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¿Y ahora qué? Glenna había tenido que ir a la cafetería en la que ambas trabajaban para sustituir a una camarera que se había puesto enferma y no podía encontrarse con ella allí, tal y como habían planeado. Qué lata. Deambular sola por un parque lleno de tantas personas de su edad disfrutando de sus citas no era su idea de diversión. Maldita Glenna. ¿Por qué no le había dicho que no a Rickie? Missy volvió a suspirar. Glenna dejaba que la gente se aprovechara de ella. Tenía que aprender a hacerse valer.
Un feriante tatuado se acercó a ella con una amplia sonrisa y tres pelotas de béisbol en la mano.
—¿Quieres probar tu suerte, jovencita? Tengo premios chulísimos para una chica guapa como tú. Tres pelotas por un dólar.
Missy se giró para evitarlo y casi chocó con un chico enjuto, de pelo rubio oscuro y ojos azul claro.
—¡Eh! Lo que hay que tirar son las botellas, no a otras personas —dijo este con una sonrisa mientras se pasaba una mano por el pelo al rape.
Missy retrocedió un paso.
—Lo-lo siento —se disculpó con un tartamudeo—. Es que no me he fijado por dónde iba.
—No pasa nada. ¿Qué te va más, los bulldogs o los monos? Uno de esos peluches quedaría de fábula en la estantería de tu dormitorio. —Y, acercándose a ella, añadió—: Te lo regalo. —El joven le dio un billete de cinco dólares al feriante y este le devolvió cuatro de un dólar, que sacó de su riñonera.
—¿Cómo dices? —respondió Missy, sonrojándose—. ¿Estás hablando conmigo?
El chico tenía el aspecto curtido de alguien que trabajaba al aire libre, igual que los dos hermanos de Missy, y un rostro que le resultaba extrañamente familiar, aunque no tenía claro de qué.
—¿Con quién si no? —Y, doblándose por la cintura, hizo una reverencia. Iba vestido con unos vaqueros salpicados de pintura y una camiseta roja. Sus botas Timberland de color amarillo también tenían manchas de pintura—. Señala el premio que quieras y será tuyo —añadió en un tono jactancioso y con los brazos en jarras.
Missy tiró hacia abajo de su camiseta azul de tirantes, que inmediatamente volvió a subirse dejando el ombligo a la vista, y echó una ojeada a los peluches que colgaban de los ganchos.
—Ese bulldog es muy lindo.
—Pues deséame suerte —contestó él guiñándole un ojo a la chica.
Missy soltó una risita.
—Buena suerte.
Observó cómo cogía la primera pelota que le ofrecía el feriante y la hacía rebotar sobre la mano mientras calculaba la distancia a la que se encontraba el objetivo. Luego se volvió hacia Missy y le sonrió con confianza.
El grito de una chica en pleno descenso de una montaña rusa atrajo la atención de Missy, que se volvió a mirar justo cuando los vagones terminaban de recorrer la empinada pendiente y desaparecían por detrás de una carpa.
El ruido de las botellas cayendo la hizo girar de golpe.
—¡Toma ya! ¡No hay duda de que sacas lo mejor de mí! —El joven alzó un puño, claramente satisfecho de sí mismo—. ¿No dicen que la fe mueve montañas? —De nuevo, le guiñó un ojo a Missy—. La tuya desde luego lo ha hecho.
Incómoda, la chica comenzó a dibujar círculos en el suelo con la punta de sus zapatillas deportivas. El descaro con el que el joven se dirigía a ella la avergonzaba y la halagaba al mismo tiempo. Un instante después, estaba sosteniendo en los brazos el bulldog azul claro, que abultaba como una bala de heno.
—¿Tienes un coche en el que meter esa cosa? —preguntó él.
Ella puso cara de fastidio.
—Ya me gustaría. Me han traído. Se suponía que iba a encontrarme aquí con una amiga.
—No pasa nada. Puedes dejarlo en mi camioneta si quieres. —Antes de que Missy pudiera responder, él añadió—: ¿Tienes hambre? —Se dirigió hacia un puesto de comida y, volviéndose hacia ella, dijo—: ¿Quieres una Coca-Cola con la torta frita?
De repente Missy fue consciente del olor a masa frita y azúcar que flotaba en el aire. Al instante le rugió el estómago.
—Vale.
Missy se dijo que le gustaba más que la sirvieran que servir ella. Incluso el hecho de que fuera él quien llevara el peso de la conversación la hacía sentir bien. Era como si estuviera cuidándola. El joven regresó con las bebidas y dos tortas fritas envueltas en papel de cera. Ella dejó el premio en el suelo, entre sus piernas.
—Gracias. ¿Qué te debo?
—Yo invito —contestó él.
Sus palabras eran exageradamente corteses, pero las pronunciaba en un tono medio burlón. Era un tipo divertido, pensó Missy, y atractivo de un modo extraño, a pesar de lo flacucho que estaba.
—Gracias —dijo ella—. Me llamo Missy.
—Encantado de conocerte, Missy. A mí me llaman Jasper porque en mi tiempo libre me gusta tallar piedras, como el jaspe. ¿Dejamos entonces el premio en mi camioneta?
Cuando se terminaron las tortas y las bebidas, se dirigieron a la entrada del parque.
—Si quieres, puedo llevarte de vuelta a casa. —Subió al asiento del conductor y, tras inclinarse hacia la puerta del acompañante y abrirla, añadió—: Estaría más que encantado de hacerte los honores, Missy.
La idea de tener que llamar a alguno de sus hermanos y pedirle que fuera a buscarla le daba apuro. Jimmy debía de estar en su liga de bolos mixta, y Dean en Odon, en casa de su novia, así que la espera sería calurosa y sudorosa.
—Bueno. ¿Por qué no?
—Hace poco se me cayó algo de pintura en la plataforma trasera de la camioneta. Todavía está algo sucia... ¿Por qué no metes el bulldog delante? —dijo señalando el asiento del acompañante.
Missy metió dentro el voluminoso peluche y luego subió ella. Al empujarlo, el bulldog se enganchó en las roturas de la tapicería de vinilo. Una espuma amarillenta asomó por ellas y un olor acre y salado penetró de golpe en sus fosas nasales.
El joven arrancó el motor y, tras abrir la ventanilla de esquina de su lado, le pidió a ella que hiciera lo mismo. La carretera serpenteaba por una reserva natural. A pesar de que el parque de atracciones estaba a apenas tres kilómetros, era como si se encontrara en otro mundo. Allí todo estaba en silencio y en paz. A través de los árboles se filtraban los rayos del sol.
—¿Has estado alguna vez en Clear Creek? —le preguntó él por encima del ruido que hacía el viento.
Ella lo miró desde detrás del peluche.
—¿Te refieres al sitio ese para nadar?
Él negó con la cabeza.
—No. Otro sitio. En mi opinión, uno de los mejores que hay. —Jasper se volvió hacia ella y sonrió casi con timidez—. Me gustaría enseñártelo si me lo permites.
Iban por la carretera estatal 67. Su casa quedaba a apenas ocho kilómetros al sur, y él parecía educado.
—¿Está muy lejos? —preguntó ella entrecerrando los ojos a causa de la luz que entraba por la ventanilla lateral.
—Aquí al lado.
Missy asintió.
—Venga, de acuerdo.
Ella volvió a mirarlo, intentando ubicarlo. Vio que tenía algo en la boca y, de repente, el borde brilló entre sus dientes.
—¿Tienes más? —preguntó ella—. Me refiero al caramelo que estás comiendo.
Él abrió los labios y dejó asomar una oscura lámina, reluciente y mojada.
—No es lo que piensas. —Volvió a meterla en la boca—. ¿Es que no te ha explicado nunca tu madre que el azúcar es malo para los dientes?
—Vale. Pero ¿entonces qué es?
—Desde niño siempre me ha gustado tallar la piedra. Cosas pequeñas como caras o formas de animales, ¿sabes? O incluso personas. Tiene su dificultad. —Le echó un vistazo a Missy y luego volvió a mirar hacia delante—. Es fácil que la piedra se rompa en dos si uno no va con mucho cuidado.
Missy permaneció en silencio, mirando por la ventanilla, sin saber bien cómo responder. La camioneta estaba pasando por un paisaje que le era familiar. En una cresta al otro lado de la carretera divisó la granja de una amiga. Iba a pedirle a Jasper que parara con la excusa de que acababa de recordar que había quedado en pasarse por casa de una amiga esa tarde cuando el joven extendió una palma abierta cerca de su regazo.
—¿Ves? —dijo él—. Esto lo terminé ayer. Tallado a mano en chert, una variedad de jaspe. —Sonrió a la chica—. Como mi nombre.
Missy se quedó mirando la piedra rojiza, todavía mojada por haber estado en la boca del chico. Era del tamaño de una pieza de ajedrez. En un extremo podía distinguirse claramente una cabeza y un rostro. Unas líneas a lo largo de la pequeña piedra delineaban los brazos y las piernas.
—Imagino que debe de llevarte mucho tiempo.
—Pues sí. —Él cerró la palma y se guardó la piedra en un bolsillo.
—¿Y dónde trabajas, Jasper? —preguntó Missy cambiando de tema—. Seguro que al aire libre, a juzgar por tu moreno.
—Desde luego eres una jovencita muy lista —repuso él asintiendo lentamente con la cabeza—. Pinto a mano letreros de distintos sitios. Negocios y demás. Algunas personas se creen que los letreros pintados a mano están pasados de moda. Supongo que podría decirse que soy algo anticuado. —Sonrió, y con las yemas de los dedos rozó el hombro desnudo de la chica.
Ella se sobresaltó ante ese contacto íntimo.
—No soy más que un artista. Trabajo mejor cuando lo hago por mi cuenta, ¿entiendes lo que quiero decir?
Missy bajó la mirada a sus pantalones vaqueros manchados de pintura.
—Sí. Aunque yo habría jurado que trabajabas para los feriantes, pintando payasos.
Él soltó una risa ahogada al tiempo que negaba con la cabeza.
—Eso tiene gracia. Lo cierto es que trabajo un montón para el dichoso resort Sweet Lick. Tanto que termino agotado.
—¿Te refieres a ese club de golf pijales? —preguntó ella—. El tío de una amiga trabaja ahí de encargado. Se llama Lonnie Wallace. ¿Lo conoces?
—No, no creo que lo conozca. Aunque claro... —Arqueó una ceja y vaciló, como si estuviera considerando la pregunta—. No suelo hablar con nadie cuando trabajo. Es mejor que me concentre en lo que estoy haciendo. —Jugueteó con las manos por encima del volante, retorciéndose los dedos—. Como antes, cuando he lanzado esa pelota de béisbol y te he conseguido este premio. —Tiró de una oreja del animal de peluche—. Desde luego ha sido una suerte increíble que nos topáramos así, Missy.
La camioneta dio una sacudida a causa de un bache. Missy se balanceó hacia delante, el pelo le cayó sobre la cara y se lo apartó. Jasper le guiñó con ambos ojos, lo cual hizo que ella se riera. Luego él le contó que a principios de año había estado al frente de un equipo de pintores encargados de la renovación de un museo de Chicago. Cien hombres trabajando bajo su atenta mirada repintaron diversas escenas de una exposición en la que aparecían caníbales con lanzas en sus hábitats selváticos nativos.
—¿De verdad? Eso debe de haber sido genial.
—En serio.
Ella notó que la repasaba con la mirada y sonrió con timidez.
—Soy el mejor pintor de letreros de todo el condenado mundo, ¿sabes? La del museo fue una operación de tomo y lomo, te lo aseguro.
—Sí, claro, ya imagino.
Aunque se sentía algo desconcertada. Primero le había dicho que la mayoría del tiempo trabajaba solo, y luego que había tenido a cien hombres bajo sus órdenes en la renovación de un museo. Lo achacó a la inseguridad masculina y a la continua necesidad de alardear que parecía tener Jasper. Además, a su manera era un tipo dulce y divertido. ¡Y por fin había conseguido averiguar por qué le sonaba tanto!
El joven aminoró la marcha y aparcó bajo la sombra de unos árboles de hoja perenne. Allí hacía unos buenos seis grados menos que en el parque de atracciones y el aire tenía un dulzón olor a pino.
Ella apoyó un codo en el bulldog de peluche y le acarició una oreja con los dedos.
—¿Sabes por qué he venido realmente contigo? —Una coqueta sonrisa se dibujó en el rostro de Missy.
—Imagino que querías ver Clear Creek.
—No me recuerdas, ¿verdad? —dijo ella, bajando la barbilla con timidez—. ¿La clase de ciencias de tercero? —Lo miró a los ojos—. ¿Instituto Weaversville?
Él vaciló.
—Si tú lo dices.
—¡Anda ya! ¿De verdad no lo recuerdas? Eras el único al que le daba cosa hacer un corte en aquel ojo de vaca. —Sintiéndose más segura de sí misma, añadió—: Te fuiste de clase asqueado ante la idea de tocarlo siquiera.
Él se rascó con fuerza detrás de una oreja.
—Tienes buena memoria para los detalles, eso lo reconozco. —Abrió la puerta y salió de la camioneta.
Con las manos metidas en los bolsillos traseros de los pantalones vaqueros, Missy rodeó el capó y fue detrás de él.
—Eras muy tímido por aquel entonces. ¿Qué ha pasado?
—Supongo que mi cambio se debe a que comencé a jugar mucho al escondite. —Se tapó la cara con las manos y la miró a través de los dedos—. ¡Será mejor que corras antes de que termine de contar hasta diez! —exclamó.
Cual petardo encendido, Missy apretó a correr, precipitándose a toda velocidad por la orilla arbolada como lo haría una niña con la mitad de su edad, espoleada por el encanto juvenil de Jasper y su claro interés en ella. Allí no había nada salvo el susurro de las hojas y los almendrados olores del bosque, indicándole que se trataba de una de esas raras ocasiones en la vida en que los deseos podían llegar a cumplirse. De esas en las que por fin —por fin— una conoce a su media naranja. Como por arte de magia, todo estaba sucediendo exactamente del modo en que se suponía que debía hacerlo, de la misma manera en que su madre había conocido a su padre y había sabido de inmediato que se trataba del hombre perfecto para ella.
La ribera descendía cada vez más empinada. El paso de Missy se volvió inestable y tuvo que agarrarse a las delgadas ramas de los árboles jóvenes para no caerse. A lo lejos, divisó entre el follaje el reflejo de los rayos del sol en la superficie del riachuelo.
Missy siguió avanzando a toda velocidad, zigzagueando entre las hayas y los robles, hasta que llegó al fondo arenoso de un cauce parcialmente seco. Más adelante había unos cuantos charcos de agua estancada. Se agachó detrás del enorme tronco caído de un sicomoro. Presa de una gran excitación, se asomó para echar un vistazo a la arbolada ladera por la que acababa de descender, y aguzó el oído para intentar oír los pasos de Jasper por encima de su acelerado pulso, sin éxito.
De repente percibió un ruido sordo a su espalda, al otro lado del arroyo. ¿Cómo podía ser que él hubiera llegado ya ahí? Missy echó a correr por la honda y húmeda cuenca, pero la arena fangosa ralentizaba sus pasos. Algo le daba mala espina.
Detrás de ella oyó el chapoteo que hacía Jasper al cruzar corriendo un profundo charco.
—No hay duda de que eres... muy rápida —dijo él jadeante.
Su voz no sonaba nada encantadora, sino más bien burlona, y ella sintió en el pecho la sacudida de un escalofrío.
Los rayos del sol atravesaban las copas de los árboles y resplandecían en el agua. Sin dejar de correr, Missy examinó instintivamente el terreno que tenía delante en busca de una salida. Sus ojos dieron con una escapatoria: una zona de tierra más compacta que ascendía de forma abrupta rodeando los árboles. Aceleró un poco más, balanceando con fuerza los brazos. No entendía cómo no lo había oído acercarse por el bosque. Había aparecido sin más en la orilla opuesta.
Mientras corría, echó un momento la vista atrás y tropezó con un árbol caído que la envió al suelo. Intentó agarrarse al tronco, pero solo consiguió arañar la corteza con los dedos y rodó por la arenosa ladera, rasgándose la camiseta. El pánico se extendió por su cuerpo hasta anegarle el cerebro y casi se cayó de cabeza en un charco muy hondo. Al tropezar con el árbol se había hecho una fea herida en la rodilla izquierda y la sangre le resbalaba por la pierna hasta el tobillo.
El ruido cercano de un camión reduciendo la marcha hizo que se detuviera de golpe. Al levantar la cabeza, atisbó la sombra del enorme vehículo avanzando despacio a través de los árboles que bordeaban la empinada ladera. Era un camión cargado de carbón, procedente de las minas Lincoln, en Blackie, donde trabajaba su padre. El rostro amable y curtido de este le acudió a la mente. El lento camión se encontraba a apenas un campo de fútbol de distancia en línea recta, pero la maraña de arbustos y árboles caídos formaba una barrera casi insuperable.
De repente Missy cayó en la cuenta de que no era su respiración la que se oía cada vez más, sino la de su perseguidor, que se encontraba en un alto, justo por encima de ella. Levantó la vista y parpadeó.
—Por un momento he pensado que te había perdido.
La confusión se arremolinó en la mente de Missy mientras intentaba encontrarle sentido a lo que estaba viendo. El hombre estaba reclinado en el árbol caído con el que ella había tropezado, de brazos cruzados y completamente relajado. Una elaborada máscara de plumas le cubría el rostro.
Se retiró la máscara a lo alto de la cabeza y la miró comprensivo.
—Te has puesto algo nerviosa, ¿no? —Dejó caer la mano por un lado del tronco y señaló la camiseta rasgada de Missy. Una piedra de algún tipo le colgaba del cuello.
Ella cruzó los brazos por encima del rasgón y, sin dejar de mantener contacto visual con él, retrocedió con cautela hasta meter los pies en el agua fría. En su desesperada huida había perdido una zapatilla, y no podía evitar que el pie desnudo le resbalara en las piedras cubiertas de algas. Había cometido un grave error. Jasper no era el nombre del alumno de la clase de ciencias, y el rostro que la miraba desde lo alto no se parecía en nada al del chico tímido que había conocido en el instituto.