamente. Contaba con dinero más que suficiente para apañárselas, pero
a su carrera profesional no le iría nada mal un empujoncito, ahora que ya estaba en
la recta final. Al fin y al cabo, tenía más de sesenta años...
Pronto se cumplirían seis semanas desde la detención de Billy, pero aun así seguían
publicando artículos sobre él cada día. Si encontraban a Hugo Sahlén, se escribirían
todavía más. El único problema de escribir sobre Billy y sus actos era que Sebastian
no tenía claro si las conversaciones y los encuentros que habían mantenido podrían
convertirse en un libro.
Billy no había dado su permiso. My tampoco.
No era que Sebastian lo necesitara, él podía escribir lo que quisiera y de quien quisiera,
pero teniendo en cuenta que sus encuentros se habían llevado a cabo bajo la premisa
de que Sebastian quería ayudarlo, aclarar lo que había pasado, desentrañar todas las
emociones, intentar hallar un camino por el que seguir adelante y ser un enlace entre
él y My —quien se negaba a ver a Billy—, Sebastian podía considerarse el terapeuta
de Billy. Y, como tal, no debía escribir ni una frase. A él se la sudaba que fuera
poco ético, pero no podía permitirse el lujo de que fuera ilegal. No tenía fuerzas
para enfrentarse a denuncias ni al riesgo de perder en un proceso judicial que podía
alargarse. Al mismo tiempo, no había nada puesto por escrito entre ellos, Sebastian
no tenía ninguna tarea oficial de carácter terapéutico. Ni por parte de Billy, ni
de My, ni del servicio penitenciario. Él solo era... un amigo.
Un apoyo en una época difícil.
Un apoyo que pensaba sacar tajada.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Sebastian al mismo tiempo que Billy señalaba a
la derecha y todos abandonaban el sendero por el que habían caminado.
Billy no respondió, solo siguió andando mientras miraba a un lado y al otro.
—¿Cómo te sentiste aquel día? ¿Lo recuerdas?
—¿Cómo está My? —preguntó Billy, en lugar de contestar.
A Sebastian no le cogió por sorpresa. Cuanto más asimilaba Billy sus actos, cuanto
más claras quedaban las consecuencias, más le costaba poner palabras a sus emociones.
Sebastian había ido a verlo a la prisión preventiva y habían celebrado sesiones en
las que Billy apenas había abierto la boca.
—Se puede decir que le has destrozado la vida —dijo Sebastian encogiéndose de hombros.
Nada que Billy no supiera.
—Pero ¿está bien? ¿Los niños están bien?
—No está bien, tardará un tiempo en estarlo.
—¿Aún la ves?
—Sí.
—¿Le das recuerdos de mi parte?
—No los quiere.
Billy asintió con la cabeza y se detuvo. Señaló el bosque de la izquierda, a un gran
árbol caído cuyas raíces habían sido arrancadas del suelo entre dos pinos grandes
y que hacían pensar en las fauces abiertas de la ballena que emerge de las profundidades
en una película de Pinocho.
—Está ahí. En el hueco de las raíces. —Los dos agentes de policía de la unidad canina
se acercaron al sitio—. Está tapado con piedras y tierra.
Cuando apenas faltaban unos metros, el perro marcó el rastro. Therese Algo se hizo
a un lado y pidió refuerzos. Y herramientas para cavar. Uno de los policías de la
unidad canina comenzó a meterse con cuidado en el agujero. Billy se quedó mirando.
Una lágrima solitaria bajó rodando por su mejilla. Resultaba imposible decir si estaba
llorando por su propia situación o por la víctima. Sebastian tampoco se lo preguntó.
Estaba bastante seguro de que ni siquiera Billy lo sabía.
—Siéntate.
Rosmarie Fredriksson hizo un gesto con la cabeza para señalar una de las sillas al
otro lado de su escritorio. Vanja obedeció. Cruzó las piernas, se reclinó un poco
en el respaldo e intentó parecer lo más relajada posible, a pesar de sentirse como
si la hubiesen llamado al despacho del director para una reprimenda. No es que le
hubiese ocurrido nunca. Como estudiante, no era de las que pasaban por el despacho
de nadie. Tampoco había estado nunca en el de Rosmarie Fredriksson, por lo que aprovechó
para echar un vistazo rápido. El despacho hacía esquina. Penúltima planta. Vistas
a Kronobergsparken y a la calle Kungsholmsgatan. Cuadros bastante anodinos en las
paredes, pero ella no tenía ni idea de arte, podían valer una fortuna. En una mesita
auxiliar junto a una de las ventanas había un jarrón con lirios que esparcían su leve
aroma dulce por toda la estancia. Un escritorio y dos sillas. En un rincón, tres sillones
pequeños alrededor de una mesa de centro, todo encima de una alfombra gruesa de dibujo
ancho. Otra mesita auxiliar con cafetera. Un lugar para encuentros bastante más relajados
de lo que iba a ser este.
—¿Cómo va todo?
Con una dosis de amabilidad, la pregunta podría interpretarse como una muestra de
consideración, un interés genuino por cómo se encontraban Vanja y todo su equipo después
de los acontecimientos tan conmovedores de las últimas semanas, pero no había nada
en el tono ni la mirada de Rosmarie que reforzara esta teoría.
—¿Respecto a qué? —quiso saber Vanja.
—Tu unidad.
—Ursula ha vuelto, así que vamos trabajando, ella, Carlos y yo —respondió Vanja encogiéndose
discretamente de hombros. ¿Qué más podía decir? Billy le había fallado a un nivel
que Vanja creía imposible, e incluso había intentado matar a Ursula. Cualquier persona
con una mínima capacidad de empatía debería entender cómo estaban las cosas en su
unidad.
—Ya. —Rosmarie se levantó y fue hasta la cafetera—. De Homicidios no queda gran cosa,
¿no?
—No, vamos a tener que reclutar a personal nuevo.
—Si es que seguís. ¿Café?
Vanja se sorprendió tanto que no pudo más que asentir en silencio. Rosmarie pulsó
un botón de la máquina y esta comenzó a moler granos a un volumen que imposibilitaba
continuar la conversación. De todos modos, Vanja tampoco sabía qué decir. Así que
se quedó callada mientras la cafetera llenaba la tacita blanca, y Rosmarie se le acercó
para dársela.
—¿Si es que seguimos? —preguntó despacio después de que Rosmarie volviera a sentarse
al escritorio.
—Se supone que sois una de las mejores unidades del país, y ni siquiera os disteis
cuenta de que teníais a un asesino en serie entre vosotros. No inspira mucha confianza
que digamos.
—Supo ocultarlo muy bien y era un compañero, un amigo...
Vanja se quedó callada. Se percató de que había sonado más a la defensiva de lo que
pretendía. Más de lo que era necesario. Incluso una policía puramente de oficina debería
comprender que a) si había alguien capacitado para cometer crímenes y salirse con
la suya era un inspector de homicidios formado, inteligente y con experiencia, y b)
nadie iba por la vida sospechando que sus compañeros habían cometido crímenes que
ni siquiera se habían descubierto.
—Estáis englobados dentro del Departamento Operativo Nacional, cuya jefa soy yo.
—Lo sé —dijo Vanja, y acto seguido comprendió por dónde iban los tiros de la conversación.
Iba a ser testigo de lo que tanto Sebastian como Torkel habían comentado en varias
ocasiones que era la principal característica de Rosmarie Fredriksson: la voluntad
de salvar su propio pellejo.
—Te voy a ser sincera —dijo Rosmarie; se inclinó sobre la mesa y miró a Vanja con
algo que seguro que a ella le parecía una mirada confidencial, pero que recordaba
más a la de una serpiente que había localizado un ratón desprotegido—. Cuando una
de mis unidades se hunde en la mierda, a mí también me salpica.
Vanja se limitó a asentir con la cabeza; ¿qué podía decir al respecto? Para no parecer
desinteresada, dio un trago de café y volvió a asentir, esa vez con un poco más de
ímpetu, como para mostrar que realmente había entendido la gravedad de la situación.
—Pero tengo una idea con la que tanto yo como vosotros podríamos salir más o menos
ilesos.
Vanja tampoco respondió a esto, convencida como estaba de que oiría la continuación
lo quisiera o no.
—Necesitamos un chivo expiatorio.
Rosmarie se reclinó en la silla mientras Vanja se quedaba de piedra.
—¿Quién? —preguntó en voz baja, a pesar de estar bastante segura de que ya conocía
la respuesta.
Ella era nueva, relativamente joven, estaba en su primer puesto como jefa. El principio
de Peter: un empleado de éxito que asciende hasta el nivel en el que resulta incompetente.
Vanja ni siquiera sabía si su puesto había salido anunciado de la forma correcta.
Ella solo... se había hecho con el puesto cuando Torkel se había mostrado incapacitado
para ocuparlo. Perfecto. ¡Joder! Vanja jamás conseguiría un nuevo empleo si la tildaban
de responsable de aquella tormenta de mierda.
—Torkel —dijo Rosmarie con un tono de obviedad que hacía que cualquier otra cosa resultara
impensable.
Vanja dio tal respingo que por poco se le cae el café. De todos los nombres que había,
ese era el último que se había esperado oír.
—Seremos claros en que todo esto tuvo lugar durante su mandato —continuó Rosmarie—.
Filtraremos discretamente sus problemas con el alcohol de forma elegante, daremos
a entender que tenía el juicio nublado.
—Billy estuvo actuando durante varios años —replicó Vanja—. Los problemas de Torkel
comenzaron cuando murió Lise-Lott.
—Pero esa fue la razón por la que se vio obligado a apartarse.
—Todos trabajamos con Billy. Nadie sospechaba nada, ni siquiera Sebastian.
—Sebastian, sí... —La boca de Rosmarie se contrajo en lo que podría ser tanto una
sonrisita de satisfacción como una mueca de desagrado. Imposible saberlo—. He revisado
sus contratos, en las ocasiones en las que ha tenido uno.
—Trabajaba más como asesor...
—Solemos firmar contratos incluso para nuestros asesores. Y a él nunca se le hizo
ningún examen de seguridad, por lo que he podido ver.
—Torkel lo conocía bien.
—Pero no es así como colocamos a gente en puestos de responsabilidad, ¿verdad que
no?
—No.
Vanja se hundió un poco en la silla. Podía ver todo lo que estaba por venir. Los medios
de comunicación hurgarían en busca del material más antiguo posible sobre Torkel.
Vanja sabía que la época posterior a su primer divorcio tampoco había estado exenta
de problemas. De Rosmarie podían decirse muchas cosas, pero su capacidad de elegir
un chivo expiatorio creíble era envidiable. Años de entrenamiento, suponía Vanja.
—¿Sabes qué opina la gente? —preguntó Rosmarie, interrumpiendo sus cavilaciones.
—¿De qué?
—De los jefes. Sobre todo, de los jefes de administración... Que, igual que ocurre
con los políticos, nunca se les exige responsabilidades, que siempre salen indemnes
de todo. Si los echan del trabajo, normalmente es para enviarlos más arriba. —Le lanzó
a Vanja una mirada que le recordó al instante a la de una política en época de elecciones.
Una mirada que aseguraba que la suposición de Rosmarie era una verdad indiscutible
y que la jefa no pensaba aceptar ninguna réplica. Vanja tampoco tenía ninguna—. Es
hora de que alguien asuma la responsabilidad por su mal liderazgo.
—Torkel es el mejor jefe que he tenido nunca. —«Cien veces mejor que tú», quiso añadir,
pero esperaba que sus ojos se ocuparan de transmitirlo. Si lo hicieron, Rosmarie Fredriksson
lo ignoró por completo.
—Te doy una oportunidad de salvar a la Unidad de Homicidios, tu trabajo.
—Y eliminar toda la mala publicidad que pueda caer sobre ti. —Vanja casi se mordió
la lengua. ¿Demasiado duro? ¿Demasiado sincero? El hecho de que, por el momento, Rosmarie
la hubiera tomado con Torkel no era garantía de que ella estuviera a salvo. Pero Rosmarie
se limitó a encogerse un poco de hombros.
—Y sobre ti. Te hago un favor. Tú serás el futuro, la novedad, la mujer joven que
tiene que limpiar el rastro dejado por el abuso de poder de los hombres mayores que
la han precedido.
—¿Y si no quiero ser la mujer joven?
Rosmarie la miró como si no terminara de entender lo que Vanja quería decir. Como
una niña contestona que replicaba solo porque podía, no porque fuera a conseguir nada.
Exhaló con un pequeño suspiro, y Vanja lo interpretó como la primera señal de irritación
que expresaba su superior.
—Entonces, lo más probable es que se haga una investigación interna y que se llegue
a la conclusión de que la unidad ha sido desatendida y que está fuera de control.
Habrá una reorganización, con la que la Unidad de Homicidios dejará de funcionar como
un departamento independiente.
—Esto es chantaje.
Rosmarie volvió a inclinarse hacia delante.
—Tú no te quedarás en Homicidios, Vanja. Tú llegarás más arriba. —Por primera vez,
a Vanja le pareció ver una calidez genuina en Rosmarie. Como una mentora que compartía
uno de sus secretos para que la adepta pudiera alcanzar todo su potencial—. Este es
el juego que tendrás que aprender a jugar.
—¿Vender a mis amigos?
—Luchar por lo que es realmente importante para ti.
Vanja se quedó callada. Desde que había dado a luz a Amanda tenía otras prioridades,
el trabajo y la carrera profesional ya no eran lo más importante de su vida, pero
sí, seguía siendo ambiciosa, quería conseguir mucho. Todo lo posible. Pero no a cualquier
precio.
—Torkel es importante para mí.
Rosmarie se reclinó de nuevo en la silla y ya ni trató de disimular el suspiro de
irritación. Apoyó las manos sobre el escritorio y se levantó de una manera que no
podía interpretarse más que como una señal de que la reunión se había terminado.
—Torkel tendrá que comerse el marrón —zanjó—. La pregunta es si os arrastrará a ti
y a toda la unidad con él.
Estaba muerto.
Era el único pensamiento febril que le ocupaba la mente.
Se había ido, para siempre. Su padre estaba muerto.
Las lágrimas brotaron de nuevo. En silencio, pero implacables. Parecía que fueran
menos, aunque el dolor y la pena seguían siendo iguales; iba a sentirlos durante mucho
tiempo. Cathy respiró hondo varias veces para calmarse. Aún sentía el shock como un
ser físico en el cuerpo.
Tim no había vuelto a casa, como le había prometido, y ella había tenido tiempo de
preocuparse. Lo había llamado sin obtener respuesta. Por cada minuto que pasaba, estaba
más convencida de que había ocurrido algo. No era propio de él no avisar si veía que
iba a llegar tarde o si había tenido un cambio de planes. Habían quedado para comer
juntos, pasear por el centro y visitar la embajada estadounidense a las 16.00 para
hablar del visado de Cathy.
Al final no harían nada de eso.
La policía la había llamado hacia la hora de comer.
Una mujer al otro lado de la línea le había preguntado si era familiar de Tim Cunningham.
Lo habían hallado acurrucado en un portal cerca de la plaza Stureplan. Probablemente,
un ataque al corazón, según había informado el personal sanitario de la ambulancia.
Lo habían declarado muerto allí mismo.
Sumida en un estado de confusión, Cathy había ido al hospital Karolinska, adonde habían
llevado el cuerpo. Había deambulado por los pasillos hasta encontrar a alguien que
supiera algo. Por fin había logrado llegar a Medicina Forense, solo para que le dijeran
que no podía ver el cuerpo. Tendría que esperar a un médico responsable, y ni siquiera
entonces era seguro que pudiera verlo. Las normas eran rigurosas. Cathy había estado
desde entonces sentada en la triste salita de espera de color gris azulado, llorando.
Le parecía que llevaba allí una eternidad.
De pronto se dio cuenta de que ya no estaba sola. Una familia joven con dos críos
había entrado y se había sentado un poco más allá. La mujer paseaba la mirada por
la salita con ojos rojos de tanto llorar, pero sin fijarse en nada; el hombre hojeaba
un cómic infantil e iba leyendo en voz baja para los niños. Estaban allí por el padre
de la mujer o algún otro pariente cercano, se dijo Cathy, y trató de recomponerse
para controlar las lágrimas. Nada de llorar delante de desconocidos. Era algo que
le había enseñado su madre. No había motivos para mostrar emociones intensas frente
a gente que no conocías. En el peor de los casos, podía interpretarse como una señal
de debilidad.
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