Quien se acerca a la política —como materia de estudio o como tarea ciudadana— dispone
siempre de algún equipaje conceptual para enfrentarse con ella. Estas ideas elementales
permiten que incluso quienes afirman que nada entienden de política o que no la cuentan
entre sus intereses principales encuentren razones para criticar y —en menos ocasiones—
para elogiar situaciones y personas de la escena pública. Como ciudadanos en una democracia,
están en su derecho.
Pero lo cierto es que la realidad política se manifiesta a menudo como un mundo de
confusión. Es frecuente que esta confusión se origine en los esquemas simplistas —y
muy sesgados— que emplean no pocos actores políticos y los voceros apresurados de
algunos medios de comunicación. Para construir tales esquemas suelen echar mano de
lugares comunes que no resisten un análisis medianamente documentado. Con el fin de
contribuir a este análisis, el texto que se presenta quiere poner al alcance de los
lectores las categorías fundamentales de la ciencia política contemporánea. De este
modo aspira a hacer algo más inteligible el aparente desorden de la realidad política
y poner a prueba aquellos lugares comunes, de los que algunos se aprovechan para preservar
sus intereses específicos.
Con estas palabras arrancaba el prólogo a la primera edición de esta obra en el año
2000. Las consideramos válidas para encabezar esta nueva versión que ve la luz más
de dos décadas después gracias a la buena acogida de tantos lectores de los que nos
sentimos deudores. Durante estos años, ha cambiado profundamente el entorno económico,
social y científico-técnico, tanto a escala global como en el ámbito local. Han sido
innegables los progresos alcanzados. Pero al mismo tiempo se han incrementado las
incertidumbres y las amenazas que hoy padecen nuestras sociedades. A la crisis climática
y al crecimiento de las desigualdades se suma la persistencia de la violencia armada
en muchas partes del planeta. A la vez, la progresiva aceptación que había obtenido
el sistema democrático como referencia de validez universal es ahora puesta en tela
de juicio.
Sin embargo, los objetivos que justificaban entonces la publicación de esta obra nos
parecen todavía vigentes. ¿A qué objetivos nos referimos? Los recordamos a continuación.
En primer lugar, facilitar información sobre nociones y categorías básicas de la ciencia
política. Sin disponer de ellas, se impone la confusión y se consolida una mayor desigualdad
entre quienes las poseen y quienes las ignoran. Es una tarea imprescindible, porque
la información que hoy circula incesantemente de modo digital ha crecido exponencialmente,
pero también ha aumentado la capacidad para manipularla y falsearla.
En segundo lugar, demostrar que la política afecta a todos los ciudadanos y que no
es una actividad que sólo implica a una minoría de profesionales. La política no lo
puede todo, y mucho menos todo lo que prometen algunos de sus protagonistas. Pero
es capaz de mejorar o de empeorar nuestras condiciones de vida, sea conservando o
cambiando la dinámica de nuestras relaciones colectivas.
En tercer lugar, y en consecuencia con lo anterior, cabe aclarar que la evolución
de nuestras estructuras sociales, económicas o culturales no es resultado de una fatalidad
inexorable o de un automatismo provocado por los algoritmos de la inteligencia artificial.
Es una evolución influida por la acción política que contribuye a configurar diferentes
alternativas para nuestro futuro colectivo. Corresponderá a cada comunidad —incluida
la comunidad global— decidir qué alternativa hace suya y cómo intentar realizarla
en la medida de lo posible.
Finalmente, es obligado subrayar que este texto apuesta abiertamente por promover
un sistema de gobierno basado en la participación libre e igualitaria de todos los
miembros que integran una comunidad. A sabiendas de las dificultades e imperfecciones
del gobierno democrático, entendemos que es el único compatible con una afirmación
sincera de la dignidad humana. Es un sistema de gobierno frágil que sólo se mantiene
con un esfuerzo constante de quienes lo propugnan. El punto más débil de las democracias
es la apatía o la indiferencia de su ciudadanía, porque las desarma frente a quienes
las consideran contrarias a sus intereses de grupo. Es bueno recordarlo cuando crecen
las amenazas a la continuidad de las democracias, incluso en las aparentemente más
consolidadas. Sin un amplio compromiso ciudadano para activarlas y mejorarlas, su
futuro no está asegurado y pueden estar condenadas a convertirse en una experiencia
histórica más o menos fugaz. Si este libro vale para reforzar en los lectores su compromiso
ciudadano, los autores se sentirán generosamente recompensados.
Capítulo 1
¿Qué es política?
Política: un término familiar y controvertido
Un intento de definición personal de la política
Es útil que el lector —en este momento y antes de seguir adelante— formule una definición
propia de la política. Basta que redacte unas pocas líneas sobre ello y las conserve.
Le será provechoso repetir este ejercicio, una vez que haya avanzado en la lectura
y en el estudio de la materia, para poder comprobar si se mantiene fiel a su primera
intuición o si la ha revisado como resultado de sus reflexiones ulteriores sobre la
cuestión.
A cualquier ciudadano le resulta familiar el término política en comparación con términos de otros ámbitos del conocimiento humano: por ejemplo,
son muy pocos los que se refieren con naturalidad a la heliantina, los quarks, la eritocitrosis, la metonimia o el valor añadido. En cambio, la política forma
parte de nuestro lenguaje habitual: en las relaciones familiares, en las conversaciones
de negocios, en las informaciones de los medios. Se aplica el término para describir
la conducta de muchos actores: tienen su «política» los entrenadores de fútbol respecto
de sus jugadores, las empresas respecto de sus competidores o de sus clientes, los
estudiantes y los profesores —incluso padres e hijos— en sus relaciones mutuas, etc.
Y se emplea también, como es natural, cuando tratamos de quienes dicen profesar la
actividad política como tarea principal y aparecen de un modo u otro en el escenario
público: los gobernantes de todos los niveles de la Administración (estatales, regionales,
municipales), los funcionarios, los representantes de los grupos de interés, de los
partidos, de los medios de comunicación, de las Iglesias, etc.
-
Pero la familiaridad con la palabra no implica que quienes la usan la entiendan del
mismo modo. Política es un término multívoco, dotado de sentidos diferentes según el ámbito y el momento
en que se emplea. Basta consultar los diccionarios —o incluso los manuales de ciencia
política— para darse cuenta de ello. Un buen ejercicio para comprobarlo consiste en
solicitar a un grupo de personas que den su definición espontánea de lo que entienden
por política: comprobaremos la diversidad de contenidos que le asignan.
-
También abundan las referencias a la política en tono despectivo o receloso: suele
asociarse a confusión, división, engaño, favoritismo, manipulación, imposición, corrupción.
Por lo mismo, estar «al margen o por encima» de la política se considera un valor.
«Politizar» una cuestión o tomar una decisión por «razones políticas» comporta generalmente
un juicio condenatorio, incluso en boca de los mismos políticos o de otros actores
públicos. La política, pues, no está libre de sospecha. Al contrario: carga de entrada
con una nota negativa.
-
Y, sin embargo, la política también es capaz de movilizar en un momento dado a grandes
sectores de la ciudadanía, incluyendo a veces a los que —si se les pregunta sobre
ella— la critican. Despierta emociones positivas y negativas con respecto a personajes,
símbolos, banderas, himnos. Ha producido y produce movimientos de solidaridad y de
cooperación humana. Y se asocia con frecuencia a conceptos valiosos que la gran mayoría
afirma respetar: libertad, justicia, igualdad, paz, seguridad, bienestar, bien común.
Hemos de ocuparnos, pues, de la política a sabiendas de que se trata de un concepto
de manejo incómodo: es de uso habitual, pero controvertido, incluso contradictorio
y presuntamente responsable de muchos males. Con todo, si queremos seguir adelante,
no podemos prescindir de construir nuestra propia idea de la política. Estamos obligados
a tomar una opción inicial —de carácter provisional, si se quiere— que nos sirva de
punto de arranque. A partir de aquí podremos ponerla a prueba, explorar paso a paso
sus diferentes manifestaciones y analizar sus distintos componentes.
La política como gestión del conflicto social
Nuestra opción es considerar la política como una práctica o actividad colectiva que
los miembros de una comunidad llevan a cabo. La finalidad de esta actividad es regular
conflictos entre grupos. Y su resultado es la adopción de decisiones que obligan —por
la fuerza, si es preciso— a los miembros de la comunidad. Desarrollemos algo más esta
propuesta siguiendo el esquema propuesto en la figura I.1.1.
-
El punto de partida de nuestro concepto de política es la existencia de conflictos
sociales y de los intentos para avivarlos, sofocarlos o regularlos. La especie humana
se presenta como una de las físicamente más desvalidas —¿la más desvalida?— entre
los animales. En todas las etapas de su vida necesita de la comunidad para subsistir
y desarrollarse. Con todo, estas mismas comunidades encierran discordias y antagonismos.
Los titulares informativos nos hablan todos los días de desacuerdos y tensiones. Tienen
alcance colectivo porque implican a grupos humanos numerosos, identificados por posiciones
comunes. Las discrepancias pueden afectar, según los casos, al control de recursos
materiales, al disfrute de beneficios y de derechos o a la defensa de ideas y valores.
En más de una ocasión, la tensión o el antagonismo puede concernir simultáneamente
a bienes materiales, a derechos legales o a creencias religiosas o filosóficas.
-
¿Qué explica esta presencia constante de desacuerdos sociales? ¿Por qué razón la armonía
social aparece como una situación excepcional o utópica, cuando la vida en sociedad
es una necesidad humana ineludible? El origen de los conflictos se sitúa en la existencia
de diferencias sociales que se convierten a menudo en desigualdades. La distribución
de recursos y oportunidades coloca a individuos y grupos en relaciones asimétricas.
No todos los miembros de la comunidad tienen un acceso razonablemente equilibrado
a la riqueza material, a la instrucción, a la capacidad de difusión de sus ideas,
etc. No todos comparten de manera equitativa las obligaciones y las cargas, ya sean
familiares, productivas, asistenciales, fiscales, etc. Tales desequilibrios entre
individuos y grupos generan una diversidad de reacciones. Quienes creen disfrutar
de situaciones más ventajosas se esfuerzan generalmente por asegurarlas y luchan por
no perderlas. Por su parte, quienes se sienten más perjudicados aspiran por hacer
realidad sus expectativas de mejora. O simplemente pugnan por sobrevivir y resistir
en su misma condición de inferioridad, sin acabar totalmente marginados o aniquilados.
Junto a unos y otros, también los hay que se empeñan en mantener o modificar las condiciones
existentes, movidos por principios y valores y no por lo que personalmente se juegan
en el asunto. Esta combinación de resistencias, expectativas, reivindicaciones y proyectos
genera sentimientos de incertidumbre, de incomodidad o de peligro. De aquí la tensión
que está presente en nuestras sociedades: afecta a muchas áreas de relación social
y se expresa en versiones de diferente intensidad.
-
En este marco de incertidumbre, la política aparece como una respuesta a los desacuerdos
colectivos. Se confía a la política la regulación de la tensión social porque no parecen
suficientemente eficaces otras posibilidades de tratarla, como podrían ser la fidelidad
familiar, la cooperación amistosa o la transacción mercantil. Estos mecanismos de
regulación social —ya sea para mantener el statu quo, ya sea para lograr un cierto cambio en la redistribución de posiciones y recursos—
se basan, respectivamente, en los vínculos de sangre, la ayuda mutua o el intercambio
económico. Cuando estos mecanismos no funcionan de manera satisfactoria para alguno
de los actores empieza el ámbito de la política. ¿Qué distingue, pues, a la política
respecto de otras vías de regulación del conflicto social? Lo que la caracteriza es
el intento de resolver las diferencias mediante una decisión que obligará a todos
los miembros de la comunidad. Es este carácter vinculante o forzoso de la decisión
adoptada lo que la distingue de otros acuerdos que se adoptan en función de una relación
de familia, de una amistad o de un intercambio económico.
-
Esta decisión vinculante se ajusta a un conjunto de reglas o pautas. La combinación
entre reglas y decisiones obligatorias aproxima la práctica política a determinadas
formas de juego o de competición. Cuando en una partida de naipes, un encuentro deportivo
o un concurso literario se producen momentos de desacuerdo, los participantes aceptan
la aplicación obligatoria de un reglamento que han admitido de antemano. Sólo de este
modo puede llegarse a un resultado final acatado por todos. Es cierto que pueden darse
—y de hecho se dan— disputas sobre la misma elaboración del reglamento, sobre su interpretación
y sobre los propios resultados de la competición. Pero nadie negará que, sin decisiones
de obligado cumplimiento nacidas de unas reglas y sin algún tipo de árbitro que pueda
resolver las disputas, no hay siquiera posibilidad de iniciar la partida o de llevarla
a buen término.
Hemos aludido al cumplimiento obligado de las decisiones políticas. Este cumplimiento
obligado presupone que la capacidad de imponerlas incluye el uso de la fuerza. Esta
posibilidad de usar la fuerza física —o de la amenaza de recurrir a ella— es característica
de la política frente a otras formas de control social. Veremos más adelante que no
todas las acciones políticas integran alguna dosis de violencia. Pero no la excluyen:
la tienen presente como recurso último al que acudir.
-
Nos hemos referido a la «regulación» o «gestión» del conflicto, evitando aludir a
su «solución». ¿Por qué motivo? El término solución evoca la idea de una salida satisfactoria para todos los implicados en la competición.
Y parece claro que —incluso en las condiciones más favorables— es muy difícil conseguir
esta satisfacción universal. De la acción política puede derivarse una alteración
profunda de la situación anterior, lo cual no dejará muy convencidos a quienes antes
disfrutaban de las mejores condiciones. En otras ocasiones, la política reequilibrará
las posiciones con modificaciones que contarán con la aceptación —resignada o entusiasta,
según los casos— de los diferentes afectados. Pero esta acción política puede desembocar
también en una ratificación del statu quo anterior, dejando inalteradas —y, a veces, agudizadas— las sensaciones de agravio
o de amenaza. En cierto modo el conflicto no desaparece, sino que —al igual que la
energía— se transforma.
-
Por tanto, la política no consigue a menudo «solucionar» los conflictos, aunque así
lo prometan y lo proclamen algunos de sus protagonistas. Cuando se gestiona o se maneja
una determinada disputa, lo que se procura es preservar —de buen grado o a la fuerza—
una relativa cohesión social. Incluso la política autoritaria de los regímenes dictatoriales
tiene como objetivo mantener un agregado social aunque basándose en el dominio despótico
de unos pocos sobre todos los demás. En cierto modo, la política —como acción colectiva—
busca reducir el riesgo de desintegración. Esta desintegración social se produce cuando
—ante la existencia de conflictos sociales— cada grupo decide «tomarse la justicia
por su mano» acudiendo por sistema a la venganza privada.
-
La política puede contemplarse, pues, como un seguro colectivo que las comunidades
asumen contra la amenaza —más o menos probable— de un derrumbe del edificio social.
O, si se prefiere una visión más positiva, la política se convierte en la garantía
de que persistirá la cohesión de este edificio porque las tensiones provocadas por
desequilibrios y desigualdades internas serán reguladas de un modo lo bastante aceptable
para el mayor número de los miembros del colectivo. Así pues, la acción política —la
que hacen a un tiempo los ciudadanos de a pie y los protagonistas de la escena pública—
no puede ser vista como inútil ni como disgregadora de una previa armonía social.
Al contrario: en sociedades divididas por creencias, intereses y recursos —como son
todas las que conoce la historia de la humanidad—, la política es ante todo constructora
de sociedad. Dicho de otra manera: la política constituye la argamasa que cohesiona
a los grupos, más allá de sus relaciones y diferencias familiares, afectivas, económicas,
simbólicas, vecinales, etc.
Es muy probable que este agregado social —esta sociedad concreta— que la política
contribuye a conservar no se ajuste al modelo ideal que algunos —o muchos— desearían.
Lo que hay que preguntarse, entonces, es qué caminos ofrece la política —en otras
palabras, si existen diferentes maneras de gestionar los conflictos— para modificar
los equilibrios (o desequilibrios) sociales y alcanzar nuevos equilibrios que se acerquen
más al modelo ideal de cada uno.
En la raíz del conflicto social
¿De dónde arrancan los conflictos que la política se ve obligada a gestionar? Ya hemos
dicho que la diferencia —convertida en desigualdad— está en el origen de la política.
Por esta razón puede ser considerada como la gestión de las desigualdades sociales.
¿Y de dónde proceden estas desigualdades?
-
Se originan en el hecho de que no todos los miembros de una comunidad gozan de las
mismas oportunidades para acceder a los recursos que facilitan el desarrollo máximo
de sus capacidades personales. Esta diferencia de situación se expresa de múltiples
modos:
-
en el disfrute de habilidades y talentos considerados a veces —y no sin discusión—
como «naturales»: inteligencia, capacidades físicas y psíquicas, sensibilidad artística,
destreza manual, etc.;
-
en los roles desempeñados en las funciones reproductiva y familiar según el género,
la edad, el parentesco...;
-
en la posición ocupada en la división social del trabajo productivo en la que los
sujetos pueden desempeñar oficios o profesiones catalogados como «manuales» o como
«intelectuales» y en las que asumen papeles de dirección o posiciones subalternas;
-
en la capacidad de intervenir en las decisiones que se toman en los procesos culturales,
económicos o de la comunicación;
-
en el acceso a los recursos o a las rentas generados por la actividad económica (clases
sociales) o al estatus o privilegios derivados del reconocimiento social (aristocracias
de sangre, estamentos, castas, establishment...);
-
en la adscripción a identidades simbólicas de carácter étnico, nacional o religioso,
con todas las connotaciones culturales que comportan;
-
en la ubicación en un territorio (centro-periferia, ámbito rural-ámbito urbano), que
da lugar a un acceso diferenciado a recursos de todo tipo.
-
Tales diferencias de situación marcan fracturas —cleavages o escisiones, dirán algunos autores— entre grupos, cada uno de los cuales comparte
unas determinadas condiciones: sociales, de género, culturales, económicas, etc. De
las relaciones asimétricas entre estos grupos nacen constantemente tensiones que pueden
requerir un tratamiento político. Existen diferencias de situación o de convicción
entre asalariados y empresarios, entre grandes sociedades y pequeñas empresas, entre
generaciones de diferentes edades, entre grupos religiosos, entre distintas comunidades
nacionales, entre los géneros, entre agricultores y ganaderos, entre países pobres
y países ricos, etc.
-
No importa sólo que las diferencias tengan un fundamento objetivo o cuantificable
que pueda medirse en términos numéricos o monetarios: por ejemplo, la desigualdad
entre patrimonios o rentas. También importa la percepción social de la diferencia.
Es decir, que la sociedad atribuya valor o prestigio a determinadas situaciones, mientras
que otras sean vistas como negativas o de menor valor: por ejemplo, el prestigio que
la pertenencia a una u otra casta conlleva en una sociedad como la india. El valor
o la falta de éste —el prestigio o el desprestigio— que la sociedad imputa a cada
situación originan discrepancias y enfrentamientos porque quienes ocupan posiciones
no valoradas no suelen conformarse con ellas y quienes disfrutan de posiciones de
prestigio no quieren perderlas. Desde esta perspectiva, el origen de la política puede
atribuirse también a una desigual distribución de valores en una determinada sociedad
y a los intentos de corregirla (Easton).
-
Entre las diferencias señaladas, ¿hay alguna que pueda considerarse como central y
de la que dependen todas las demás? Algunas teorías sociales han optado a veces por
seleccionar como primordial una de dichas diferencias: la división en clases sociales,
la diferencia de géneros o la distinción entre élite y masa sería —según diferentes
interpretaciones— la divisoria o fractura clave a partir de la cual se generarían
todas las demás. Con todo, hay que admitir que la explicación válida en un contexto
histórico puede dejar de serlo cuando dicho contexto se modifica: es posible que diferencias
o fracturas de gran importancia en un momento dado se vean sustituidas por otras,
siguiendo la evolución de las condiciones sociales y culturales.
Diferencias internas y externas: política doméstica y global
Completando las dos tablas que siguen, se comprobarán las diferencias existentes,
tanto internas —dentro de una misma sociedad— como externas —entre sociedades—. La
comparación entre un país avanzado —como España— y un país en vías de desarrollo —como
Sierra Leona— nos revela todo tipo de desigualdades (cfr. tabla I.1.1). Por su parte,
las diferencias de renta en el interior de un mismo país expresan desigualdades en
el acceso a recursos de todo tipo: educación, salud, cultura, calidad de la vivienda,
etc. Para obtener los datos, se sugiere recurrir a:
<https://datos.bancomundial.org/>
<>
¿Qué sugiere la información conseguida cuando se relaciona con la situación política
de cada país?
Tabla I.1.1. Desigualdades sociales entre países
Tabla I.1.2. Desigualdades sociales en el interior de un país
Las fronteras variables de la política
Hemos señalado como punto de arranque provisional que la política es un modo de regular
conflictos que hace uso de la obligación y de la coacción. Pero bastaría un repaso
a las hemerotecas para comprobar que algunas situaciones conflictivas que hoy se tratan
políticamente no lo han sido en el pasado. Y viceversa.
Hasta hace algo más de un siglo, por ejemplo, las condiciones de trabajo de los asalariados
fueron consideradas como un asunto «privado» que no debía tratarse desde la política.
La alteración del paisaje o la explotación de recursos naturales —cuando se industrializa
o cuando se urbaniza— han sido durante años temas ajenos a la regulación política.
El estatuto subordinado de la mujer en muchas esferas de la vida social fue admitido
como el efecto inevitable de una condición biológica que la política no podía corregir.
En cambio, la infidelidad matrimonial o la homosexualidad fueron —y son todavía en
algunos países— sancionadas con penas de prisión porque se estimaba que alteraban
el orden social y merecían, por tanto, la intervención represiva de la autoridad política.
Algunas convicciones religiosas o antirreligiosas han sido consideradas durante siglos
como crimen de Estado y todavía no han dejado de serlo en determinadas sociedades
contemporáneas. En ciertas comunidades, el uso público de las lenguas ha quedado en
manos de la decisión individual de los ciudadanos; en otras, dicho uso ha sido regulado
por normas políticas que distinguen el tratamiento de una o de varias lenguas oficiales
con respecto a las demás.
Estos ejemplos muestran que las fronteras del espacio de la política evolucionan cuando
tratan de regular conflictos producidos por diferencias humanas: de género, de raza,
de condición laboral, de creencia, de cultura, de valores, etc. El ámbito de la política
tiene, pues, contornos variables. Cambios en las tecnologías de la comunicación o
de la reproducción humana plantean, por ejemplo, nuevas diferencias y tensiones sobre
lo que se debe y lo que no se debe regular políticamente. ¿Hay que proteger la privacidad
personal en las redes sociales? ¿Qué hacer con el pornotráfico en internet? ¿Cómo
tratar la situación de las «madres de alquiler»? ¿Conviene regular políticamente estas
situaciones o hay que dejar que las partes implicadas las acuerden en privado?
Las partes en conflicto defenderán la «politización» o la «despolitización» de sus
discrepancias según consideren que esta intervención política —que lleva a decisiones
vinculantes— puede favorecer o perjudicar sus propias pretensiones. Quienes se creen
perjudicados denunciarán la politización como innecesaria. La reclamarán, en cambio,
cuando les convenga. Las luchas sociales del capitalismo industrial del siglo xix son buena muestra de las contradicciones aparentes de algunos actores. Por ejemplo,
mientras los empresarios resistían la intervención estatal en la fijación de salarios
o de horarios laborales como una perturbación del orden económico, exigían simultáneamente
la «politización» de la sindicación o de la huelga para convertirlas en delitos perseguibles
por el Estado.
Puede decirse, por tanto, que las fronteras de la política se van alterando a lo largo
de la historia de los pueblos. Y que esta alteración dependerá tanto de cambios técnicos
y culturales como de la capacidad de los actores para someter —o para sustraer— sus
disputas a esta gestión de carácter vinculante.
Las etapas de la politización
Esta modificación del ámbito político no ha seguido siempre la misma pauta. Pero,
en un plano ideal, serían cuatro las etapas que pueden llevar a la politización de
una diferencia social:
-
identificación de una distribución desigual de valores y recursos que es percibida
como inconveniente o generadora de riesgo;
-
toma de conciencia por parte de los colectivos implicados y expresión de sus demandas,
exigencias y propuestas para corregir la situación y controlar el riesgo que acarrea;
-
movilización de apoyos a las respectivas demandas y propuestas, con el objetivo de
acumular todo tipo de recursos (conocimiento experto, difusión de información, dinero,
organización, armas...) y de buscar el mayor número de aliados entre otros grupos
y actores;
-
traslado del conflicto al escenario institucional a fin de reclamar la adopción de
decisiones vinculantes para toda la comunidad. Estas decisiones, que pretenden modificar
el desequilibrio anterior, deben contar con el respaldo de la coacción administrada
por las instituciones políticas.
En cada una de estas etapas ideales —que a menudo se solapan— se reproducen las tensiones
y los antagonismos, puesto que algunos actores colectivos pueden oponerse a la politización
del conflicto. O, cuando tal politización es ya inevitable, pueden promover diferentes
formas de hacerlo.
En algunos ejemplos recientes podemos reconstruir aproximadamente las etapas, los
actores y los resultados obtenidos en procesos de politización a gran escala o de
tipo «macro»: es el caso del movimiento feminista o del ecologista. El movimiento
feminista aparece como promotor de un reequilibrio en la relación entre hombres y
mujeres mediante la adopción de políticas obligatorias de igualación y de discriminación
positiva. El movimiento ecologista surge como promotor de un reequilibrio entre quienes
priman la explotación económica ilimitada de los recursos naturales y quienes denuncian
y padecen los perjuicios sociales y ambientales producidos por estos excesos. De esta
politización se derivan las decisiones medioambientales de obligado cumplimiento que
algunos Estados van poniendo en marcha gradualmente.
Pero también pueden identificarse casos de politización o despolitización a escala
menor o «micro». Por ejemplo, la politización de conflictos locales, cuando un grupo
de vecinos toma conciencia sobre un déficit en los equipamientos de su pueblo o de
su barrio en comparación con otros. O cuando los agricultores especializados en algún
tipo de cultivo reivindican un tratamiento que les ponga en condiciones semejantes
a las de sus competidores y los proteja frente al riesgo que estos competidores representan.
O cuando los usuarios de autopistas de peaje trasladan a la escena pública su conciencia
de desigualdad respecto de los usuarios de vías de libre circulación.
Por el contrario, la despenalización del adulterio, la privatización de la seguridad
social y de determinados servicios públicos o una eventual aceptación del libre tráfico
y consumo de drogas significan una reducción del ámbito de intervención política.
Así pues, a lo largo de la historia y también en el momento presente, identificamos
situaciones que son objeto de politización o de despolitización. Cuando estas situaciones
entran en el ámbito de la política, serán gestionadas mediante decisiones vinculantes
que pretenden revisar la situación inicial, con el apoyo —si es necesario— de una
coacción aceptada socialmente. En cambio, cuando las disputas dejan el ámbito de la
política, tendrán que resolverse mediante un acuerdo voluntario entre las partes.
O, si este acuerdo no se consigue, mediante la imposición de hecho de la parte más
fuerte sobre las más débiles. La ausencia de política —en condiciones de desigualdad—
permitirá jugar con ventaja a los grupos que ocupan las posiciones más favorables.
Nuevos conflictos, nuevos debates, nuevos equilibrios
Señalamos aquí algunas cuestiones que generan debate social en muchas comunidades
sobre su posible tratamiento político.
Sobre cada una de estas cuestiones, un análisis politológico debe plantearse algunas
preguntas básicas:
La relación inseparable entre economía y política
¿Es posible tratar de la economía sin referirse a la política? Para algunos, la economía
como actividad productiva es un mundo aparte y separado de la política. Desde la perspectiva
del liberalismo radical, la creación de riqueza y su distribución deben mantenerse
lo más lejos posible de las interferencias de la política porque basta la interacción
libre entre intereses individuales para que se dé el resultado más favorable al conjunto
de la comunidad. Sin embargo, la historia nos revela la interrelación estrecha entre
formas de organización económica y estructuras y prácticas de la política: en los
sistemas feudales, en los grandes imperios, en las monarquías absolutas. Tampoco se
ha dado en la práctica la pretendida separación entre política y mercado que afirmó
el liberalismo económico. Son instituciones sociopolíticas, como la protección de
la propiedad privada, la seguridad en el comercio y el cumplimiento obligado de los
contratos, las que acompañan a la aparición histórica de la economía capitalista y
garantizan su continuidad.
Por esta razón y durante el siglo xix, se vio en la desigualdad de la propiedad del capital —la tierra, los bienes industriales
o los capitales financieros— la raíz principal de los conflictos sociales y de la
estructura política que intentaba controlarlos. El poder político se definió como
un instrumento al servicio de los intereses de los propietarios. A partir de este
análisis, las diferentes propuestas socialistas y anarquistas pronosticaban que la
abolición de la propiedad privada de los medios de producción acabaría con las estructuras
políticas porque el acuerdo libre y voluntario entre individuos y grupos bastaría
para resolver sus diferencias. Una sociedad sin poder político —la «anarquía»— o la
extinción gradual del Estado se convirtieron en los objetivos últimos del movimiento
obrero internacional, que elaboró estrategias diferentes para conseguirlos. Sin embargo,
la historia posterior no ha confirmado sus pronósticos. La dinámica inherente a una
economía de mercado que tiende a convertirlo todo —la naturaleza y sus recursos, el
trabajo humano, la seguridad— en objeto comerciable ha aumentado las desigualdades
y ha acrecentado el riesgo de poner en peligro la cohesión social cuando no se somete
a regulación política. Así lo demuestra la historia de las grandes crisis económicas
y medioambientales, cuyas consecuencias han exigido y seguirán exigiendo reacciones
políticas. No puede desarrollarse ni explicarse la actividad económica sin contar
con la acción política que la sostiene.
Sociedades «sin política» e inteligencia artificial
¿Qué hay de inevitable en esta presencia de la política? ¿Se debe aceptar como un
fenómeno ligado a la misma condición humana? O, por el contrario, ¿es imaginable una
sociedad sin política?
Los antropólogos y los prehistoriadores nos hablan de sociedades «sin política» cuando
describen la existencia de comunidades de tamaño reducido y vinculadas por lazos de
parentesco en las que son compartidos los bienes necesarios para subsistir. En estos
grupos, la generosidad mutua sustituye a la apropiación individual de los recursos
básicos. Se trata, pues, de comunidades igualitarias. En ellas, la cooperación en
la caza o en la recolección —de cuyos resultados todos participan— es la mejor protección
que el individuo puede obtener frente a las amenazas de un entorno natural que le
hace muy vulnerable. Dado lo elemental y lo simple de su organización y de sus necesidades,
pueden «permitirse el lujo» de prescindir de estructuras políticas permanentes. Decisiones
y sanciones son tomadas por la propia comunidad, porque no hay más desigualdades consolidadas
que las derivadas del género o del parentesco. El rol de liderazgo que aparece en
algunos grupos —el «consejo de ancianos», el «jefe de la tribu»— no equivale a una
posición de superioridad o de dominio sobre los demás: su función se asemeja más a
la de un portavoz de lo que la comunidad necesita y siente en cada momento, responsable
de dar ejemplo de dedicación, espíritu de servicio al colectivo y ayuda mutua, que
son las pautas de conducta en tales grupos. ¿Es justo que califiquemos a esas comunidades
como «sociedades primitivas»?
Sin embargo, y como veremos más adelante, la historia nos enseña que las comunidades
humanas se han hecho cada vez más complejas. La aparición de nuevos conocimientos,
nuevas técnicas y nuevas formas de organización económica —por ejemplo, la aparición
de la agricultura, la explotación colonial o la Revolución Industrial—, junto con
la progresiva especialización del trabajo que conllevaban, fueron incrementando la
diferenciación interna de las comunidades. Con esta diferenciación aumentó el riesgo
de conflictos y la necesidad de resolverlos mediante el recurso a la política. Cómo
se ha desarrollado la práctica política a lo largo de los siglos es el objeto de la
ciencia política, tal como veremos en las páginas siguientes.
Más recientemente, se ha especulado con la influencia de la inteligencia artificial
(IA) sobre la política. Según algunos, podría hacerla desaparecer porque las respuestas
aportadas por la IA a los problemas políticos de hoy contarían con una calidad incomparablemente
superior a la de las nacidas de la intervención político-burocrática. Son ciertamente
previsibles contribuciones positivas de la IA en ámbitos sectoriales de la política.
Pero hay que tener presente que la IA no debe ser considerada como un instrumento
automático ajeno a la intervención humana y, por tanto, dotado de una completa neutralidad
técnica que no se da en las decisiones políticas. Recordemos que en la creación de
los algoritmos de la IA intervienen colectivos y personas con sus correspondientes
escalas de valores y sesgos ideológicos. Lo mismo ocurre en la selección y gestión
de los datos a los que se aplican. Además, algoritmos y datos son por ahora propiedad
exclusiva de grandes empresas que operan sin transparencia y sin que la comunidad
pueda controlarlas. Se produce, pues, una nueva y considerable desigualdad entre la
posición de la ciudadanía común y la de quienes manejan la IA. Sólo la política puede
corregir esta situación, sometiendo dichas empresas a un control democrático y desvelando
los sesgos ideológicos que pueden influir en sus operaciones. Por ahora, pues, la
práctica política sigue siendo inevitable.
¿Hay que descartar, por tanto, el retorno a una «sociedad sin política»? Tal vez pueda
darse en el futuro una comunidad donde se hayan eliminado todas las diferencias que
están en la raíz de tensiones y conflictos. Si tales diferencias desaparecieran, los
conflictos se irían atenuando, el riesgo social disminuiría y la política se iría
haciendo cada vez menos necesaria hasta su completa «evaporación». Así lo han sostenido
algunos autores, de los que se han derivado propuestas —políticas, ciertamente— orientadas
a este fin. Otros, en cambio, entienden que no es previsible una comunidad sin diferencias,
sean las que hemos experimentado hasta el momento presente, sean nuevas diferencias
todavía por aparecer. Para éstos, por tanto, persistirán las tensiones que hacen necesario
el recurso a la política, aunque sea con formas y expresiones diversas de las que
hemos conocido hasta hoy.